Capítulo 33. Un continente desaparecido

El capitán Nemo no deja de asombrar a sus invitados. En esta ocasión, invita al profesor Aronnax a una nueva excursión submarina y nocturna, en esta ocasión sobre las ruinas submarinas de una continente desaparecido sobre el que se ha escrito mucho.

Capítulo 33. Un continente desaparecido

Al día siguiente, 19 de febrero, por la mañana, vi entrar al canadiense en mi camarote. Esperaba yo su visita. Estaba visiblemente disgustado.

-¿Y bien, señor? -me dijo.

-Y bien, Ned, el azar se puso ayer contra nosotros.

-Sí. Este condenado capitán tuvo que detenerse precisamente a la hora en que íbamos a fugarnos.

-Sí, Ned. Estuvo tratando un negocio con su banquero.

-¿Su banquero?

-O más bien su casa de banca; quiero decir que su banquero es este océano que guarda sus riquezas con más seguridad que las cajas de un Estado.

Relaté entonces al canadiense los hechos de la víspera, y lo hice con la secreta esperanza de disuadirle de su idea de abandonar al capitán. Pero mi relato no tuvo otro resultado que el de llevarle a lamentar enérgicamente no haber podido hacer por su cuenta un paseo por el campo de batalla de Vigo.

-¡En fin! -suspiró-. No todo está perdido. No es más que un golpe de arpón en el vacío. Lo lograremos en otra ocasión, tal vez esta misma noche si es posible.

-¿Cuál es la dirección del Nautilus? -le pregunté.

-Lo ignoro -respondió Ned.

-Bien, a mediodía lo sabremos.

El canadiense volvió junto a Conseil. Por mi parte, una vez vestido, fui al salón. El compás no era muy tranquilizador. El Nautilus navegaba con rumbo Sur sudoeste. Nos alejábamos de Europa.

Esperé con impaciencia que se registrara la posición en la carta de marear. Hacia las once y media se vaciaron los depósitos y nuestro aparato emergió a la superficie. Me lancé hacia la plataforma, en la que me había precedido Ned Land.

Ninguna tierra a la vista. Nada más que el mar inmenso. Algunas velas en el horizonte, de los barcos que van a buscar hasta el cabo San Roque los vientos favorables para doblar el cabo de Buena Esperanza. El cielo estaba cubierto, y se anunciaba un ventarrón.

Rabioso, Ned Land trataba de horadar con su mirada el horizonte brumoso, en la esperanza de que tras la niebla se extendiera la tierra deseada.

A mediodía, el sol se asomó un instante. El segundo de a bordo aprovechó el claro para tomar la altitud. El oleaje nos obligó a descender, y se cerró la escotilla.

Una hora después, al consultar el mapa vi que la posición del Nautilus se hallaba indicada en él a 16º 17' de longitud y 33º 22' de latitud, a ciento cincuenta leguas de la costa más cercana. Inútil era pensar en la fuga, y puede imaginarse la cólera del canadiense cuando le notifiqué nuestra situación.

En cuanto a mí, no me sentí muy desconsolado, sino, antes bien, aliviado del peso que me oprimía. Así pude reanudar, con una calma relativa, mi trabajo habitual.

Por la noche, hacia las once, recibí la inesperada visita del capitán Nemo, quien me preguntó muy atentamente si me sentía fatigado por la velada de la noche anterior, a lo que le respondí negativamente.

-Si es así, señor Aronnax, voy a proponerle una curiosa excursión.

-Le escucho, capitán.

-Hasta ahora no ha visitado usted los fondos submarinos más que de día y bajo la claridad del sol. ¿Le gustaría verlos en una noche oscura?

-Naturalmente, capitán.

-El paseo será duro, se lo advierto. Habrá que caminar durante largo tiempo y escalar una montaña. Los caminos no están en muy buen estado.

-Lo que me dice, capitán, redobla mi curiosidad. Estoy dispuesto a seguirle.

-Venga entonces conmigo a ponerse la escafandra.

Llegado al vestuario, vi que ni mis compañeros ni ningún hombre de la tripulación debía seguirnos en esa excursión. El capitán Nemo no me había propuesto llevar con nosotros a Ned y a Conseil.

