Una nave pirata espiada por Ayrton
Discusiones. — Presentimientos. — Una propuesta de Ayrton. — Se acepta. — Ayrton y Pencroff en el islote grande. — Convictos de Norfolk. — Sus intenciones. — Tentativa heroica de Ayrton. — Su regreso. — Seis contra cincuenta.
No cabía duda alguna sobre las intenciones de los piratas: habían echado el ancla a corta distancia de la isla y era evidente que, a la mañana siguiente, por medio de sus canoas, desembarcarían en la playa.
Cyrus Smith y sus compañeros estaban preparados a defenderse, pero, por resueltos que fuesen, no debían olvidar la prudencia. Quizá su presencia podía ocultarse en el caso que los piratas se contentaran con desembarcar en el litoral sin penetrar en el interior de la isla. Podía creerse que no tuviesen otro proyecto que hacer aguada en el río de la Merced y no era imposible que el puente, situado a milla y media de la desembocadura y los arreglos de las chimeneas, escaparan a sus miradas.
Pero ¿por qué estaba arbolado el pabellón en la cangreja del brick? ¿Por qué se había disparado aquel cañonazo? Pura baladronada, al menos que no fuera el indicio de una toma de posesión. Cyrus Smith sabía ya que el navío estaba formidablemente armado. Ahora bien, para responder al cañón de los piratas, ¿qué tenían los colonos de la isla Lincoln? Algunos fusiles.
—Sin embargo —observó Cyrus Smith— estamos en una situación inexpugnable. El enemigo no podrá descubrir el orificio de desagüe ahora que está oculto bajo las cañas y las hierbas y por consiguiente, le es imposible penetrar en el Palacio de granito.
—¡Pero nuestras plantaciones, nuestra dehesa, nuestro corral, todo, en fin! —exclamó Pencroff, dando una patada. Todo pueden arrancarlo y destruirlo en pocas horas.
—Todo, Pencroff —contestó Cyrus Smith— y no tenemos ningún medio para impedírselo.
—¿Son muchos? Esta es la cuestión —dijo entonces el periodista. Si son una docena, podemos contenerlos, pero si son cuarenta, cincuenta, más tal vez…
—Señor Smith —dijo entonces Ayrton, que se adelantó hacia el ingeniero— ¿quiere concederme un permiso?
—¿Cuál, amigo mío?
—Ir hasta el buque para enterarme de la fuerza de la tripulación.
—Pero, Ayrton… —contestó vacilando el ingeniero— arriesga su vida…
—¿Por qué no la he de arriesgar, señor?
—Es más que su deber, Ayrton.
—Tengo que hacer más que mi deber —contestó el expresidiario.
—¿Irá usted con la piragua hasta el buque? —preguntó Gédéon Spilett.
—No, señor, iré nadando. La piragua no pasaría por donde puede deslizarse un hombre.
—¿Sabe bien que el brick está a una milla y cuarto de la costa? —dijo Harbert.
—Soy un buen nadador, señor Harbert.
—Esto es arriesgar su vida, le vuelvo a repetir a usted —repuso el ingeniero.
—Poco importa —añadió Ayrton. Señor Smith, le pido esto como una gracia. ¡Quizá es un medio para realzarme a mis propios ojos!
—Vaya, Ayrton —contestó el ingeniero, que comprendía que la negativa hubiera entristecido profundamente al antiguo presidiario, convertido ya en un hombre honrado.
—Yo lo acompañaré —dijo Pencroff.
—¿Desconfía de mí? —preguntó Ayrton.
—¡Ah!
—No, no —contestó vivamente Cyrus Smith— no, Ayrton. Pencroff no desconfía de usted. Ha interpretado mal sus palabras.
—En efecto —añadió el marino— propongo acompañar a Ayrton hasta el islote solamente. Puede suceder, aunque es poco probable, que uno de esos tunantes haya desembarcado y dos hombres nunca estarán de más para impedirle que dé la señal de alarma. Esperaré a Ayrton en el islote; él irá solo al buque, como se ha propuesto hacer.
