Abren una brecha en el lago con nitroglicerina
Visita al lago. — La corriente indicadora. — Los proyectos de Cyrus Smith. — La grasa de dugongo. — Empleo de las piritas esquistosas. — El sulfato de hierro. — Cómo se hace la glicerina. — El jabón. — El salitre. — Ácido sulfúrico. — Ácido azótico. — La nueva catarata.
A la mañana del día siguiente, 7 de mayo, Cyrus Smith y Gédéon Spilett, dejando a Nab preparar el almuerzo, subieron a la meseta de la Gran Vista, mientras Harbert y Pencroff marchaban río arriba a fin de renovar la provisión de leña.
El ingeniero y el corresponsal llegaron pronto a la pequeña playa, situada junto a la punta sur del lago y donde había ido a parar el anfibio.
Bandadas de aves se habían abatido sobre aquella masa carnosa y fue preciso ahuyentarlas a pedradas, porque Cyrus Smith deseaba conservar la grasa del dugongo y utilizarla para las necesidades de la colonia. En cuanto a la carne del animal, no podía menos de suministrar un alimento excelente, pues en ciertas regiones de Malasia se reserva especialmente para la mesa de los indígenas importantes. Pero era asunto de la incumbencia de Nab.
En aquel momento Cyrus Smith tenía en su cabeza otros proyectos. El incidente de la víspera no se había borrado de su memoria y no dejaba de preocuparle. Quería desentrañar el misterio de aquel combate submarino y saber cuál era el congénere de los mastodontes, o de otros monstruos marinos, que había causado al dugongo una herida tan extraña.
Estaba en la orilla del lago, mirando, observando, pero nada aparecía bajo las aguas tranquilas, que resplandecían heridas por los primeros rayos del sol.
En aquella playa, donde estaba el cuerpo del dugongo, las aguas eran poco profundas, pero desde aquel punto el fondo del lago iba bajando poco a poco y era probable que en el centro la profundidad fuese muy grande. El lago podía considerarse como una ancha cuenca llenada con las aguas del arroyo Rojo.
—Y bien, Cyrus —dijo el corresponsal—; me parece que esas aguas no ofrecen nada sospechoso.
—No, querido Spilett —contestó el ingeniero—; no acierto a explicar el incidente de ayer.
—Confieso —dijo Gédéon Spilett— que la herida hecha al anfibio es por lo menos extraña y tampoco he podido explicarme cómo Top fue lanzado tan vigorosamente fuera de las aguas. Parece como si un brazo poderoso lo lanzara y el mismo brazo, armado de un puñal, diera en seguida muerte al dugongo.
—Sí —contestó el ingeniero, que se había quedado pensativo. Hay aquí algo que no puedo comprender. Pero ¿comprende, querido Spilett, cómo he sido yo salvado, cómo he podido ser sacado del agua y trasladado a las dunas? No lo comprende, ¿verdad? Por eso yo presiento algún misterio que descubriremos sin duda algún día. Observemos, pues, pero no hablemos ante nuestros compañeros de estos incidentes singulares. Guardemos nuestras observaciones para nosotros y continuemos nuestra tarea.
Como hemos dicho, el ingeniero no había podido descubrir por dónde se escapaba el sobrante de las aguas del lago; pero, como no había visto tampoco ningún indicio de desbordamiento, era forzoso que existiera el desagüe en alguna parte. Precisamente en aquel momento Cyrus Smith quedó sorprendido al distinguir una corriente bastante pronunciada, que se oía en el sitio donde ambos se hallaban. Arrojó algunos pedacitos de leña y vio que se dirigían hacia el ángulo sur. Siguió aquella corriente, marchando por la orilla y llegó a la punta meridional del lago.
Allí observó una especie de depresión de las aguas, como si se hubiesen perdido bruscamente en alguna hendidura del suelo. Escuchó poniendo el oído al nivel del lago y oyó claramente el ruido de una cascada subterránea.
—Ahí está —dijo, levantándose—; por ahí se realiza el desagüe; por ahí van, sin duda, las aguas al mar por algún conducto abierto en la pared de granito, pasando por alguna cavidad que podremos aprovechar. ¡Yo lo averiguaré!
