Construyen un ascensor y fabrican vidrio
El mal tiempo. — El ascensor hidráulico. — Fabricación del vidrio y del cristal. — El árbol del pan. — Visitas frecuentes al corral. — Crecimiento de la cabaña ganadera. — Un asunto digno de atención. — Coordenadas exactas de la Isla Lincoln. — Propuesta de Pencroff.
El tiempo cambió durante la primera semana de marzo. Al principio del mes había entrado el plenilunio y los calores continuaban siendo excesivos; se veía que la atmósfera estaba impregnada de electricidad y se temía un período de tiempo tempestuoso.
En efecto, el día 2, los truenos retumbaron con violencia. El viento soplaba del este y el granizo atacó directamente la fachada del Palacio de granito, estallando como descargas de metralla. Fue preciso cerrar herméticamente la puerta y los postigos de las ventanas, sin lo cual hubiera quedado inundado todo el interior de las habitaciones.
Pencroff, al ver caer aquel granizo, que tenía el tamaño de huevo de paloma, solo pensó en que su campo de trigo corría grave peligro.
Acudió inmediatamente al terreno, donde las espigas comenzaban ya a levantar su cabecita verde y con una gruesa tela protegió su cosecha. En cambio fue bastante lapidado, pero no se quejó.
El mal tiempo duró ocho días, durante los cuales no cesó de retumbar el trueno por las profundidades del cielo. Entre dos tempestades se le oía también tabletear sordamente más allá de los límites del horizonte y después volvía a resonar cerca con furor. El cielo estaba surcado de relámpagos y el rayo hirió muchos árboles de la isla, entre otros un enorme pino, que se levantaba cerca del lago, en la linde del bosque. Dos o tres veces también cayeron chispas eléctricas en la playa, fundiendo la arena y vitrificándola. Habiendo encontrado después algunas de esas fulguritas, se le ocurrió al ingeniero la idea de que sería posible proveer de ventanas de vidrios espesos y sólidos, que pudieran desafiar el viento, la lluvia y el granizo.
Los colonos, no teniendo trabajos urgentes que ejecutar fuera de casa, se aprovecharon del mal tiempo para trabajar en el interior del Palacio de granito, completando el mueblaje y perfeccionándolo. El ingeniero instaló un torno, que le permitía dar forma a algunos utensilios de tocador o de cocina y particularmente hacer botones, cuya falta se notaba. Se había dispuesto también un armero para las armas, que estaban cuidadas con esmero; ni los vacares ni los armarios necesitaban más atenciones. Los colonos serraban, cepillaban, limaban o torneaban durante todo aquel período de tiempo, sin que se oyera más que el chirrido de los instrumentos o los ronquidos del torno, que respondía a los bramidos del trueno.
No habían olvidado a maese Jup, que ocupaba un cuarto aparte, cerca del almacén general, especie de alcoba con una buena cama siempre blanda, que le venía a pelo.
—A este buen Jup jamás hay que reprenderlo —decía con frecuencia Pencroff—. No es respondón ni se queja nunca. ¡Qué criado, Nab, qué criado!
—Mi discípulo —respondía Nab— y que pronto estará a la par.
—Tu superior —contestaba riendo el marino— porque tú hablas y él es mudo.
Huelga decir que Jup estaba al corriente del servicio, limpiaba la ropa, daba vueltas al asador, barría las habitaciones y servía la mesa; arreglaba la leña en la chimenea y (cosa que encantaba a Pencroff) no se iba a acostar sin saludar al marino en su cama.
En cuanto a la salud de los miembros de la colonia, bípedos, cuadrumanos o cuadrúpedos, no dejaba nada que desear. Con aquella vida al aire libre, en aquel clima saludable, bajo aquella zona templada, trabajando con la cabeza y con las manos, no podían creer que enfermarían.
Todos gozaban de maravillosa salud y Harbert había crecido más de dos pulgadas en un año. Su rostro se formaba y se hacía más varonil, prometiendo ser un hombre tan completo en lo físico como en lo moral. Por lo demás, aprovechaba para instruirse todos los ratos que le dejaban libres las ocupaciones manuales, leía todos los libros encontrados en el cajón y además de las lecciones prácticas que le daba la necesidad de su posición, encontraba en el ingeniero para las ciencias y en el periodista para lo que toca a las lenguas, maestros que se complacían en completar su educación.
