La nave pirata, destruida y los colonos se aprovechan de los restos
Los colonos en el grao. — Ayrton y Pencroff al rescate. — Charla durante el almuerzo. — Los razonamientos de Pencroff. — Revista minuciosa del casco del brig. — El pañol, intacto. — Las nuevas riquezas. — Los últimos restos. — Un trozo de cilindro roto.
¡Volaron! —exclamó Harbert.
—Sí, han volado, como si Ayrton hubiese dado fuego a la pólvora —dijo Pencroff, precipitándose al ascensor al mismo tiempo que Nab y el joven.
—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Gédéon Spilett, estupefacto de aquel inesperado desenlace.
—Esta vez lo sabremos —contestó vivamente el ingeniero.
—¿Qué sabremos?
—Después, después… Venga, Spilett. Lo importante es que esos piratas hayan sido exterminados.
Y Cyrus Smith, llevando consigo al periodista y a Ayrton, bajó a la playa, donde estaban Pencroff, Nab y Harbert.
No se veía nada del brick, ni siquiera su arboladura. Después de haber sido levantado por la tromba, se había tendido de costado, hundiéndose en esta posición, a consecuencia de alguna enorme vía de agua. Pero, como el canal en aquel paraje no medía más que veinte pies de profundidad, el costado del buque sumergido reaparecería en la marea baja.
Algunos pecios flotaban en la superficie del mar. Se veía todo un conjunto de piezas de repuesto, mástiles y vergas y además, jaulas de gallinas con sus volátiles vivos, cajas y barriles, que poco a poco subían a la superficie después de haber salido por las escotillas; pero no salía ningún resto, ni de tablas del puente ni del forro del casco, lo que hacía todavía más inexplicable el hundimiento del Speedy.
Sin embargo, los dos mástiles, que habían sido rotos a pocos pies por encima de la fogonadura, después de haber roto a su vez estayes y obenques, subieron a la superficie con sus velas, unas desplegadas y otras ceñidas. No había que dejar al reflujo llevarse todas aquellas riquezas. Ayrton y Pencroff se arrojaron en la piragua con la intención de atraer todos aquellos pecios al litoral de la isla o al del islote.
Pero, cuando iban a embarcarse, una reflexión de Spilett les detuvo.
—¿Y los seis piratas que han desembarcado en la orilla derecha de la Merced? —dijo el periodista.
En efecto, no debía olvidarse que los seis hombres que llevaban la canoa que se había estrellado en las rocas habían saltado a tierra en la punta del Pecio.
Los colonos miraron en aquella dirección, pero ninguno de los fugitivos estaba a la vista. Era probable que, después de haber visto al brick hundirse en las aguas del canal, hubieran huido al interior de la isla.
—Después nos ocuparemos de ellos —dijo Cyrus Smith. Pueden ser peligrosos, porque están armados, pero seis contra seis, las probabilidades son iguales. Veamos lo más urgente.
Ayrton y Pencroff se embarcaron en la piragua y remaron directamente hacia los pecios.
El mar estaba tranquilo, a la sazón y la marea era muy alta, porque la luna había entrado en el novilunio hacía dos días. Debía transcurrir más de una hora antes que el casco del brick pudiera sobresalir de las aguas del canal.
Ayrton y Pencroff tuvieron tiempo de amarrar los mástiles y berlingas por medio de cuerdas, cuyo extremo se fijó en la playa del Palacio de granito. Los colonos, reuniendo sus esfuerzos, lograron halar todos aquellos pecios. Después la piragua recogió todo lo que flotaba: jaulas de gallinas, cajas y barriles, que inmediatamente fueron transportados a las Chimeneas. También sobrenadaban algunos cadáveres y entre otros, Ayrton conoció el de Bob Harvey y le mostró a sus compañeros:
—Ahí tiene lo que he sido yo, Pencroff.
—Pero que ya no es, valiente Ayrton —repuso el marino.
Era muy singular que fuesen tan pocos los cadáveres que sobrenadaban. No había más que cinco o seis y el reflujo comenzaba a llevárselos hacia alta mar. Probablemente, los presidiarios, sorprendidos por el hundimiento, no habían tenido tiempo de huir y habiéndose tendido el buque de costado, la mayor parte había quedado sepultada bajo el empalletado. Ahora bien, el reflujo que iba a arrastrar hacia alta mar los cadáveres de aquellos miserables ahorraría a los colonos la triste tarea de enterrarlos en algún rincón de la isla.