El ingeniero cortó una rama larga, la despojó de sus hojas y sumergiéndola en el ángulo que formaban las dos orillas, reconoció que había una enorme abertura practicada a un pie solamente debajo de la superficie de las aguas. Aquella abertura era el orificio del desagüe que en vano se había buscado hasta entonces y en aquel sitio la fuerza de la corriente era tal, que arrancó la rama de la mano del ingeniero y desapareció.
—Ya no hay duda —replicó Cyrus Smith—. Ahí está el orificio del desagüe y yo lo pondré al descubierto.
—¿Cómo? —preguntó Gédéon Spilett.
—Bajando tres pies el nivel de las aguas del lago.
—¿De qué manera?
—Abriendo otra salida más grande que esa.
—¿En qué sitio, Cyrus?
—En la parte de la orilla más cercana a la costa.
—¡Pero si es una orilla de granito! —observó el corresponsal.
—De acuerdo —contestó Cyrus Smith— yo haré saltar ese granito y las aguas, escapándose, bajarán de manera que descubramos ese orificio.
—Y formarán una cascada, cayendo sobre la playa —añadió el corresponsal.
—Una cascada que utilizaremos —contestó Cyrus—. Venga usted.
El ingeniero se llevó consigo a su compañero, cuya confianza en Cyrus Smith era tan grande, que no dudaba del buen éxito de la empresa. Sin embargo, ¿cómo abrir aquel granito sin pólvora y con instrumentos imperfectos? ¿Cómo separar aquellas rocas? ¿No era un trabajo superior a sus fuerzas el que pensaba emprender el ingeniero?
Cuando Cyrus Smith y el corresponsal volvieron a las Chimeneas, encontraron a Harbert y a Pencroff ocupados en descargar la leña que habían reunido.
—Los leñadores han concluido su tarea, señor Cyrus —dijo el marino riéndose— y cuando tenga usted necesidad de albañiles…
—De albañiles no, pero sí de químicos —repuso el ingeniero.
—Sí —añadió el corresponsal— vamos a hacer volar la isla.
—¡Volar la isla! —exclamó Pencroff.
—En parte, al menos —contestó Gédéon Spilett.
—Óiganme, amigos míos —dijo el ingeniero.
Y les dio a conocer el resultado de sus observaciones. Según él, debía existir una cavidad mayor o menor en la masa de granito que sostenía la meseta de la Gran Vista y era preciso llegar hasta ella. Para realizar esto había que poner al descubierto en primer lugar la abertura por donde se precipitaban las aguas y por consiguiente había que bajar su nivel facilitándoles una salida más amplia. De aquí la necesidad de fabricar una sustancia explosiva, que pudiera practicar una fuerte sangría en otro punto de la isla. Esto es lo que iba a intentar Cyrus Smith, por medio de los minerales que la naturaleza había puesto a su disposición.
Es inútil decir con qué entusiasmo todos y particularmente Pencroff acogieron el proyecto.
Emplear los grandes medios, abrir el vientre de aquel granito, crear una cascada, eran cosas que entusiasmaban al marino. Estaba dispuesto a ser tan buen químico como albañil o zapatero, ya que el ingeniero necesitaba químicos. Estaba dispuesto a hacer lo que Cyrus quisiese y hasta profesor de baile y mímica, según dijo a Nab, si tal profesión fuera necesaria en la isla.
Nab y Pencroff recibieron el encargo de extraer la grasa del dugongo y conservar la carne y partieron para está faena sin pedir más explicaciones; era grande la confianza que tenían en el ingeniero.
Pocos instantes después Cyrus Smith, Harbert y Gédéon Spilett, llevando consigo el zarzo y subiendo río arriba, se dirigieron hacia el yacimiento de hulla, donde abundaban esas piritas esquistosas que se encuentran en los terrenos de transición más recientes y de las cuales Cyrus Smith había recogido una muestra.
Emplearon todo el día en transportar cierta cantidad de piritas a las Chimeneas y por la noche había ya algunas toneladas.
Al día siguiente, 8 de mayo, el ingeniero comenzó sus manipulaciones. Aquellas piritas esquistosas se componían principalmente de carbón, de sílice, de alumbre y de sulfuro de hierro; esto último en abundancia. Se trataba, pues, de aislar el sulfuro de hierro y transformarlo en sulfato lo más rápidamente posible; una vez obtenido el sulfato, se podría extraer de él el ácido sulfúrico.