La idea fija del ingeniero era transmitir al joven todo lo que sabía, instruirlo con el ejemplo tanto como con la palabra; y Harbert se aprovechaba de las lecciones de su profesor.
«Si yo muero —pensaba Cyrus Smith— él me reemplazará».
La tempestad terminó hacia el 9 de marzo, pero el cielo quedó cubierto de nubes durante todo este último mes de verano. La atmósfera, violentamente turbada por aquellas conmociones eléctricas, no pudo recobrar su pureza anterior y hubo casi invariablemente lluvias y nieves, salvo tres o cuatro días buenos que favorecieron toda especie de excursiones.
Por aquella época el onagro hembra dio a luz una pollina, que todos acogieron con satisfacción. En la dehesa hubo, en las mismas circunstancias, aumento del rebaño de muflones y muchos corderos balaban bajo los cobertizos, con alegría de Nab y de Harbert, cada uno de los cuales tenía su favorito entre los recién nacidos.
Se intentó también un ensayo de domesticación de los saínos, ensayo que produjo resultados satisfactorios. Construyeron una pocilga cerca del corral y bien pronto se instalaron en ella varios saínos para domar, o sea engordar bajo los cuidados de Nab. Maese Jup, encargado de llevarles el alimento cotidiano, las aguas del fregadero, los desperdicios de la cocina, etc., desempeñaba concienzudamente su tarea. Es verdad que a veces se divertía a expensas de sus pequeños pensionistas tirándoles del rabo, pero aquello era juego y no malignidad, porque aquellas colillas retorcidas le divertían como un juguete y su instinto era el de un niño.
Un día de aquel mes de marzo, Pencroff, hablando con el ingeniero, le recordó una promesa que este no había tenido tiempo de cumplir.
—Me habló usted cierto día de un aparato que suprimiría las escaleras del Palacio de granito. ¿No piensa usted establecerlo pronto, señor Cyrus?
—¿Quiere usted hablar de una especie de ascensor? —dijo Cyrus Smith.
—Llamémosle ascensor, si usted quiere —contestó el marino—. El nombre es lo de menos, con tal que sea una cosa que nos suba y nos baje sin trabajo por nuestra parte.
—Nada más fácil, Pencroff; pero ¿lo cree usted útil?
—Indispensable, señor Cyrus. Después de encontrar lo necesario, hay que pensar un poco en las comodidades. Para las personas tal vez sería un artículo de lujo, pero no se puede decir lo mismo respecto de las cosas. No es muy cómodo trepar por una larga escala con una pesada carga sobre los hombros.
—Pues bien, Pencroff, procuraré complacerlo —dijo el ingeniero.
—Pero ¿tiene usted ya alguna máquina?
—La haremos.
—¿Una máquina de vapor?
—No, de agua.
Y en efecto, para manejar su aparato, tenía allí el ingeniero una fuerza natural que podía utilizar fácilmente. Bastaba aumentar el caudal de la pequeña derivación hecha al lago para abastecer de agua el Palacio de granito. El orificio abierto entre las piedras en el extremo superior del desagüe fue ensanchado, lo cual produjo en el fondo del corredor un gran salto, cuyo sobrante se dirigió hacia el pozo interior. Por debajo de aquel salto el ingeniero instaló un cilindro provisto de paletas, que se relacionaba al exterior con una rueda rodeada de un fuerte cable, que sostenía una especie de banasta. De esta manera, mediante una cuerda que caía hasta el suelo y que permitía poner en acción o suspender el motor hidráulico, se subía la banasta hasta la puerta del Palacio de granito.
El 17 de marzo comenzó a funcionar el ascensor, con gran satisfacción para todos. Desde aquel día los pesos, maderas, carbón, provisiones y los colonos mismos, fueron izados por aquel sistema tan sencillo, que reemplazó a la escalera primitiva, que nadie echó de menos. Top se mostró particularmente satisfecho de aquella mejora, porque no tenía ni podía tener la destreza de maese Jup para trepar por la escalera y muchas veces había debido hacer la ascensión al Palacio de granito a hombros de Nab y hasta en los del orangután.