Por espacio de dos horas Cyrus Smith y sus compañeros se ocuparon únicamente en halar los palos y berlingas sobre la arena, en desenvergar y poner en seco las velas que estaban perfectamente intactas. Hablaban poco, pues el trabajo les tenía absortos, pero ¡cuántos pensamientos atravesaban sus ánimos! Era una fortuna la posesión de aquel brick, o mejor dicho, de todo lo que contenía. En efecto, un buque es como un pequeño mundo e iba a aumentar el material de la colonia con muchos objetos útiles. Sería, a lo grande, el equivalente de la caja hallada en la punta del Pecio.
Y, además, pensaba Pencroff, «¿Por qué ha de ser imposible volver a poner a flote ese brick? Si no tiene más que una vía de agua, se tapa y un buque de trescientas o cuatrocientas toneladas es un verdadero navío, comparado con nuestro Buenaventura. Con un buque como ese se va lejos, se va adonde se quiere. El señor Cyrus, Ayrton y yo tendremos que examinar ese punto, porque la cosa vale la pena».
En efecto, si el brick estaba todavía en disposición de navegar, las probabilidades de volver a la patria aumentaban en favor de los colonos. Mas, para decidir esta importante cuestión, convenía esperar a que hubiera acabado de bajar la marea y poder visitar el casco del brick en todas sus partes.
Cuando aseguraron todos los pecios que habían salido a la superficie del mar, Cyrus Smith y sus compañeros se concedieron unos instantes para el almuerzo. El hambre los tenía desmayados; por fortuna no estaba lejos la cocina y Nab podía pasar por cocinero excelente. Se almorzó junto a las Chimeneas y mientras tanto, se habló mucho del acontecimiento inesperado, que tan milagrosamente había salvado la colonia.
—Milagrosamente —repetía Pencroff— porque debemos confesar que esos tunantes han volado en el momento preciso. El Palacio de granito se iba haciendo completamente inhabitable.
—¿Y sospecha usted, Pencroff —preguntó el periodista— cómo ha pasado eso y qué ha podido producir la voladura del brick?
—Señor Spilett, nada más sencillo —repuso Pencroff. Un buque de piratas no está tan cuidado como un buque de guerra. Los presidiarios no son marineros. Indudablemente, el pañol de la pólvora del brick estaba abierto, pues nos cañoneaban sin cesar y una imprudencia o una torpeza han bastado para hacer saltar toda la máquina.
—Señor Cyrus —dijo Harbert— me extraña que esta explosión no haya producido más efecto. La detonación no ha sido fuerte y hay pocos restos y pocas tablas arrancadas. Parece que el buque se ha hundido y no ha volado.
—¿Esto te extraña, hijo mío? —preguntó el ingeniero.
—Sí, señor Cyrus.
—Y a mí también, Harbert —contestó el ingeniero— a mí también me parece extraordinario. Cuando visitemos el casco del brick, tendremos, sin duda, la explicación de ese hecho.
—¿Qué es eso, señor Cyrus? —dijo Pencroff. ¿Va usted a suponer que el Speedy se ha ido a fondo como un buque que da contra un escollo?
—¿Por qué no? —observó Nab. Hay rocas en el canal.
—¡Vaya, Nab —contestó Pencroff— no has abierto los labios muy oportunamente! Un momento antes de hundirse el brick lo he visto perfectamente levantarse sobre una ola enorme y caer por el costado de babor. Ahora bien, si no hubiera hecho más que tocar en una roca, se habría hundido tranquilamente, como un honrado buque que se va al fondo.
—Es que no era precisamente un buque honrado —repuso Nab.
—En fin, ya lo veremos, Pencroff —dijo el ingeniero.
—Lo veremos —añadió el marino. Apuesto mi cabeza que no hay rocas en el canal. Pero, francamente, señor Cyrus, ¿quiere usted decir que hay algo extraordinario en ese acontecimiento?
El ingeniero no contestó.
—En todo caso —dijo Gédéon Spilett— choque o explosión, convendrá usted, Pencroff, que el suceso ha sido lo más oportuno del mundo.
—Sí, sí —repuso el marino— pero no es esa la cuestión. Pregunto al señor Smith si en todo esto encuentra algo sobrenatural.
—No digo ni que sí ni que no, Pencroff —contestó el ingeniero. Es lo único que puedo decir ahora.