Este era en efecto el objeto deseado. El ácido sulfúrico es uno de los agentes que más se emplean y la importancia industrial de una nación puede medirse por el consumo que hace de este ácido, el cual, por otra parte, podría ser muy útil a los colonos en adelante para la fabricación de las bujías, el curtido de pieles, etc., si bien en aquel momento el ingeniero lo reservaba para otros usos.
Cyrus Smith eligió detrás de las Chimeneas un sitio, cuyo suelo fue cuidadosamente allanado. En él puso un montón de ramas y leña cortada en pedazos pequeños y sobre este montón, trozos de esquisto piritoso, apoyados los unos sobre los otros, cubriendo todo con una capa delgada de piritas perfectamente machacadas hasta reducirlas al tamaño de avellanas.
Hecho esto, dio fuego a la leña, cuyo calor se comunicó a los esquistos, los cuales se inflamaron, pues contenían carbón y azufre. Entonces se echaron nuevas capas de piritas machacadas, dispuestas de modo que formasen un montón grande, que fueron cubiertas de tierra y hierbas, dejando, sin embargo, alguna abertura para que entrara el aire, como si se tratara de carbonizar leña para hacer carbón.
Luego se dejó realizar la transformación, para lo cual se necesitaban no menos de diez o doce horas, a fin de que el sulfuro de hierro se transformase en sulfato de aluminio, dos sustancias igualmente solubles, siendo el resto sílice, carbón y cenizas.
Mientras se llevaba a cabo esta transformación química, Cyrus Smith mandó proceder con otras operaciones. Sus compañeros ponían en ellas no solamente celo, sino actividad y entusiasmo.
Nab y Pencroff habían quitado la grasa del dugongo, recogiéndola en grandes ollas de barro. Se trataba de aislar uno de los elementos de aquella grasa: la glicerina, por medio de la saponificación. Ahora bien, para obtener este resultado bastaba tratarla por medio de la sosa o de la cal, porque, en efecto, una y otra sustancia, después de haber atacado la grasa, formaría un jabón aislando la glicerina, que era la que el ingeniero deseaba precisamente obtener. Sabido es que no les faltaba la cal; pero el tratamiento por la cal no debía producir sino el jabón calcáreo insoluble y por consiguiente, inútil, mientras que el tratamiento por la sosa daría, por el contrario, un jabón soluble muy útil para el lavado doméstico. Cyrus Smith, como hombre práctico, debía preferir, por consiguiente, la sosa. ¿Era difícil obtenerla? No; porque las plantas marinas abundaban en la orilla, como salicórneas, ficóideas y todas esas fucáceas que forman los fucos y las algas. Recogieron cantidad de ellas y después de secas, las quemaron en hoyos al aire libre. Mantuvieron la combustión de estas plantas durante varios días, de manera que el calor se elevase hasta el punto de fundir sus cenizas y el resultado de la incineración fue una masa compacta gris, que desde hace mucho tiempo se conoce con el nombre de sosa natural.
Obtenido el resultado, el ingeniero trató la grasa por medio de la sosa, lo cual produjo, por una parte, un jabón soluble y por otra, esa sustancia neutra que se llama glicerina.
Pero esto no bastaba. Cyrus necesitaba para la preparación futura otra sustancia, el azoato de potasa, más conocido por el nombre de sal de nitro o salitre.
El ingeniero habría podido fabricar esta sustancia tratando el carbonato de potasa, que se extrae fácilmente de las cenizas de los vegetales, por el ácido azótico; pero precisamente era este el ácido que en último resultado quería obtener. Se hallaba, pues, encerrado en un círculo vicioso, del cual no hubiera salido jamás si por fortuna la naturaleza no le hubiera proporcionado el salitre sin más trabajo que recogerlo. Harbert, en efecto, descubrió un yacimiento al norte de la isla, al pie del monte Franklin y solo fue preciso purificar aquella sal.
Estas diversas tareas duraron unos ocho días. Se hallaban, pues, terminadas antes que se hubiera llevado a cabo la transformación del sulfuro en sulfato de hierro. En los días que siguieron los colonos tuvieron tiempo de fabricar vajilla refractaria con arcilla plástica y de construir un horno de ladrillos de una disposición particular, que debía servir para la destilación del sulfato de hierro cuando este se hubiera obtenido. Estas obras concluyeron hacia el 18 de mayo, en el momento, poco más o menos, de terminarse la transformación química.