Por aquella época, también Cyrus Smith trató de fabricar vidrio, para lo cual, en primer lugar, debió adaptar a este nuevo destino el antiguo horno de alfarería. Esto presentaba grandes dificultades, pero, después de varios ensayos infructuosos, acabó por montar un taller de vidriería, en que Gédéon Spilett y Harbert, ayudantes del ingeniero, no dejaron de trabajar durante varios días.
Las sustancias que entran en la composición del cristal son únicamente arena, greda y sosa (carbonato o sulfato). Ahora bien, la playa daba la arena, la cal suministraba la greda, las plantas marinas producían la sosa, las piritas el ácido sulfúrico y el suelo la hulla para calentar el horno a la temperatura requerida. Cyrus Smith se hallaba, pues, en las condiciones óptimas para operar.
El instrumento cuya fabricación ofreció más dificultades fue la caña de vidriero, tubo de hierro de cinco a seis pies de longitud, que sirve para recoger en uno de los extremos el material que se mantiene en estado de fusión. Pero por medio de una tira de hierro, larga y delgada, que fue arrollada como un cañón de fusil, logró Pencroff fabricar la caña, que estuvo pronto en estado de funcionar.
El 28 de marzo se calentó el horno. Cien partes de arena, treinta y cinco de greda, cuarenta de sulfato de sosa, mezcladas con dos o tres partes de carbón en polvo, compusieron la sustancia que fue depositada en los crisoles de tierra refractaria; y cuando la elevada temperatura del horno la hubo reducido al estado pastoso, Cyrus Smith tomó con la caña cierta cantidad de aquella pasta, la volvió y revolvió sobre una placa de metal previamente dispuesta, de manera que le pudiera dar la forma conveniente por medio del soplete; y después pasó la caña a Harbert, encargándole que soplase por el otro extremo.
—¿Como para hacer pompas de jabón? —preguntó el joven.
—Exactamente —respondió el ingeniero.
Y Harbert, hinchando los carrillos, sopló tanto y tan bien por la caña, teniendo cuidado de hacerla girar sin cesar, que su soplo dilató la masa vítrea. Otras cantidades de sustancia en fusión se añadieron a la primera y resultó pronto una bola hueca, que medía un pie de diámetro. Entonces Cyrus Smith tomó la caña de manos de Harbert e, imprimiéndole un movimiento de péndulo, acabó por alargar la bola maleable, hasta darle una forma cilíndrico-cónica.
La operación del soplo había producido un cilindro de vidrio, terminado por dos casquetes esféricos, que fácilmente fueron separados por medio de un hierro cortante, mojado en agua fría; después fue hendido en toda su longitud y habiéndole hecho maleable por medio de un segundo calentamiento, fue extendido sobre una lámina y hecho plano mediante un rodillo de madera.
El primer vidrio de ventana estaba fabricado y bastaba repetir cincuenta veces la operación para tener cincuenta. Así las ventanas del Palacio de granito quedaron guarnecidas de placas diáfanas, no muy blancas quizá, pero bastante transparentes.
En cuanto a la cristalería de vasos, botellas, etc., la fabricación no fue más que un juego y por lo demás se la aceptaba como salía del extremo de la caña.
Pencroff había pedido el favor de soplar, y era un placer para él, pero soplaba tan fuerte, que sus productos tomaban las formas más extrañas y divertidas; formas que, sin embargo, le regocijaban y le causaban admiración.
Durante una de las excursiones que se hicieron por aquella época, se descubrió un árbol nuevo, cuyos productos vinieron a aumentar los recursos alimenticios de la colonia.
Habiendo salido de caza Cyrus Smith y Harbert, se aventuraron un día por el bosque del Far-West, a la izquierda del río de la Merced y como siempre, el joven hacía mil preguntas al ingeniero, a las cuales este respondía de buen grado; pero sucede con la caza como con toda ocupación en este mundo, que, cuando no se ejerce con el celo y el cuidado necesarios, no suele producir grandes resultados. Como Cyrus Smith no era cazador y por otra parte, Harbert hablaba de física y de química aquel día muchos canguros, cabiayes y agutíes pasaron a tiro y sin embargo, se libraron del fusil del joven. Estando el día muy avanzado, los dos cazadores podían haber hecho una excursión inútil, cuando Harbert, deteniéndose y dando un grito de júbilo, exclamó:
—¡Ah, señor Cyrus! ¿Ve usted este árbol?