En algunos instantes nos hallamos equipados, con los depósitos de aire a nuestras espaldas, pero sin lámparas eléctricas. Se lo hice observar al capitán, pero éste respondió:

-Nos serían inútiles.

Creí haber oído mal, pero no pude insistir pues la cabeza del capitán había desaparecido ya en su envoltura metálica. Acabé de vestirme, y noté que me ponían en la mano un bastón con la punta de hierro. Algunos minutos después, tras la maniobra habitual, tocábamos pie en el fondo del Atlántico, a una profundidad de trescientos metros.

Era casi medianoche. Las aguas estaban profundamente oscuras, pero el capitán Nemo me mostró a lo lejos un punto rojizo, una especie de resplandor que brillaba a unas dos millas del Nautilus. Lo que pudiera ser aquel fuego, así como las materias que lo alimentaban y la razón de que se revivificara en la masa líquida, era algo que escapaba por completo a mi comprensión. En todo caso, nos iluminaba, vagamente, es cierto, pero pronto me acostumbré a esas particulares tinieblas, y comprendí entonces la inutilidad en esas circunstancias de los aparatos Ruhmkorff.

El capitán Nemo y yo marchábamos uno junto al otro, directamente hacia el fuego señalado. El fondo llano ascendía insensiblemente. íbamos a largas zancadas, ayudándonos con los bastones, pero nuestra marcha era lenta, pues se nos hundían con frecuencia los pies en el fango entre algas y piedras lisas. Oía, mientras avanzaba, una especie de crepitación por encima de mi cabeza, que redoblaba a veces de intensidad y producía como un continuo chapoteo. No tardé en comprender que era el efecto de la lluvia que caía violentamente sobre la superficie. Instintivamente me vino la idea de que iba a mojarme. ¡Por el agua, en medio del agua! No pude impedirme reír ante una idea tan barroca. Pero es que hay que decir que bajo el pesado ropaje y la escafandra no se siente el líquido elemento y uno se cree en medio de una atmósfera un poco más densa que la terrestre.

Tras media hora de marcha, el suelo se hizo rocoso. Las medusas, los crustáceos microscópicos, las pennátulas lo iluminaban ligeramente con sus fosforescencias. Entreví montones de piedras que cubrían mifiones de zoófitos y matorrales de algas. Los pies resbalaban a menudo sobre el viscoso tapiz de algas y, sin mi bastón con punta de hierro, más de una vez me hubiera caído.

Cuando me volvía, veía el blanquecino fanal del Nautilus que comenzaba a palidecer en la lejanía. Las aglomeraciones de piedras de que acabo de hablar estaban dispuestas en el fondo oceánico según una cierta regularidad que no podía explicarme. Veía surcos gigantescos que se perdían en la lejana oscuridad y cuya longitud escapaba a toda evaluación. Habría otras particularidades de dificil interpretación. Me parecía que mis pesadas suelas de plomo iban aplastando un lecho de osamentas que producían secos chasquidos. ¿Qué era esa vasta llanura que íbamos recorriendo? Hubiera querido interrogar al capitán, pero su lenguaje de gestos que le permitía comunicarse con sus compañeros durante sus excursiones submarinas, me era todavía incomprensible.

La rojiza claridad que nos guiaba iba aumentando e inflamaba el horizonte. Me intrigaba poderosamente la presencia de ese foco bajo las aguas. ¿Eran efluvios eléctricos lo que allí se manifestaba? ¿Me hallaba acaso ante un fenómeno natural aún desconocido para los sabios de la tierra? ¿O tal vez -pues reconozco que la idea atravesó mi cerebro -se debía aquella inflamación a la mano del hombre? ¿Era ésta la que atizaba el incendio? ¿Acaso iba a encontrar, bajo esas capas profundas, a companeros, amigos del capitán Nemo, protagonistas como él de esa extraña existencia, a los que éste iba a visitar? ¿Hallaría yo allí una colonia de exiliados que, cansados de las miserias de la tierra, habían buscado y hallado la independencia en lo más profundo del océano? Todas estas locas ideas, estas inadmisibles figuraciones, me asaltaban en tropel, y en esa disposición de ánimo, sobreexcitado sin cesar por la serie de maravillas que pasaban ante mis ojos, no hubiera encontrado sorprendente la existencia de una de esas ciudades submarinas que soñaba el capitán Nemo.