Así quedó acordado. Ayrton hizo sus preparativos de partida. Su proyecto era audaz, pero podía tener buen éxito, gracias a la oscuridad de la noche. Una vez llegado al buque, Ayrton, agarrado a los puntales, a las cadenas de los obenques, podría reconocer el número y quizás sorprender las intenciones de los bandidos.
Ayrton y Pencroff, seguidos de sus compañeros, bajaron a la playa. Ayrton se desnudó y se frotó con grasa para aguantar la temperatura del agua, que aún estaba fría y en la cual, en efecto, podía suceder que se viera obligado a permanecer durante muchas horas.
Pencroff y Nab, durante este tiempo, habían ido a buscar la piragua, que estaba amarrada unos centenares de pasos más arriba, en la orilla del río de la Merced y cuando volvieron, Ayrton estaba dispuesto a partir.
Echaron una manta a los hombros de Ayrton y volvieron a estrecharle la mano.
Ayrton se embarcó en la piragua con Pencroff. Eran las diez y media de la noche, cuando los dos desaparecieron en la oscuridad. Sus compañeros volvieron, para esperarlos en las Chimeneas.
El canal fue fácilmente atravesado y la piragua se acercó a la orilla opuesta del islote con precaución, para el caso en que anduvieran por aquella parte los piratas. Pero, después de una atenta observación, parecía evidente que el islote estaba desierto. Así, pues, Ayrton, seguido de Pencroff, lo atravesó con paso rápido, asustando a las aves anidadas en los huecos de las rocas; después, sin vacilar, se arrojó al mar y nadó, sin que se oyera el más leve rumor, en dirección al buque, cuyos faroles, encendidos poco antes, indicaban la situación exacta.
Pencroff se ocultó en un barranco de la orilla, esperando la vuelta de su compañero.
Entretanto, Ayrton nadaba con brazo vigoroso y se deslizaba a través de la sábana de agua, sin producir el más ligero estremecimiento. Su cabeza apenas salía y sus ojos estaban fijos en la sombría masa del brick, cuyos faroles se reflejaban en el mar. No pensaba más que en el deber que había prometido cumplir y no en los peligros que corría a bordo del buque y en aquellos parajes frecuentados por los tiburones. La corriente lo llevaba hacia el buque y se alejaba rápidamente de la costa.
Media hora después Ayrton, sin haber sido visto ni oído, se deslizaba entre dos aguas, llegaba al buque y se agarraba con una mano al barbiquejo del bauprés.
Respiró y levantándose sobre las cadenas, llegó hasta el extremo del espolón. Allí se secaban unos calzones de marino; se puso uno y escuchó.
Nadie dormía a bordo del brick: unos discutían, otros cantaban, otros reían. He aquí las frases principales que, acompañadas de juramentos, impresionaron más a Ayrton:
—Buena adquisición la de nuestro brick.
—Marcha bien el Speedy (ligero) y merece su nombre.
—Aunque toda la marina del Norfolk viniera a cazarnos, perdería el tiempo.
—¡Hurra por su comandante!
—Hurra por Bob Harvey.
Se comprenderá la sensación que debió experimentar Ayrton, al oír esta observación, cuando se sepa que este Bob Harvey era uno de los antiguos compañeros de Australia, marino audaz, que había tomado a cargo la continuación de sus criminales proyectos. Bob Harvey se había apoderado en las aguas de la isla de Norfolk de aquel brick que iba cargado de armas, municiones, utensilios y herramientas de toda especie destinados a una de las islas de Sandwich. Había llevado a bordo toda su partida y aquellos miserables, convertidos en piratas, después de haber sido presidiarios, recorrían el Pacífico destruyendo los buques, asesinando las tripulaciones y mostrándose más feroces que los mismos malayos.
Los presidiarios hablaban en voz alta, referían sus proezas bebiendo desmesuradamente y Ayrton pudo entender la siguiente relación:
La tripulación del Speedy se componía únicamente de presidiarios ingleses fugados de Norfolk. Ahora diremos lo que es Norfolk.
