Parte 1 Capítulo 05 - Una cerilla les abre nuevas ilusiones

Una cerilla les abre nuevas ilusiones

Acondicionamiento de las Chimeneas – La importante cuestión del fuego – La caja de cerillas – Búsqueda en la playa – Regreso del reportero y de Nab – ¡Una sola cerilla! – El hogar chisporroteante – La primera cena – La primera noche en tierra

Parte 1 Capítulo 05 - Una cerilla les abre nuevas ilusiones

De lo primero que se ocupó Pencroff, en cuanto la armadía hubo sido descargada, fue de hacer habitables las Chimeneas obstruyendo aquellos corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire. Arena, piedras, ramas entrelazadas y tierra mojada cerraron herméticamente las galerías de la & abiertas a los vientos del sur y aislaron la curva superior. Un solo conducto, estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral fue aprovechado a fin de conducir el humo al exterior y conseguir que el hogar tirase. De este modo, las Chimeneas se encontraban divididas en tres o cuatro estancias, si es que se puede dar este nombre a unas madrigueras oscuras con las que una fiera a duras penas se habría conformado. Pero estaban a resguardo y podían estar de pie, al menos en la estancia principal, que ocupaba el centro. Una arena fina cubría el suelo y, en definitiva, podían arreglárselas en espera de algo mejor.

Harbert y Pencroff trabajaban charlando.

—¿Habrán encontrado nuestros compañeros —decía Harbert— un alojamiento mejor que el nuestro?

—Es posible —respondía el marino—, pero, ante la duda, no pares. Más vale pájaro en mano que ciento volando.

—¡Ah! ¡Que traigan al señor Smith, que lo encuentren, y no tendremos motivos sino para dar gracias al cielo! —repetía Harbert.

—Sí —murmuraba Pencroff—. ¡Ese sí que era un hombre, un verdadero hombre!

—¿Era…? —dijo Harbert—. ¿Es que desesperas de volver a verlo?

—¡Dios me libre! —repuso el marino.

El trabajo de adaptación fue rápidamente ejecutado y Pencroff declaró sentirse muy satisfecho del resultado.

—Ahora —dijo—, nuestros amigos ya pueden regresar. Encontrarán un refugio suficientemente confortable.

Faltaba montar el hogar y preparar la comida, tarea en verdad sencilla y fácil. Dispusieron unas anchas piedras al fondo del primer corredor de la izquierda, en el orificio del estrecho conducto que había sido reservado a tal efecto. El calor que el humo no arrastrara al exterior bastaría, evidentemente, para mantener una temperatura apropiada en el interior. Almacenaron la provisión de leña en una de las estancias y el marino colocó sobre las piedras del hogar unos troncos mezclados con leña menuda.

El marino estaba ocupado en esto cuando Harbert le preguntó si tenía cerillas.

—Por supuesto —respondió Pencroff—, y añadiré que afortunadamente, pues, sin cerillas o sin yesca, nos veríamos en un buen apuro.

—Podríamos hacer fuego como los salvajes —dijo Harbert—, frotando dos trozos de madera seca uno contra otro, ¿no?

—¡Inténtalo, muchacho, y veremos si consigues algo más que acabar con los brazos molidos!

—Sin embargo, es un procedimiento muy sencillo y muy habitual en las islas del Pacífico.

—No digo que no —contestó Pencroff—, pero debe de ser que los salvajes saben cómo hacerlo, o que emplean una madera especial, porque yo he intentado más de una vez hacer fuego de esa manera y nunca lo he conseguido. Así que confieso que prefiero las cerillas. Por cierto, ¿dónde están mis cerillas?

Pencroff buscó en su chaqueta la caja que siempre llevaba encima, pues era un fumador empedernido. No la encontró. Registró los bolsillos de sus pantalones y, para su estupor, tampoco encontró ahí la caja en cuestión.

—¡Esta sí que es buena! ¡Más que buena! —dijo, mirando a Harbert—. Se me debe de haber caído la caja del bolsillo y la he perdido. Pero, tú, Harbert, ¿no tienes nada, ni un mechero ni nada que pueda servir para hacer fuego?

—No, Pencroff.

El marino, seguido del joven, salió rascándose la frente con energía.

Los dos buscaron a conciencia sobre la arena, en las rocas, junto a la orilla del río, pero en vano. La caja era de cobre y no habría escapado a sus miradas.

—Pencroff, ¿no tiraste esa caja desde la barquilla? —preguntó Harbert.