Gédéon Spilett, Harbert, Nab y Pencroff, hábilmente guiados por el ingeniero, habían llegado a ser los obreros más diestros del mundo. Por lo demás, la necesidad es el maestro que enseña mejor y de quien mejor se aprenden las lecciones.
Cuando el montón de piritas quedó enteramente reducido por el fuego, el resultado de la operación, consistente en sulfato de hierro, sulfato de aluminio, sílice, residuo de carbón y cenizas, fue depositado en un barreño lleno de agua. Se agitó la mezcla, se la dejó reposar, luego se la decantó y obtuvo un líquido claro, que contenía en disolución sulfato de hierro y sulfato de aluminio, habiendo quedado en el barreño las demás sustancias en estado sólido, puesto que eran insolubles. En fin, vaporizado en parte aquel líquido, se depositaron en el fondo cristales de sulfato de hierro y las aguas madres, es decir, el líquido no vaporizado que contenía el sulfato de aluminio, fueron abandonadas.
Cyrus Smith tenía, pues, a su disposición una cantidad de cristales de sulfato de hierro, de los cuales trataba de extraer el ácido sulfúrico.
En la práctica industrial la fabricación del ácido sulfúrico necesita una costosa instalación. Son precisos, en efecto, grandes edificios, instrumentos especiales, aparatos de platino, cámaras de plomo inatacables al ácido y en las cuales se opera la transformación, etc. El ingeniero no tenía nada de esto a su disposición, pero sabía que en Bohemia particularmente, se fabrica el ácido sulfúrico por medios más sencillos y que hasta tienen la ventaja de producirlo en un grado superior de concentración. Así es como se hace el ácido conocido con el nombre de ácido de Nordhausen.
Para obtener el ácido sulfúrico, Cyrus Smith no necesitaba más que una operación: calcinar en un vaso cerrado los cristales del sulfato de hierro, de manera que el ácido sulfúrico se destilase en vapores, los cuales producirían en seguida el ácido por condensación.
Para esta manipulación sirvieron las vasijas refractarias, en las cuales se pusieron los cristales y el horno, cuyo calor debía destilar el ácido sulfúrico. La operación fue perfectamente llevada a cabo y el 20 de mayo, doce días después de haber comenzado el ingeniero, poseía ya el agente del que contaba sacar después partido.
Ahora bien, ¿para qué quería aquel agente? Sencillamente, para producir ácido azótico y esto fue fácil, porque el salitre, atacado por el ácido sulfúrico, le dio precisamente el azótico por destilación.
Pero ¿en qué iba a emplear el ácido azótico? Esto era lo que sus compañeros ignoraban todavía, porque no les había comunicado el objeto de aquellos trabajos.
El ingeniero estaba cerca de conseguir su objetivo y una última operación le proporcionó la sustancia que había exigido tantas manipulaciones.
Después de haber obtenido el ácido azótico, lo puso en contacto con la glicerina concentrada de antemano por la evaporación en el baño de María y obtuvo, aun sin emplear mezcla de ninguna sustancia refrigerante, varias azumbres de un líquido aceitoso y amarillo.
Cyrus Smith había hecho esta operación solo, apartado y lejos de las Chimeneas, porque temía los peligros de una explosión y cuando presentó a sus amigos un frasco de aquel líquido, se contentó con decirles:
—Aquí tienen ustedes, nitroglicerina.
Era, en efecto, ese terrible producto, cuya fuerza de explosión es diez veces mayor que la pólvora ordinaria y que ha causado ya tantos incidentes desgraciados. Sin embargo, desde que se ha encontrado el medio de transformarlo en dinamita, es decir, de mezclarlo con una sustancia sólida, arcilla o azúcar bastante porosa para retenerlo, se ha podido utilizar con más seguridad ese peligroso líquido. Pero la dinamita no era conocida en la época en que los colonos operaban en la isla Lincoln.
—¿Ese licor va a hacer volar nuestras rocas? —dijo Pencroff con marcada incredulidad.
—Sí, amigo mío —contestó el ingeniero— y esta nitroglicerina producirá tanto mayor efecto cuanto que el granito es muy duro y opondrá mayor resistencia para estallar.
—¿Y cuándo veremos eso, señor Cyrus?
—Cuando hayamos abierto una mina —contestó el ingeniero.