Esta respuesta no satisfizo a Pencroff, el cual se atenía a una explosión y no podía convencerse de que la cosa hubiera pasado de otra manera. Jamás consentiría en admitir que en aquel canal formado por un lecho de arena fina como la misma playa y que había sido atravesado muchas veces por él en la marea baja hubiese un escollo ignorado. Por otra parte, en el momento en que el brick iba a pique, la marea estaba alta, es decir, que había más agua de la necesaria para atravesar el canal sin chocar en las rocas, aun cuando existiesen algunas que no hubieran podido ser descubiertas en la baja marea. Así, pues, no podía haber habido choque; por consiguiente, el buque no se había estrellado y por tanto, había habido explosión.
Hay que convenir en que el razonamiento era lógico.
Hacia la una y media los colonos se embarcaron en la piragua y se dirigieron al sitio del naufragio. Era una pena que no hubieran salvado las dos embarcaciones del brick. Una, como es sabido, se había estrellado en la desembocadura del río de la Merced y estaba absolutamente inservible; otra, había desaparecido al hundirse el buque y sin duda aplastada por él, no había podido salir a flote.
En aquel momento el casco del Speedy empezaba a mostrarse por encima de las aguas. El brick estaba más que tendido sobre el costado, porque, después de haber roto sus palos bajo el peso del lastre desplazado por la caída, tenía la quilla casi en el aire y había sido invertido por la inexplicada pero espantosa acción submarina que se había manifestado al mismo tiempo por el levantamiento de una enorme tromba de agua.
Los colonos dieron la vuelta al casco y a medida que la marea bajaba, pudieron reconocer, si no la causa que había provocado la catástrofe, al menos el efecto producido.
A proa y los dos lados de la quilla, siete u ocho pies antes del nacimiento de la roda, los costados del brick estaban espantosamente destrozados en una distancia de veinte pies. Se abrían dos anchas vías de agua, que habría sido imposible cegar y no solamente el forro de cobre y los tablones habían desaparecido, reducidos a polvo, sino también las mismas cuadernas, las clavijas de hierro y las cabillas de madera que las unían y de las cuales no había ni vestigios. A lo largo del casco, hasta los gálibos de proa y las hiladas rajadas enteramente estaban fuera de su sitio. La falsa quilla había sido separada con una violencia inexplicable y la quilla misma, arrancada de la carlinga, estaba rota.
—¡Mil diablos! —exclamó Pencroff— difícilmente podría ponerse a flote este buque.
—No será difícil, sino imposible —dijo Ayrton.
—En todo caso —observó Gédéon Spilett al marino— la explosión, si ha habido explosión, ha producido singulares efectos. Ha reventado el casco del buque en todas sus partes inferiores, en vez de hacer saltar el puente y la obra muerta. Estas aberturas parecen más bien efecto del choque de un escollo, que de la explosión de un pañol de pólvora.
—No hay escollo en el canal —replicó el marino. Admito todo lo que quiera, excepto el choque contra una roca.
—Tratemos de penetrar en el interior del brick —dijo el ingeniero— y tal vez sabremos a qué atenernos sobre la causa de su destrucción.
Era el mejor partido que se podía tomar y convenía, además, inventariar todas las riquezas que había a bordo y disponerlo todo para su salvamento.
El acceso al interior del brick era fácil. El agua continuaba bajando y la parte inferior del puente, que a la sazón se había convertido en parte superior por la inversión del casco, era practicable. El lastre, compuesto de gruesos lingotes de hierro, le había abierto en varios sitios y se oía el ruido del mar, cuyas aguas se escapaban por las aberturas del casco.
Cyrus Smith y sus compañeros, con el hacha en la mano, se adelantaron por el puente medio roto, que estaba lleno de cajas de toda especie y como estas habían permanecido en el agua poco tiempo, quizá su contenido no estaba averiado.
Los colonos, por consiguiente, pusieron todo aquel cargamento en lugar seguro. La marea debía tardar en subir algunas horas y estas fueron utilizadas del modo más provechoso. Ayrton y Pencroff establecieron en la abertura practicada en el casco un aparejo que servía para izar los barriles y las cajas. La piragua los recibía y los trasladaba inmediatamente a la playa. Se sacaban todos los objetos indistintamente, para hacer después la elección y separación conveniente.