—Me guardé mucho de hacerlo —respondió el marino—. Pero, cuando uno es zarandeado como acabamos de serlo nosotros, un objeto tan pequeño puede desaparecer fácilmente. ¡Mi pipa, sin ir más lejos, me ha abandonado! ¡Maldita caja! ¿Dónde puede estar?

—El mar está retirándose —dijo Harbert—. Corramos al lugar donde tomamos tierra.

Era poco probable que encontraran una caja que debía de haber rodado entre los guijarros, a merced de las olas, durante la marea alta, pero no estaba de más comprobarlo. Harbert y Pencroff se dirigieron rápidamente hacia el punto donde habían aterrizado el día anterior, aproximadamente a doscientos pasos de las Chimeneas.

Una vez allí, llevaron a cabo una búsqueda minuciosa en medio de los guijarros y en los huecos entre las rocas. El resultado fue nulo. Si la caja había caído en ese lugar, debía de haber sido arrastrada por las olas. A medida que el mar se retiraba, el marino registraba todos los intersticios de las rocas sin encontrar nada. Era una pérdida grave dadas las circunstancias, y por el momento, irreparable.

Pencroff no ocultó su vivísima contrariedad. Tenía la frente profundamente fruncida. No pronunciaba una sola palabra. Harbert intentó consolarlo señalando que, con toda probabilidad, el agua del mar habría mojado las cerillas y habría sido imposible utilizarlas.

—¡No, muchacho, no! —contestó el marino—. Estaban dentro de una caja de cobre que cerraba perfectamente. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

—Seguro que encontramos una manera de encender fuego —dijo Harbert—. El señor Smith o el señor Spilett no andarán tan escasos como nosotros.

—Sí —contestó Pencroff—, pero, mientras los esperamos, estamos sin fuego, y nuestros compañeros encontrarán una triste comida a su regreso.

—¡Pero no es posible que no tengan ni yesca ni cerillas! —repuso vivamente Harbert.

—Lo dudo —contestó el marino moviendo la cabeza—. Para empezar, Nab y el señor Smith no fuman, y mucho me temo que el señor Spilett haya preferido conservar su cuaderno a su caja de cerillas.

Harbert no contestó. La pérdida de la caja era, evidentemente, un hecho lamentable. Sin embargo, el joven pensaba que de uno u otro modo conseguirían encender fuego. Pencroff, más experimentado, y pese a no ser hombre que se apurara por poca cosa, ni por mucha, no lo veía igual. En cualquier caso, solo había una opción: esperar el regreso de Nab y del reportero. Pero tenía que renunciar a la comida a base de huevos duros que quería prepararles, y el régimen de carne cruda no le parecía, ni para ellos ni para sí mismo, una perspectiva agradable.

Antes de volver a las Chimeneas, el marino y Harbert cogieron más dátiles de mar por si se daba el caso de que la falta de fuego fuera definitiva. Después emprendieron en silencio el camino hacia su morada.

Pencroff, con los ojos clavados en el suelo, seguía buscando la caja perdida. Incluso recorrió la orilla izquierda del río desde su desembocadura hasta el recodo donde habían amarrado la armadía. Volvió a la meseta superior. La barrió minuciosamente, buscó entre las altas hierbas de la linde del bosque, todo en vano.

Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y él regresaron a las Chimeneas. Huelga decir que registraron los corredores hasta en sus más oscuros rincones y que tuvieron que darse por vencidos.

Hacia las seis, en el momento en que el sol desaparecía detrás de las altas tierras del oeste, Harbert, que caminaba de un lado a otro por la playa, vio llegar a Nab y Gedeon Spilett.

¡Volvían solos…! Al joven se le encogió el corazón de un modo indescriptible. El marino no se había equivocado en su presentimiento. No habían encontrado al ingeniero Cyrus Smith.

El reportero, al llegar, se sentó sobre una roca sin decir nada. Exhausto y muerto de hambre, no tenía fuerzas para pronunciar una sola palabra.

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En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos demostraban cuánto había llorado, y nuevas lágrimas que no pudo contener expresaron con toda claridad que había perdido toda esperanza.

El reportero relató sus intentos de encontrar a Cyrus Smith. Nab y él habían recorrido la costa a lo largo de más de ocho millas; por consiguiente, mucho más allá del punto donde se había producido la penúltima caída del globo, caída que había ido seguida de la desaparición del ingeniero y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningún rastro, ninguna huella. Ni un guijarro recién desplazado, ni un indicio en la arena, ni una marca de un pie humano en toda esa parte del litoral. Era evidente que ningún habitante frecuentaba esa porción de la costa. El mar estaba tan desierto como la orilla, y era allí, a unos cientos de pies de la costa, donde el ingeniero había encontrado su tumba.