A los 29° 2' de latitud sur y de 165° 42' de longitud este, al este de la Australia, hay un islote de seis leguas de circunferencia, dominado por el monte Pitt, que se levanta mil cien pies sobre el nivel del mar. Esta es la isla de Norfolk, donde el Gobierno inglés tiene un establecimiento para encerrar a los sentenciados más incorregibles de sus penitenciarías. Allí se encuentran unos quinientos hombres sometidos a una disciplina de hierro, bajo la amenaza de castigos terribles, guardados por ciento cincuenta soldados y otros tantos empleados, a las órdenes de un gobernador. Sería difícil imaginar una reunión de maleantes peor que esta. A veces, aunque muy pocas, a pesar de la excesiva vigilancia de que son objeto, algunos logran escaparse y apoderándose de los barcos que pueden sorprender, recorren los archipiélagos de Polinesia.
Esto había hecho Bob Harvey y sus compañeros y esto es lo que en otro tiempo había querido hacer Ayrton. Bob Harvey se había apoderado del brick Speedy, que estaba anclado a la vista de Norfolk; la tripulación había sido asesinada y desde hacía un año, aquel buque, convertido en pirata, recorría los mares del Pacífico bajo el mando de Harvey, en otro tiempo, capitán de un bergantín y ahora, corsario de mares, a quien Ayrton conocía muy bien.
Los piratas estaban en su mayor parte reunidos en la toldilla, a popa del buque, pero algunos, tendidos sobre el puente, hablaban en voz alta.
La conversación continuaba en medio de los gritos y libaciones y por ella supo Ayrton que solo la casualidad había llevado al Speedy a la vista de la isla Lincoln. Bob Harvey jamás había estado en ella, pero, como había presumido Cyrus Smith, hallando en su rumbo aquella tierra desconocida cuya situación no estaba indicada en ninguna carta, había proyectado visitarla y en caso necesario, si le convenía, hacer de ella el puerto de refugio de su brick.
En cuanto al pabellón negro enarbolado en la cangreja del Speedy y el cañonazo que había disparado a ejemplo de los buques de guerra en el momento en que despliegan sus colores, no eran más que pura baladronada de piratas. No era una señal y ninguna comunicación existía entre los evadidos de Norfolk y la isla Lincoln.
La posesión de los colonos estaba amenazada de peligro. Evidentemente la isla, con su aguada fácil, su puertecito, sus recursos de toda especie tan aprovechados por los colonos, sus ocultas profundidades del Palacio de granito, podía convenir a los bandidos; en sus manos podría llegar a ser un excelente sitio de refugio y por el hecho que era desconocida, les aseguraría durante mucho tiempo, quizá, la impunidad y la seguridad. Era también evidente que no respetarían la vida de los colonos y que el primer cuidado de Bob Harvey y de sus cómplices sería asesinarlos sin misericordia. Cyrus Smith y los suyos no tenían el recurso de huir u ocultarse en la isla, pues los piratas pensaban residir en ella y en caso de que el Speedy partiese para alguna expedición, era probable que dejara en la isla algunos hombres de la tripulación para guardar el establecimiento. Así, pues, era preciso combatir, era preciso destruir hasta el último de aquellos miserables, indignos de piedad y contra los cuales todo medio sería bueno.
Esto es lo que pensó Ayrton y sabía perfectamente que Cyrus Smith sería de su parecer. ¿Pero era posible la resistencia y sobre todo la victoria? Esto dependía del armamento del brick y el número de hombres que lo tripulaban.
Ayrton decidió saberlo a toda costa. Como una hora después de su llegada las voces y los gritos se habían calmado y gran número de los bandidos estaban sumergidos en el sueño de la embriaguez, no vaciló en aventurarse sobre el puente del Speedy, envuelto, a la sazón, en una oscuridad profunda por haberse apagado los faroles.
Subió sobre el espolón y por el bauprés llegó al alcázar de proa. Deslizándose entre los presidiarios tendidos a uno y otro lado, dio la vuelta al buque y reconoció que estaba armado de cuatro cañones que debían lanzar balas de ocho a diez libras. Observó también, por el tacto, que aquellos cañones se cargaban por la culata, que eran piezas modernas de fácil uso y de un efecto terrible.
