Puente sobre el río y animales de tiro
Proyectos que llevar a cabo. — Un puente sobre la Mercy. — Hacer una isla de la Meseta de Vistagrande. — El puente levadizo. — La cosecha del trigo. — El arroyo. — Las alcantarillas. — El redil. — El palomar. — Las dos grajillas. — El carro con tiro. — Excursión al Puerto Globo.
Los colonos de la isla Lincoln habían reconquistado su domicilio sin haber abierto el antiguo conducto, lo cual les ahorró trabajos de albañilería. Fue para ellos una verdadera dicha que en el momento en que se disponían a realizar su proyecto, la bandada de monos hubiese cogido un miedo tan repentino como inexplicable, que la había arrojado del Palacio de granito. Aquellos animales ¿habían presentido el asalto que se les iba a dar por otro conducto? Era la única manera de interpretar su movimiento de retirada.
Durante las últimas horas de aquel día los cadáveres de los monos fueron trasladados al bosque y enterrados allí; después, los colonos se ocuparon en reparar el desorden causado por los intrusos, desorden y no deterioro, porque, si habían desordenado los muebles de los cuartos, al menos nada habían roto. Nab encendió sus hornillos y las reservas de la despensa suministraron una comida sustanciosa, a la cual todos hicieron gran honor.
Jup no fue olvidado y comió con apetito piñones y raíces de rizomas, pues recibió una provisión abundante.
Pencroff le había desatado los brazos, pero juzgó conveniente dejarle las ligaduras de las piernas hasta que pudiera contarse con su resignación.
Antes de acostarse, Cyrus Smith y sus compañeros, sentados alrededor de la mesa, discutieron algunos proyectos, cuya ejecución era urgente. Los más importantes y de mayor urgencia eran el tendido de un puente sobre el río de la Merced, para poner la parte meridional de la isla en comunicación con el Palacio de granito; después, el establecimiento de una dehesa o campo destinado a los muflones y otros animales de lana, que convenía capturar.
Como se ve, estos dos proyectos tendían a resolver la cuestión de los vestidos, que era entonces la más seria. El puente facilitaría la traslación del globo, que suministraría lienzo y el prado debía contener los animales, cuya lana proporcionaría los vestidos de invierno.
Respecto al prado, la intención de Cyrus Smith era establecerlo en las fuentes del arroyo Rojo, donde los rumiantes encontrarían pastos, que les proporcionarían un alimento fresco y abundante. El camino entre la meseta de la Gran Vista y las fuentes del arroyo estaba abierto en gran parte y con un carro mejor acondicionado que el primero sería el transporte más fácil, sobre todo si se lograba capturar algún animal de tiro.
Pero si no había ningún inconveniente en que el prado estuviera apartado del Palacio de granito, no sucedía lo mismo respecto del corral, sobre el que Nab llamó la atención de los colonos. Era preciso, en efecto, que las aves estuviesen al alcance del jefe de cocina y ningún sitio pareció más favorable para el establecimiento del susodicho corral que las orillas del lago, que confinaba con el antiguo conducto de desagüe. Las aves acuáticas se habituarían lo mismo que las demás y la pareja de tinamúes, cazada en la última excursión, serviría para un primer ensayo de domesticación.
Al día siguiente, 3 de noviembre, comenzaron las obras para la construcción del puente, en cuya importante tarea se emplearon todos los brazos. Los colonos, transformados en carpinteros y llevando sobre los hombros sierras, hachas, escoplos y martillos, bajaron a la playa.
Pencroff hizo una reflexión:
—¿Y si durante nuestra ausencia le vinieran ganas a maese Jup de retirar esa escalera que con tanta cortesía nos envió ayer?
—Sujetémosla por su extremo inferior —contestó Cyrus Smith.
Hicieron esto por medio de dos pilotes derechos sólidamente hundidos en la arena y después los colonos subieron por la orilla izquierda del Merced y llegaron al recodo formado por el río. Se detuvieron para examinar el sitio donde debía echarse el puente y convinieron que allí era el mejor.