En ese momento, Nab se levantó y, con una voz que indicaba hasta qué punto se resistía a perder la esperanza, dijo:

—¡No! ¡No! ¡No ha muerto! ¡No es posible! ¿Él morir? ¡Vamos…! Yo… cualquier otro, eso podría ser, ¡pero él…! ¡Es un hombre capaz de sobreponerse a todo!

Después, las fuerzas lo abandonaron:

—No puedo más —murmuró.

Harbert corrió hacia él.

—Nab —dijo el joven—, lo encontraremos. ¡Dios nos lo devolverá! Pero, mientras tanto, debe reponerse. Coma, coma un poco, se lo ruego.

Y, al tiempo que decía esto, ofrecía al pobre negro unos puñados de moluscos, triste e insuficiente alimento.

Nab no había comido desde hacía muchas horas, pero los rechazó. Privado de su señor, Nab no podía o no quería seguir viviendo.

En cuanto a Gedeon Smith, devoró aquellos moluscos y se tumbó en la arena, al pie de una roca. Estaba extenuado, pero tranquilo.

Entonces Harbert se acercó a él y, cogiéndolo de la mano, le dijo:

—Señor, hemos descubierto un refugio donde estará mejor que aquí. Se está haciendo de noche. ¡Venga a descansar! Mañana ya veremos…

El reportero se levantó y, guiado por el joven, se dirigió hacia las Chimeneas.

En ese momento, Pencroff se acercó a él y, con la mayor naturalidad, le preguntó si por casualidad no tendría cerillas.

El reportero se detuvo, buscó en sus bolsillos y, al no encontrar nada, dijo:

—Tenía, pero debí de tirarlo todo…

El marino llamó entonces a Nab, le hizo la misma pregunta y recibió la misma respuesta.

—¡Maldición! —exclamó el marino, incapaz de contenerse.

El reportero lo oyó y volvió junto a Pencroff.

—¿No tenemos cerillas? —preguntó.

—¡Ni una! ¡Y, por lo tanto, no tenemos fuego!

—¡Ah! —exclamó Nab—. ¡Si mi señor estuviera aquí, sabría cómo encenderlo!

Los cuatro náufragos permanecieron inmóviles y se miraron no sin inquietud. Fue Harbert el primero en romper el silencio diciendo:

—Señor Spilett, usted es fumador y siempre lleva cerillas encima. Quizá no haya buscado bien. ¡Busque otra vez! ¡Con una cerilla tendríamos suficiente!

El reportero registró de nuevo los bolsillos de sus pantalones, de su chaleco y de su paletó, hasta que por fin, para gran alegría de Pencroff y en no menor medida para su enorme sorpresa, notó un trocito de madera metido en el forro del chaleco. Sus dedos habían cogido ese trocito de madera a través de la tela, pero no podían sacarlo. Como debía de ser una cerilla, y solo una, había que evitar a toda costa arañar el fósforo.

—¿Me permite que la saque yo? —dijo el joven.

Y muy hábilmente, sin romperlo, consiguió sacar ese trocito de madera, ese miserable y precioso palito que para aquellas pobres personas tenía tanta importancia. Estaba intacto.

—¡Una cerilla! —exclamó Pencroff—. ¡Ah, es como si tuviéramos un cargamento entero!

Cogió la cerilla y, seguido de sus compañeros, entró en las Chimeneas.

Ese trocito de madera que se prodiga con tanta indiferencia en las tierras habitadas, donde su valor es nulo, había que usarlo aquí con extrema precaución. El marino se aseguró de que estaba absolutamente seco. Una vez hecho esto, dijo:

—Haría falta papel.

—Aquí lo tiene —contestó Gedeon Spilett, arrancando una hoja de su cuaderno tras unos instantes de vacilación.

Pencroff cogió el trozo de papel que le tendía el reportero y se agachó delante del hogar. Allí, unos puñados de hierbas, de hojas y de musgo seco fueron colocados bajo los haces y dispuestos de manera que el aire pudiera circular fácilmente y prender con facilidad la leña.