En cuanto a los hombres tendidos sobre el puente, debían ser unos diez, pero era de suponer que hubiese muchos más durmiendo en el interior del brick. Por otra parte, al escucharlos, había creído comprender que eran cincuenta a bordo, número demasiado grande para que pudieran resistir los seis colonos de la isla Lincoln. Pero en fin, gracias al sacrificio que hacía Ayrton, Cyrus Smith no sería sorprendido: conocería la fuerza de sus enemigos y tomaría sus precauciones.
No quedaba a Ayrton más que hacer que volver a dar cuenta a sus compañeros del resultado de la misión de que se había encargado y con esa idea se dispuso a regresar a la proa del brick a fin de dejarse caer al mar.
Pero en aquel momento se le ocurrió una idea heroica a aquel hombre que, según había dicho, quería hacer más que su deber: sacrificar su vida, salvando al mismo tiempo la isla y los colonos. Era indudable que Cyrus Smith no podría resistir a cincuenta bandidos bien armados y que penetrando a viva fuerza en el Palacio de granito, o sitiando por hambre a los colonos, los vencerían. Se representó a sus salvadores, a los que le habían convertido en hombre y a los que debía todo, muertos sin piedad, destruidas sus obras y cambiada la isla en nido de piratas. Se dijo que él era la causa primera de tantos desastres, puesto que su antiguo compañero Bob Harvey no había hecho más que realizar los proyectos que él había concebido y un sentimiento de horror se le escapó de todo su ser, al mismo tiempo que un deseo irresistible de hacer volar el brick con todos los hombres que llevaba a bordo. Él perecería en la explosión, pero habría cumplido con su deber.
Ayrton no vaciló. Llegar a la santabárbara, que está siempre situada a popa de todo buque, era cosa fácil. No podía dejar de llevar pólvora un buque que hacía semejante oficio y bastaría una chispa para aniquilarlo en un instante.
Ayrton bajó con precaución al entrepuente, cubierto de bandidos, a quienes la embriaguez más que el sueño tenía dormidos. Al pie del palo mayor había un farol encendido, alrededor del cual se veía un armero guarnecido de armas de fuego de todas especies.
Ayrton tomó un revólver, asegurándose primero de que estaba cargado y cebado: no necesitaba más que consumar la obra de destrucción. Se adelantó con precaución hacia popa para llegar bajo la toldilla del brick, donde debía estar la santabárbara. Sin embargo, por aquel entrepuente, escasamente iluminado, era difícil andar sin tropezar con algún bandido que no estuviera profundamente dormido. De aquí que los juramentos y golpes obligaron a Ayrton, más de una vez, a suspender su marcha. Pero, al fin, llegó al tabique que cerraba el cuerpo de popa y halló la puerta que debía darle acceso a la santabárbara. Obligado a forzar aquella puerta, puso manos a la obra.
Era tarea difícil de llevar a cabo sin ruido, porque se trataba de romper un candado; pero, bajo la mano vigorosa de Ayrton, el candado saltó y quedó abierta la puerta…
En aquel momento un brazo se apoyó sobre el hombro de Ayrton.
—¿Qué haces ahí? —preguntó con voz ronca un hombre alto, que, levantándose en la oscuridad, llevó bruscamente al rostro de Ayrton la luz de una linterna.
Ayrton se echó hacia atrás. A la luz de la linterna había conocido a su antiguo cómplice, Bob Harvey. Este, sin embargo, no podía reconocerlo, pues le creía muerto.
—¿Qué haces ahí? —volvió a decir Bob Harvey asiendo a Ayrton por la cintura del calzón.
Pero Ayrton, sin responder, rechazó vigorosamente al jefe de los bandidos y trató de lanzarse a la santabárbara. Un tiro de revólver en medio de aquellos toneles de pólvora y todo habría concluido.
—¡A mí, muchachos! —gritó Bob Harvey.