En efecto, desde aquel punto al puerto del Globo, descubierto el día antes en la costa meridional, no había más que unas tres millas y media y sería fácil abrir entre uno y otro punto un camino por donde pudieran pasar carros, que harían las comunicaciones más fáciles entre el Palacio de granito y el sur de la isla.
Cyrus Smith comunicó a sus compañeros el proyecto que meditaba hacía algún tiempo y que era muy ventajoso y fácil de ejecutar. Se trataba de aislar completamente la meseta de la Gran Vista, para ponerla al abrigo de todo ataque de cuadrumanos o de cuadrúpedos. De esta manera el Palacio de granito, las Chimeneas, el corral y toda la parte superior de la meseta, destinada a la siembra de grano, quedarían protegidos contra las depredaciones de los animales.
Nada era más fácil de ejecutar que este proyecto y he aquí cómo pensaba el ingeniero llevarlo a cabo.
La meseta estaba defendida en sus tres lados por tres corrientes de agua, artificiales o naturales: Al noroeste, por la orilla del lago Grant, desde el ángulo del conducto antiguo de desagüe hasta el corte hecho en la orilla este del lago, para dejar salir las aguas. Al norte, desde esta sangría hasta el mar, por la nueva corriente de agua que se había abierto en el lecho, en la meseta y en la playa, en la pared anterior y en la posterior de la cascada; bastaba ahondar este lecho de la corriente para hacer el paso impracticable a los animales. En la parte este, por el mar mismo, desde la desembocadura de dicho arroyo hasta el río de la Merced. Al sur, en fin, desde esta desembocadura hasta el recodo del río donde debía establecerse el puente.
Quedaba, pues, la parte occidental de la meseta comprendida entre el recodo y el ángulo sur del lago, en una distancia menor de una milla, que estaba abierta a toda invasión. Pero nada más fácil que abrir un foso ancho y profundo, que podría llenarse con las aguas del lago y cuyo sobrante fuera a desaguar por una segunda cascada al lecho del río de la Merced. El nivel del lago se bajaría un poco, sin duda, por aquella nueva sangría, pero Cyrus Smith había reconocido que el caudal del arroyo Tojo era bastante grande para permitir la ejecución de su proyecto.
—Así pues —añadió el ingeniero—, la meseta de la Gran Vista será una verdadera isla rodeada de aguas por todas partes y no comunicada con el resto de nuestros dominios sino por el puente de la Merced, los dos puentecillos ya establecidos en la parte anterior y en la posterior de la cascada y otros dos que habrá que construir, el uno en el foso que me propongo abrir y el otro en la orilla izquierda del río de la Merced. Ahora bien, si hacemos el puente y estos puentecillos para que puedan levantarse a voluntad, la meseta de la Gran Vista quedará al abrigo de toda sorpresa.
Cyrus Smith, para hacerse comprender mejor, había dibujado un plano de la meseta, con lo cual su proyecto quedó inmediatamente entendido. Todos lo aprobaron sin vacilar y Pencroff, blandiendo el hacha de carpintero, exclamó:
—¡El puente ante todo!
Era la obra más urgente. Se eligieron varios árboles, que fueron cortados, despojados de sus ramas, serrados en tablas y convertidos en vigas y traviesas. Aquel puente fijo en la parte que se apoyaba en la orilla derecha del río de la Merced debía ser movible en la parte que se uniese a la izquierda, de manera que pudiera levantarse por medio de contrapesos, como ciertos puentes de esclusa.
La tarea, como se comprende, dio mucho trabajo y aunque hábilmente dirigida, exigió bastante tiempo, porque el río de la Merced tenía en aquel paraje unos ochenta pies de anchura. Hubo que meter pilotes en el cauce del río, para mantener la tablazón fija del puente y establecer los medios de operar sobre las cabezas de las estacas, formar los arcos y permitir al puente sostener grandes pesos.