Entonces, Pencroff enrolló el trozo de papel en forma de cucurucho, tal como hacen los fumadores de pipa cuando sopla mucho viento, y lo introdujo entre la hojarasca. A continuación cogió una piedra ligeramente rasposa, la limpió con cuidado y, con el corazón palpitante, frotó suavemente la cerilla conteniendo la respiración.

El primer frotamiento no produjo ningún efecto. Pencroff no había presionado lo suficiente por temor a estropear el fósforo.

—No, no podré —dijo con mano trémula—. Si la cerilla falla… No puedo… ¡No quiero…!

Y, levantándose, encargó a Harbert que lo reemplazara.

El joven no se había sentido en toda su vida tan impresionado. El corazón le latía con fuerza. ¡Prometeo no debía de estar más emocionado cuando se disponía a robar el fuego del cielo! No vaciló, sin embargo, y frotó rápidamente la piedra. Se oyó un pequeño chisporroteo y una ligera llama azulada surgió, produciendo un humo acre. Harbert dobló un poco la cerilla a fin de alimentar la llama y la introdujo en el cucurucho de papel. El papel prendió en unos segundos y la hojarasca empezó a arder enseguida.

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Unos instantes después, la leña crujía y una alegre llama, avivada por los vigorosos soplidos del marino, se elevaba en medio de la oscuridad.

—¡No me había emocionado tanto en mi vida! —exclamó Pencroff, levantándose.

No cabe duda de que aquel fuego quedaba bien sobre el hogar de piedras planas. El humo salía sin trabas por el estrecho conducto, la chimenea tiraba, y no tardó en difundirse un agradable calor.

En cuanto al fuego en sí, había que permanecer atentos para no dejarlo apagarse y conservar siempre algunas brasas bajo la ceniza. Pero no era más que una cuestión de cuidado y de atención, puesto que leña no faltaba y siempre podría renovarse la provisión a tiempo.

Pencroff pensó antes de nada en utilizar el fuego preparando una cena más alimenticia que un plato de dátiles de mar. Harbert llevó dos docenas de huevos. El reportero, retirado en un rincón, miraba esos preparativos sin decir nada. Un triple pensamiento ocupaba su mente: ¿vive todavía Cyrus? Si vive, ¿dónde puede estar? Si sobrevivió a su caída, ¿cómo se explica que no haya encontrado la manera de hacérselo saber? En cuanto a Nab, caminaba arriba y abajo por la playa. No era más que un cuerpo sin alma.

Pencroff, que sabía cincuenta y dos maneras de preparar los huevos, no tenía elección en ese momento. Tuvo que conformarse con introducirlos entre las cenizas calientes y dejar que se endurecieran poco a poco.

En unos minutos estuvieron cocidos y el marino invitó al reportero a tomar su parte de la cena. Esa fue la primera comida de los náufragos en aquella costa desconocida. Esos huevos duros estaban excelentes y, como el huevo contiene todos los elementos indispensables para la alimentación del hombre, aquellas pobres personas se encontraron muy bien después de haberlos comido y se sintieron reconfortadas.

¡Ah, si no hubiera faltado uno de ellos en aquella cena! ¡Si los cinco prisioneros escapados de Richmond hubieran estado todos allí, bajo esas rocas amontonadas, ante ese fuego crepitante y claro, sobre esa arena seca, quizá no habrían tenido sino que dar gracias al cielo! ¡Pero desgraciadamente faltaba el más ingenioso, el más sabio también, el que era su jefe indiscutible, Cyrus Smith! ¡Y ni siquiera habían podido dar sepultura a su cuerpo!

Así transcurrió esa jornada del 25 de marzo. La noche había caído. Se oía silbar el viento en el exterior y la resaca monótona golpeando la costa. Los guijarros, empujados y arrastrados por las olas, rodaban con un estruendo ensordecedor.

El reportero se había retirado al fondo de un oscuro corredor después de haber anotado sucintamente los incidentes del día: la primera aparición de esa tierra nueva, la desaparición del ingeniero, la exploración de la costa, el incidente de las cerillas, etcétera. Y, cansado como estaba, consiguió encontrar cierto reposo en el sueño.

Harbert se durmió enseguida. En cuanto al marino, pasó la noche con un ojo abierto junto al hogar, al que no escatimó combustible.

Tan solo uno de los náufragos no descansó en las Chimeneas. Se trataba del inconsolable, el desesperado Nab, el cual, pese a lo que le dijeron sus compañeros para convencerlo de que descansara, se pasó toda la noche vagando por la playa y llamando a su señor.

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