Al día siguiente, 21 de mayo, al rayar el alba, los mineros se trasladaron a una punta que formaba la orilla oriental del lago Grant, a quinientos pasos solamente de la costa. En aquel sitio la meseta formaba el dique de las aguas, que solo estaban contenidas por su muro de granito. Era, pues, evidente que, rompiendo aquel dique, las aguas se escaparían por la abertura y formarían un arroyo, que, después de haber corrido por la superficie inclinada de la meseta, iría a precipitarse en la playa. Por consiguiente, se rebajaría el nivel del lago y se pondría al descubierto el orificio de desagüe, que era lo que se buscaba.
Había que romper aquel dique. Bajo la dirección del ingeniero, Pencroff, armado de un pico que manejaba diestra y vigorosamente, atacó el granito en su revestimiento exterior.
La mina que se quería abrir nacía en una arista horizontal a la orilla y debía penetrar oblicuamente de modo que encontrase un nivel sensiblemente inferior al de las aguas del lago. De esta suerte la fuerza explosiva, apartando las rocas, daría salida suficiente a las aguas y por lo tanto haría bajar lo necesario la superficie del lago.
El trabajo fue largo, pero el ingeniero, queriendo producir un efecto formidable, no pensaba dedicar menos de diez litros de nitroglicerina a la operación. Pero Pencroff, ayudado por Nab, trabajó con tanto afán, que a las cuatro de la tarde se había terminado la mina.
Faltaba resolver la cuestión de la inflamación de la sustancia explosiva. Ordinariamente la nitroglicerina se inflama por medio del fulminato, que estallando determina la explosión. Es preciso, en efecto, un choque para provocarla, pues simplemente encendida esta sustancia se quemaría sin estallar.
Cyrus Smith habría podido fabricar la espoleta que se necesitaba. A falta del fulminato podía obtener fácilmente una sustancia análoga, algodón pólvora, puesto que disponía de ácido azótico; esta sustancia, comprimida en un cartucho e introducida en la nitroglicerina, habría estallado aplicándole una mecha y producido la explosión.
Pero Cyrus Smith sabía que la nitroglicerina tiene la propiedad de detonar al menor choque y resolvió utilizar esta propiedad sin perjuicio de emplear otro medio, si este no le daba resultado.
En efecto, el choque de un martillo sobre algunas gotas de nitroglicerina desparramadas sobre la superficie de una piedra dura basta para provocar la explosión; pero el operador no podía dar el martillazo sin ser víctima de la explosión. Cyrus Smith tuvo, pues, la idea de suspender de un montante por encima de la boca de la mina y por medio de una fibra vegetal, una maza de hierro de muchas libras de peso. Otra larga fibra, previamente azufrada, iría atada al centro de la primera por uno de sus extremos, mientras el otro quedaría en el suelo a distancia de muchos pies de la boca de la mina. Comunicado el fuego a esta segunda fibra, ella lo comunicaría a la primera; esta se rompería y la maza de hierro caería con fuerza sobre la nitroglicerina.
Se instaló el aparato. El ingeniero hizo alejarse a sus compañeros, llenó la mina de modo que la nitroglicerina sobresaliese un poco de la abertura y derramó algunas gotas por la superficie de las rocas debajo de la maza de hierro ya suspendida.
Hecho esto, tomó el extremo de la fibra azufrada, la encendió y alejándose de allí, se reunió con sus compañeros que habían vuelto a las Chimeneas.
La fibra debía arder durante veinticinco minutos y efectivamente, veinticinco minutos después resonó una explosión de cuyo estrépito sería imposible dar una idea. Parecía que toda la isla temblaba sobre su base. Una nube de piedras se proyectó en los aires, como si hubieran sido vomitadas por un volcán.
La sacudida, producida por el aire que las piedras desalojaban, fue tal, que hizo oscilar las rocas en las Chimeneas. Los colonos, aunque estaban a más de dos millas de distancia, fueron derribados al suelo. Se levantaron, salieron a la meseta y corrieron hacia el sitio donde el dique del lago debía haber sido destruido por la explosión.
Un triple hurra se escapó de sus pechos. El dique de granito estaba hendido formando un ancho boquete. Por él, una corriente de agua se escapaba lanzando espuma a través de la meseta, llegaba a la cresta y se precipitaba sobre la playa desde una altura de trescientos pies.