Por fortuna, no faltaban instrumentos para trabajar la madera, ni hierro para consolidarla, ni la destreza de un hombre que entendía maravillosamente esta clase de obras, ni el celo de sus compañeros, que hacía siete meses trabajaban a sus órdenes y habían adquirido gran habilidad manual. Debemos añadir que Gédéon Spilett no era el más torpe y rivalizaba en destreza con el marino, «que no hubiera esperado tanto de un simple periodista».
La construcción del puente de la Merced duró tres semanas. Se almorzaba en el sitio de las obras, pues el tiempo era magnífico y se volvía solo a cenar al Palacio de granito.
Durante aquel período se pudo observar que maese Jup se aclimataba fácilmente y se familiarizaba con sus nuevos amos, a quienes miraba siempre con aire de curiosidad.
Sin embargo, como medida de precaución, Pencroff no le dejaba aún libertad completa de movimientos, queriendo y con razón, esperar a que se hubiera cerrado la meseta y evitando toda probabilidad de fuga. Top y Jup eran buenos amigos y jugaban siempre juntos, si bien Jup se mostraba más grave y formal que el perro.
El 20 de noviembre quedó terminado el puente. Su parte móvil, equilibrada por contrapesos, oscilaba fácilmente y no se necesitaba más que un ligero esfuerzo para levantarla. Entre su charnela y la última traviesa en que se apoyaba, cuando se cerraba, había un intermedio de veinte pies, que era suficientemente ancho para que los animales no pudiesen atravesarlo.
Decidieron ir a buscar la cubierta del aerostato, pues los colonos tenían prisa para ponerla al seguro; sin embargo, para trasladarla había que llevar un carro hasta el puerto del Globo y por consiguiente, hacer un camino a través de los espesos bosques del Far-West, lo cual exigía mucho tiempo. Nab y Pencroff comenzaron haciendo un reconocimiento sobre el puerto y observando que el «stock de tela» no había sufrido ningún deterioro en la gruta donde estaba almacenado, se decidió continuar las obras relativas a la meseta de la Gran Vista.
—Esto —dijo Pencroff— nos permitirá establecer nuestro corral en mejores condiciones, puesto que no tendremos que temer ni la visita de las zorras ni la agresión de otros animales dañinos.
—Sin contar —añadió Nab— que podemos roturar la meseta y trasplantar las plantas silvestres que nos convengan.
—Y preparar nuestro segundo campo de trigo —exclamó el marino con aire triunfal.
En efecto, el primer campo de trigo, sembrado con un solo grano, había prosperado admirablemente, gracias a los cuidados de Pencroff y producido las diez espigas anunciadas por el ingeniero, cada espiga con ochenta granos. Así, pues, la colonia se encontraba poseedora de ochocientos granos en seis meses, lo cual prometía una doble cosecha cada año.
Aquellos ochocientos granos, menos cincuenta que se reservaron por prudencia, debían ser sembrados en un nuevo campo y con no menos cuidado que el grano único.
Prepararon la sementera y la rodearon de una empalizada alta y aguda, que los cuadrúpedos difícilmente hubieran franqueado. En cuanto a los pájaros, se pusieron maniquíes espantosos y petardos chillones, debidos a la imaginación fantástica de Pencroff, que bastaron para ahuyentarlos.
Depositados los setecientos cincuenta granos en pequeños surcos bien regulares, la naturaleza debía hacer lo demás.
El 21 de noviembre, Cyrus Smith comenzó a trazar el foso que debía cerrar la meseta por el oeste, desde el ángulo sur del lago Grant hasta el recodo de la Merced. Había dos o tres pies de tierra vegetal y por debajo estaba el granito; fue necesario, por tanto, fabricar de nuevo la nitroglicerina, que produjo su efecto acostumbrado. En menos de quince días se abrió en el duro suelo de la meseta un foso de doce pies de ancho y seis de profundidad. Hicieron una nueva sangría por el mismo método en las rocas que limitaban el lago y las aguas se precipitaron en aquel nuevo lecho, formando un riachuelo, al cual se le dio el nombre de arroyo de la Glicerina y que vino a ser afluente del río de la Merced. Y como había anunciado el ingeniero, bajó el nivel del lago, pero de una manera casi imperceptible; en fin, para completar el aislamiento, se ensanchó considerablemente el lecho del arroyo de la playa y se contuvieron las arenas por medio de una doble empalizada.