Y le enseñó un arbusto más bien que un árbol, porque se componía de tallo ancho, revestido de una corteza escamosa con hojas agudas de pequeñas venas paralelas.
—¿Y qué árbol es ese, que se parece un poco a la palmera? —preguntó Cyrus Smith.
—Es un Cycas revoluta, cuyo dibujo tengo en nuestro diccionario de historia natural.
—¿No da fruto ese árbol?
—No, señor Cyrus —contestó Harbert—; pero su tronco contiene una harina que la naturaleza nos da completamente molida y dispuesta.
—¿Será el árbol del pan?
—Sí, el árbol del pan.
—Pues bien, hijo mío —contestó el ingeniero— ese es un descubrimiento precioso, mientras recogemos nuestra cosecha de trigo. ¡Manos a la obra y quiera el cielo que no te hayas engañado!
Harbert no se había engañado. Rompió el tronco de un Cycas, que se componía de un tejido glandular y contenía cierta cantidad de médula farinácea atravesada de fibras leñosas, separadas por anillos de la misma sustancia dispuestos concéntricamente. Se mezclaba con esta fécula un jugo mucilaginoso de un sabor desagradable, pero que era fácil separar de ella por la presión. La sustancia celular formaba una verdadera harina, de calidad superior y alimenticia y cuya exportación estaba prohibida antiguamente por leyes japonesas.
Cyrus Smith y Harbert, después de haber estudiado perfectamente la parte del Far-West donde crecían los Cycas, pusieron señales para encontrarla y volvieron al Palacio de granito, donde dieron a conocer su descubrimiento.
Al día siguiente, los colonos fueron a hacer la recolección y Pencroff, cada vez más entusiasmado con su isla, decía al ingeniero:
—Señor Cyrus, ¿cree que hay islas para náufragos?
—¿Qué quiere decir con eso, Pencroff?
—Quiero decir, islas creadas especialmente para que en ellas se verifique un naufragio y en las cuales los pobres diablos puedan ir tirando.
—Es posible —contestó sonriéndose el ingeniero.
—Es cierto —añadió Pencroff— y no es menos cierto que la isla Lincoln es una de ellas.
Los colonos volvieron al Palacio de granito con una gran cosecha de Cycas. El ingeniero montó una prensa para extraer el jugo mucilaginoso que venía mezclado con la fécula y obtuvo una notable cantidad de harina, que en manos de Nab se transformó en tortas y en panecillos. No era todavía aquel el verdadero pan de trigo, pero se le acercaba mucho.
En aquella época el onagro hembra, las cabras y las ovejas de la dehesa empezaron a dar leche para la colonia.
Así, el carro, o por mejor decir, una especie de carricoche que le había reemplazado, hacía frecuentemente viajes a la dehesa y cuando tocaba a Pencroff este servicio, se llevaba a Jup y le hacía guiar, cosa que el orangután hacía perfectamente, chasqueando el látigo con su habitual inteligencia.
Todo prosperaba en la dehesa y en el Palacio de granito y verdaderamente los colonos no tenían nada de qué quejarse, a excepción del alejamiento de su patria. Por otra parte, se habían acostumbrado tanto a aquella vida y a la residencia en aquella isla, que no habrían abandonado sin sentimiento su suelo hospitalario.
Sin embargo, el amor a la patria ocupa tal lugar en el corazón del hombre, que, si impensadamente se hubiera presentado algún buque a la vista de la isla, los colonos le habrían hecho señales, le habrían llamado y se habrían embarcado en él. Entretanto, pasaban aquella existencia feliz y más bien teniendo el temor que el deseo de que un acontecimiento cualquiera viniese a interrumpirla.
Pero ¿quién puede jactarse de haber fijado la rueda de la fortuna y de hallarse al abrigo de sus reveses?
De todos modos, la isla Lincoln, que los colonos habitaban hacía ya más de un año, era con frecuencia objeto de sus conversaciones y un día se hizo una observación que posteriormente debía producir graves consecuencias.
Era el 1.º de abril, un domingo de Pascua y Cyrus Smith y sus compañeros lo habían santificado con el descanso y la oración. Era un día estupendo, como el uno de octubre en el hemisferio boreal.