En todo caso, lo que los colonos pudieron observar, desde luego con gran satisfacción, fue que el brick llevaba un cargamento muy variado, un surtido completo de artículos de toda especie: utensilios, productos, manufacturas y herramientas, como los que cargan los buques que hacen el gran cabotaje de Polinesia. Era probable que allí se encontrase un poco de todo y esto era precisamente lo que más convenía a la colonia de la isla Lincoln.
Sin embargo, observación que hizo Cyrus Smith con admiración silenciosa, no solo el casco del brick había sufrido enormemente, como se ha dicho, a consecuencia del choque, cualquiera que fuese, que había producido la catástrofe, sino que también los alojamientos estaban devastados, sobre todo en la parte de proa. Los tabiques y los puntales se hallaban rotos, como si algún formidable obús hubiera estallado en el interior del buque. Los colonos pudieron pasar fácilmente de proa a popa después de haber separado las cajas, que iban sacando. No eran fardos pesados, cuya descarga hubiera sido difícil, sino bultos sencillos, cuya estiba, por otra parte, no podía ya reconocerse.
Los colonos llegaron hasta la popa, coronada en otro tiempo por la toldilla. Allí, según la indicación de Ayrton, debía buscarse el pañol de la pólvora. Cyrus Smith, pensando que no había habido explosión, creía posible salvar algunas barricas, porque la pólvora, que ordinariamente está encerrada en envolturas de metal, habría sufrido poco con el contacto del agua.
Esto era, en efecto, lo que había sucedido. En medio de gran cantidad de proyectiles se hallaron unos veinte barriles, cuyo interior estaba guarnecido de cobre y que fueron extraídos con precaución. Pencroff se convenció por sus propios ojos de que la destrucción del Speedy no podía ser atribuida a una explosión. La parte del casco donde se encontraba situado el pañol de la pólvora, era precisamente la que menos había sufrido.
—Es posible —dijo el obstinado marino— pero insisto en que no puede haber chocado el buque en una roca, porque no hay rocas en el canal.
—Entonces, ¿qué ha pasado? —preguntó Harbert.
—No lo sé —contestó Pencroff. El señor Cyrus tampoco lo sabe, ni lo sabe nadie, ni lo sabrá nunca.
Estas diversas investigaciones ocuparon varias horas a los colonos y al empezar de nuevo el reflujo, hubo que suspender los trabajos de salvamento. Por lo demás, no habría que temer que el casco del brick fuese arrastrado por el mar, porque estaba empotrado en la arena y tan sólidamente fijo, como si tuviera sus dos anclas tendidas.
Podía esperarse sin inconveniente la hora de la marea para continuar las operaciones. En cuanto al buque, estaba absolutamente condenado y había que darse prisa para salvar sus restos, porque no tardaría en desaparecer en las arenas movedizas del canal.
Eran las cinco de la tarde. El día había sido duro para los trabajadores, los cuales comieron con apetito y a pesar de su cansancio, no resistieron, después de comer, al deseo de visitar las cajas de que se componía el cargamento del Speedy.
La mayor parte contenía ropas hechas que, como es de suponer, fueron bien recibidas. Había para vestir a toda la colonia, ropa blanca para todos usos y calzados para todos los pies.
—¡Somos riquísimos! —exclamó Pencroff. Pero ¿qué vamos a hacer de todo esto?
Y estallaban los hurras del alegre marino al encontrar barriles, de tafia, bocoyes de tabaco, armas de fuego y armas blancas, balas de algodón, instrumentos de labranza, herramientas de carpintero, de ebanista, de herrero y cajas de simientes de toda especie, que su corta permanencia en el agua no podía alterar. ¡Cuán oportunamente habrían llegado todas estas cosas dos años antes! Pero, en fin, aunque los industriosos colonos se habían provisto de los útiles más indispensables, aquellas riquezas serían convenientemente empleadas.
En los almacenes del Palacio de granito había sitio para ponerlas, pero aquel día faltó el tiempo para la tarea y no pudo almacenarse todo. No debía olvidarse, sin embargo, que seis piratas sobrevividos a la pérdida de la tripulación del Speedy se hallaban en la isla, que eran verdaderamente bandidos redomados y que debían prevenirse contra ellos. Aunque el puente del río de la Merced y los puentecillos estaban levantados, los piratas no eran hombres a quienes podía servir de obstáculo un río o un arroyo e, impulsados por la desesperación, podían hacerse temibles.