Dos o tres piratas, despertados a su voz, se habían levantado y arrojándose sobre Ayrton, trataron de derribarlo. El vigoroso Ayrton se desembarazó de ellos. Resonaron dos tiros de revólver y dos bandidos cayeron, pero una puñalada, que no pudo parar, penetró en la carne por el hombro.
Ayrton comprendió que no podía ejecutar su proyecto. Bob Harvey había vuelto a cerrar la puerta de la santabárbara y en el entrepuente se había producido un movimiento que indicaba que todos los piratas despertaban. Era preciso que Ayrton se reservase para combatir al lado de Cyrus Smith y por consiguiente, no le quedaba más remedio que huir. ¿Pero era posible la fuga? Era por lo menos dudosa, aunque Ayrton estaba resuelto a intentarlo todo para volverse a reunir con sus compañeros.
Podía tirar aún cuatro tiros. Dos resonaron inmediatamente, uno de los cuales fue dirigido contra Bob Harvey y no lo hirió, al menos gravemente y Ayrton, aprovechando el movimiento de retroceso de sus adversarios, se precipitó hacia la escalera para subir al puente del brick. Al pasar por delante del farol, lo rompió de un culatazo de su revólver y todo quedó sumergido en una oscuridad profunda, que debía favorecer su fuga.
Dos o tres piratas, despertados por el ruido; bajaban por la escalera en aquel momento. Ayrton disparó el quinto tiro y derribó a uno, mientras los otros desaparecieron, no comprendiendo nada de lo que pasaba. Después, Ayrton, en dos saltos, se halló sobre el puente del brick y descargando por última vez su revólver en la cara de un pirata que acababa de asirlo por el cuello, subió sobre la obra muerta y se precipitó al mar.
No había nadado seis brazas el fugitivo, cuando llovieron las balas a su alrededor como granizo.
Excusado es decir cuáles serían las emociones de Pencroff, que estaba oculto tras una roca del islote y las de Cyrus Smith, el periodista, Harbert y Nab, escondidos en las Chimeneas, cuando oyeron aquellas detonaciones a bordo del brick. Todos se lanzaron a la playa y echándose los fusiles a la cara, se mantuvieron dispuestos a rechazar la agresión.
Para ellos no había duda: Ayrton, sorprendido por los piratas, había sido asesinado y quizá aquellos miserables iban a aprovecharse de la noche para hacer un desembarco en la isla.
Pasaron media hora en una ansiedad mortal. Sin embargo, las detonaciones habían cesado y Ayrton y Pencroff no volvían. ¿Había sido invadido el islote? ¿Debían correr en auxilio de Ayrton y de Pencroff? Pero ¿cómo? La marea alta, en aquel momento, hacía el canal infranqueable; la piragua no estaba allí. Cyrus Smith y sus compañeros estaban poseídos de la más horrible inquietud.
En fin, como a las doce y media, una piragua con dos hombres se acercó a la playa. Eran Ayrton, ligeramente herido en el hombro y Pencroff, sano y salvo, a quienes sus amigos recibieron con los brazos abiertos.
Inmediatamente todos se refugiaron en las Chimeneas. Allí Ayrton contó lo que había pasado y no ocultó el proyecto que había tenido de volar el brick, proyecto que había estado a punto de ejecutar.
Todas las manos se tendieron hacia Ayrton, el cual no disimuló a los colonos la gravedad de la situación. Los piratas estaban alerta y sabían que la isla Lincoln estaba habitada. Desembarcarían muchos y bien armados; no respetarían nada y si los colonos caían en sus manos, no tenían que esperar misericordia.
—Pues bien, sabremos morir —dijo el periodista.
—Volvamos a las Chimeneas y vigilemos —añadió el ingeniero.
—¿Tenemos alguna probabilidad de salvación, señor Cyrus? —preguntó el marino.
—Sí, Pencroff.
—¡Hum! ¡Seis contra cincuenta!
—Sí, seis… sin contar…
—¿Quién? —preguntó Pencroff.
Cyrus no respondió, pero señaló al cielo con la mano.