Por la tarde, después de comer, se habían reunido todos bajo el cenador al extremo de la meseta de la Gran Vista y miraban extenderse la noche por el horizonte. Nab les había servido algunas tazas de aquella infusión de granos de saúco que reemplazaba al café.
Se hablaba de la isla y de su situación aislada en el Pacífico, cuando Gédéon Spilett dijo:
—Mi querido Cyrus, desde que tenemos el sextante que vino en el cajón, ¿no ha examinado usted de nuevo la posición de nuestra isla?
—No —contestó el ingeniero.
—Pues creo que sería conveniente hacerlo, ya que tenemos un instrumento más perfecto que el que usted ha empleado.
—¿Para qué? —dijo Pencroff—. La isla está bien donde está.
—Sin duda —repuso Gédéon Spilett— pero ha podido suceder que por causa de la imperfección de los aparatos las observaciones no hayan sido exactas y ya que es fácil comprobar la operación…
—Tiene usted razón, mi querido Spilett —repuso el ingeniero— y habría debido hacer esa comprobación antes de ahora, aunque creo que, si he cometido algún error, no debe pasar de cinco grados en longitud o latitud.
—¿Y quién sabe —dijo el corresponsal— si no estamos mucho más cerca de una tierra habitada de lo que creemos?
—Lo sabremos mañana —contestó Cyrus Smith—. Si no hubiéramos tenido tantas ocupaciones, que no me han dejado un momento, lo sabríamos ya.
—Bueno —dijo Pencroff—; el señor Cyrus es demasiado buen observador para haberse engañado y si la isla no se ha movido de su sitio, es indudable que está donde el señor Cyrus la ha puesto.
—Ya veremos.
Siguió de esta conversación que al día siguiente, por medio del sextante, el ingeniero hizo las observaciones necesarias para comprobar la exactitud de las coordenadas que había obtenido y el resultado de la operación fue el siguiente:
Su primera observación le había dado la situación de la isla Lincoln de este modo:
En longitud oeste: de 150° a 155°.
En latitud sur: de 30° a 35°.
La segunda observación dio exactamente:
En longitud oeste: 150° 30'.
En latitud sur: 35° 57'.
Así, a pesar de la imperfección de sus aparatos, Cyrus Smith había operado con tanta habilidad, que su error no había pasado de cinco grados.
—Ahora —dijo Gédéon Spilett—, puesto que poseemos un atlas al mismo tiempo que un sextante, veamos, mi querido Cyrus, la posición que la isla Lincoln ocupa exactamente en el Pacífico.
Harbert trajo el atlas, que, como es sabido, había sido publicado en Francia y que por consiguiente tenía la nomenclatura en lengua francesa.
Desdoblada la carta del Pacífico, el ingeniero, con el compás en la mano, se dispuso a determinar la situación de la isla. De repente levantó el compás y dijo:
—¡Pero si existe ya una isla en esta parte del Pacífico!
—¡Una isla! —exclamó Pencroff.
—La nuestra, sin duda —respondió Gédéon Spilett.
—No —contestó Cyrus Smith—. Esta isla está situada a 153° de longitud oeste y 37° y 11' de latitud sur, es decir, a dos grados y medio más al oeste y a dos grados más al sur de la isla Lincoln.
—¿Y cuál es esa isla? —preguntó Harbert.
—La isla Tabor.
—¿Y es importante?
—No, es un islote perdido en el Pacífico y que tal vez nunca ha sido visitado.
—Pues bien, lo visitaremos —dijo Pencroff.
—¿Nosotros?
—Sí, señor Cyrus; construiremos un barco con puente y yo me encargo de conducirlo. ¿A qué distancia estamos de esa isla Tabor?
—A unas ciento cincuenta millas hacia el nordeste —contestó Cyrus Smith.
—¿Ciento cincuenta millas? ¿Y qué es eso? —dijo Pencroff—. En cuarenta y ocho horas y con un buen viento podemos estar allí.
—Mas ¿para qué? —preguntó el corresponsal.
—¡Vete a saber! Ya lo veremos.
Y con esta respuesta se convino en construir una embarcación que pudiese hacerse a la mar, hacia el mes de octubre próximo, cuando volviese el buen tiempo.