Era preciso acordar lo que debiera hacerse sobre el particular. Entretanto había que guardar con cuidado las cajas y bultos amontonados cerca de las Chimeneas.
Transcurrió la noche sin que los presidiarios intentaran ninguna agresión. Maese Jup y Top, de guardia al pie del Palacio de granito, no habrían dejado de avisar su presencia.
Los tres días que siguieron, 19, 20 y 21 de octubre, fueron empleados en salvar todo lo que podía tener algún valor o alguna utilidad en el cargamento o en el aparejo del brick. Durante la baja marea los colonos desocuparon la bodega y en la marea alta almacenaban los objetos salvados. Pudo arrancarse gran parte del forro de cobre que cubría el casco, el cual cada vez se hundía más en la arena. Antes que esta se hubiese tragado los objetos pesados, que habían caído en el fondo, Ayrton y Pencroff se sumergieron varias veces hasta el lecho del canal y encontraron las cadenas y las áncoras del brick, los lingotes de lastre y hasta los cuatro cañones, que, puestos a flote por medio de barricas vacías, pudieron sacarlos a tierra.
El arsenal de la colonia no había ganado menos que las oficinas y almacenes del Palacio de granito. Pencroff, siempre entusiasta en sus proyectos, hablaba de construir una batería, que dominase el canal y la desembocadura del río. Con cuatro cañones se comprometía a impedir que entrase en las aguas de la isla Lincoln una escuadra «por poderosa que fuese».
Como ya no quedaba del brick más que un armazón inútil, el mal tiempo lo acabó de destruir. Cyrus Smith había tenido la intención de volarlo para recoger los restos sobre la costa, pero un fuerte viento del nordeste y una gruesa mar le permitieron economizar su pólvora.
En efecto, en la noche del 23 al 24, el casco del brick quedó enteramente destrozado y una parte de sus restos vino a parar a la playa.
En cuanto a papeles, es inútil decir que, aunque Cyrus Smith registró minuciosamente los armarios de la toldilla, no encontró vestigio alguno. Evidentemente, los piratas habían destruido todo lo que podía hacer referencia al capitán y al armador del Speedy; y como el nombre de la matrícula a la que pertenecía no estaba en el cuadro de popa, nada podía hacer sospechar su nacionalidad. Sin embargo, por ciertas formas de su proa, Ayrton y Pencroff creyeron que el brick debía ser de construcción inglesa.
Ocho días después de la catástrofe, o mejor dicho, del feliz e inexplicable desenlace, al cual debía la colonia su salvación, no se veía nada del buque ni en la baja marea. Sus restos habían sido dispersados y el Palacio de granito se había enriquecido con casi todo su cargamento.
Sin embargo, el misterio que ocultaba su extraña destrucción no se hubiera aclarado jamás, si el 30 de noviembre Nab, paseando por la playa, no hubiera encontrado un pedazo de un espeso cilindro de hierro, que tenía señales de explosión. Aquel cilindro estaba retorcido y desgarrado en sus aristas como si hubiese estado sometido a la acción de una sustancia explosiva.
Nab llevó aquel pedazo de metal a su amo, que estaba ocupado con sus compañeros en las Chimeneas. Cyrus Smith lo examinó atentamente y después, volviéndose hacia Pencroff le dijo:
—¿Persiste en sostener que el Speedy no se ha hundido a consecuencia de un choque?
—Sí, señor —contestó el marino. Usted sabe lo mismo que yo que no hay rocas en el canal.
—Pero ¿y si hubiera chocado con este pedazo de hierro? —dijo el ingeniero, enseñándole el cilindro roto.
—¿Con ese tubo? —exclamó Pencroff con tono de incredulidad completa.
—Amigos míos —repuso Cyrus Smith— ¿recuerdan que antes de hundirse el brick se levantó una verdadera tromba de agua?
—Sí, señor —contestó Harbert.
—Pues bien, ¿quieren saber lo que produjo la tromba? Esto —dijo el ingeniero enseñándoles el tubo roto.
—¿Eso? —preguntó Pencroff.
—Sí, este cilindro es todo lo que queda de un torpedo.
—¡Un torpedo! —exclamaron los compañeros del ingeniero.
—¿Y quién habría puesto allí este torpedo? —preguntó Pencroff, que no quería rendirse de modo alguno.
—Lo que puedo decir es que no he sido yo —contestó Cyrus Smith— pero el torpedo estaba allí y han podido ustedes juzgar su incomparable potencia.