Con la primera quincena de diciembre concluyeron definitivamente estas obras y la meseta de la Gran Vista, es decir, una especie de pentágono irregular con un perímetro de cuatro millas, poco más o menos, rodeado de un cinturón de agua, quedó absolutamente al abrigo de toda agresión.
Durante aquel mes de diciembre el calor fue muy fuerte; sin embargo, los colonos no quisieron suspender la ejecución de sus proyectos y como era urgente organizar el corral, comenzaron los trabajos.
Es inútil decir que, desde que se cerró completamente la meseta, maese Jup fue puesto en libertad. Ya no abandonaba a sus amos ni manifestaba deseos de escaparse: era un animal manso, fuerte y de una agilidad sorprendente.
Cuando había que subir o bajar por la escalera del Palacio de granito, nadie podía rivalizar con él. Le emplearon los colonos en algunos trabajos: llevaba cargas de leña y acarreaba piedras, extraídas del lecho del arroyo de la Glicerina.
—Todavía no es un albañil, pero ya es un mico —decía, bromeando, Harbert, aludiendo al apodo de mico, que los albañiles de los Estados Unidos dan a sus aprendices. Jamás se había aplicado un nombre con mayor justicia.
El corral ocupó un área de doscientos pies cuadrados, en la orilla sudeste del lago. Se le rodeó de una empalizada y construyeron diferentes cobertizos para los animales que debían poblarlo, como chozas de ramajes divididas en departamentos, que en breve estuvieron concluidos y esperando a sus huéspedes.
Los primeros fueron una pareja de tinamúes, que no tardaron en dar muchos polluelos. Tuvieron después por compañeros una media docena de patos habituados a las orillas del lago. Algunos pertenecían a esa especie china cuyas alas se abren en forma de abanico y que por el brillo y viveza de los colores de su plumaje rivalizan con los faisanes dorados. Pocos días después Harbert se apoderó de una pareja de gallináceas de cola redonda, formada de largas plumas, magníficos aléctores, que no tardaron en domesticarse. En cuanto a los pelícanos, martín pescador, gallinas de agua y otras muchas aves, vinieron por sí mismas a habitar el corral y toda aquella sociedad, después de algunas disputas, arrullaban, piaban y cacareaban, acabando por entenderse y acrecentándose en una porción muy tranquilizadora para la futura alimentación de la colonia.
Cyrus Smith, queriendo completar su obra, estableció un palomar en un ángulo del corral, donde puso una docena de aquellas palomas que frecuentaban las altas rocas de la meseta. Aquellas aves se habituaron fácilmente a volver todas las noches a su nueva morada y mostraron más propensión a domesticarse que las torcaces, sus congéneres, que, por otra parte, no se reproducen sino en estado salvaje.
En fin, había llegado el momento de utilizar para la confección de ropa blanca la envoltura del aerostato, pues conservarla bajo aquella forma y arriesgarse a entrar en un globo hinchado con aire caliente para dejar la isla, atravesando un mar, por decirlo así, ilimitado, no era cosa admisible sino para persona que hubiera carecido de todo y Cyrus Smith, hombre práctico, no podía pensar en semejante cosa.
Había que llevar la envoltura al Palacio de granito y los colonos se ocuparon en arreglar el carro de manera que fuese más ligero y manejable. Pero si no faltaba el vehículo, el motor no se había encontrado aún. ¿No existía en aquella isla ningún rumiante de especie indígena que pudiera reemplazar el caballo, el burro o el buey?
—En verdad —decía Pencroff— nos sería muy útil una bestia de tiro, hasta que el señor Smith nos construya un carro de vapor o una locomotora, porque sin duda tendremos un día un ferrocarril del Palacio de granito al puerto del Globo, con un ramal al monte Franklin.
Y el honrado marino, hablando así, creía lo que decía. ¡Lo que es la imaginación acompañada de la fe!
Mas para no exagerar, un simple cuadrúpedo, puesto en las varas del carro, habría sido bien acogido por Pencroff; y como la Providencia le protegía, no le hizo esperar mucho tiempo. El 23 de diciembre, los colonos oyeron a la vez los gritos de Nab y los ladridos de Top, repetidos con frecuencia y como a porfía. Dejaron la ocupación que tenían en las Chimeneas y acudieron, temiendo algún accidente.
¿Qué vieron? Dos animales de gran tamaño, que se habían aventurado imprudentemente a entrar en la meseta, cuyos puentecillos no estaban cerrados. Parecían dos caballos, o cuando menos dos asnos, macho y hembra, de formas finas, color bayo, piernas y cola blancas, con rayas de cebra negras en la cabeza, cuello y tronco. Andaban tranquilamente, sin manifestar ninguna inquietud y miraban con curiosidad a los hombres, a los cuales todavía no podían reconocer el carácter de amos.
—¡Son onagros! —exclamó Harbert—. Cuadrúpedos intermedios entre la cebra y el cuaga.
—¿Y por qué no burros? —preguntó Nab.
—Porque no tienen las orejas largas y porque sus formas son más graciosas.
—Burros o caballos —continuó Pencroff—, son motores, como diría el señor Cyrus Smith y como tales, debemos capturarlos.
El marino, sin espantar a los animales, se metió entre las hierbas y llegó, ocultándose, hasta el puente del arroyo de la Glicerina, al cual hizo girar y así quedaron presos los onagros.
¿Convendría apoderarse de ellos por la violencia y someterlos por una domesticación forzosa? No. Se convino en que durante algunos días se les dejaría en libertad de ir y de venir por la meseta, donde la hierba era abundante. Inmediatamente el ingeniero construyó cerca del corral una cuadra, en la cual los onagros encontraron cama y refugio durante la noche.
Así, pues, aquella magnífica pareja quedó enteramente libre en sus movimientos y los colonos tuvieron cuidado de no acercarse a ella para no espantarla. Muchas veces, sin embargo, los onagros dieron muestras de querer abandonar la meseta, demasiado estrecha para ellos, habituados al ancho espacio y a los bosques profundos. Entonces se les veía seguir el cinturón de agua que les oponía una barrera infranqueable, lanzar agudos rebuznos, galopar después a través de las hierbas y por último, más tranquilos, permanecer horas enteras mirando aquellos grandes bosques que les estaban cerrados para siempre.
Entretanto se hicieron arneses y tiros con fibras vegetales y algunos días después de la captura de los onagros no solo el carro estaba preparado para engancharlos, sino que se había abierto un camino recto, o por mejor decir, una senda a través del Far-West, desde el recodo del río de la Merced hasta el puerto del Globo. Podía, pues, conducirse hasta allí el carro y a finales de diciembre se probó por primera vez a los onagros.
Pencroff había ya domesticado bastante a aquellos animales para que fuesen a tomar el alimento de su mano y dejaban que se les acercaran los colonos; pero, una vez enganchados en el carro, se encabritaron y costó trabajo contenerlos. Sin embargo, no debían tardar en acomodarse a aquel nuevo servicio, porque el onagro, menos rebelde que la cebra, sirve de bestia de tiro en las montañas de África austral y aun se le ha podido aclimatar en Europa en zonas relativamente frías.
Aquel día toda la colonia, a excepción de Pencroff, que guiaba sus bestias, subió en el carro y tomó el camino del puerto del Globo. Ya se comprenderá que el traqueteo fue grande e incómodo en aquel camino apenas abierto; pero el vehículo llegó sin dificultad y el mismo día se pusieron a acarrear la cubierta y los diversos aparatos del aerostato.
A las ocho de la noche, el carro, después de haber cruzado el puente de la Merced, bajaba por la orilla izquierda del río y se detenía en la playa. Los onagros fueron desenganchados y llevados a su cuadra y Pencroff, antes de dormirse, lanzó un suspiro de satisfacción, que hizo resonar los ecos del Palacio de granito.