Nuestro camino estaba cada vez más iluminado. El blanquecino resplandor irradiaba de la cima de una montaña de unos ochocientos pies de altura. Pero lo que yo veía no era una simple reverberación desarrollada por las aguas cristalinas. El foco de esa inexplicable claridad se hallaba en la vertiente opuesta de la montaña.

En medio de los dédalos de piedras que surcaban el fondo del Atlántico, el capitán Nemo avanzaba sin vacilación. Conocía la oscura ruta. No cabía duda de que la había recorrido a menudo y que no temía perderse. Yo le seguía con una confianza inquebrantable. Me parecía ser uno de los genios del mar, y al verlo andar ante mí, admiraba su alta estatura que se recortaba en negro sobre el fondo luminoso del horizonte.

Era ya la una de la madrugada. Habíamos llegado a las primeras rampas de la montaña. Pero para abordarlas había que aventurarse por los difíciles senderos de una vasta espesura. Sí, una espesura de árboles muertos, sin hojas, sin savia, árboles mineralizados por la acción del agua y de entre los que sobresalían aquí y allá algunos pinos gigantescos. Era como una hullera aún en pie, manteniéndose por sus raíces sobre el suelo hundido, y cuyos ramajes se dibujaban netamente sobre el techo de las aguas, a la manera de esas figuras recortadas en cartulina negra. Imagínese un bosque del Harz, agarrado a los flancos de una montaña, pero un bosque sumergido. Los senderos estaban llenos de algas y de fucos, entre los que pululaba un mundo de crustáceos. Yo iba escalando las rocas, saltando por encima de los troncos abatidos, rompiendo las lianas marinas que se balanceaban de un árbol a otro, y espantando a los peces que volaban de rama en rama. Excitado, no sentía la fatiga, y seguía a mi guía incansable.

¡Qué espectáculo tan indescriptible! ¡Cómo decir el aspecto de esos árboles y de esas rocas en ese medio líquido, el de sus fondos tenebrosos y el de sus cimas coloreadas de tonos rojizos bajo la claridad que difundía la potencia reverberante de las aguas! Escalábamos rocas que se venían en seguida abajo con el sordo fragor de un alud. A derecha e izquierda se abrían tenebrosas galerías por las que se perdía la mirada. De vez en cuando se abrían vastos calveros que parecían practicados por la mano del hombre, y yo me preguntaba a veces si no iba a aparecerse de repente algún habitante de esas regiones submarinas.

El capitán Nemo continuaba ascendiendo y yo le seguía audazmente, no queriendo quedarme rezagado. Mi bastón me prestaba un útil concurso, pues un solo paso en falso hubiese sido tremendamente peligroso en aquellos estrechos pasos tallados en los flancos de los abismos. Marchaba yo con pie firme, sin sentir la embriaguez del vértigo. Unas veces saltaba una grieta cuya profundidad me hubiese hecho retroceder en medio de los glaciares de la tierra, y otras me aventuraba sobre el tronco vacilante de los árboles tendidos como puentes sobre los abismos, sin mirar bajo mis pies, por no tener ojos más que para admirar los lugares salvajes de la región. Algunas rocas monumentales, inclinadas sobre sus bases irregularmente recortadas, parecían desafiar las leyes del equilibrio. Entre sus rodillas de piedra, crecían árboles como surtidores sometidos a una formidable presión, que sostenían a los que les soportaban a su vez. Torres naturales, amplios cortes tallados a pico, como cortinas, se inclinaban bajo un ángulo que las leyes de la gravitación no habrían autorizado en la superficie de las regiones terrestres.

Yo mismo no sentía esa diferencia debida a la poderosa densidad del agua, cuando, pese a mis pesados ropajes, mi esfera de cobre y mis suelas metálicas, me elevaba sobre pendientes de una elevación impracticable, que iba franqueando, por así decirlo, con la ligereza de una gamuza.

Bien sé que no podré ser verosímil con este relato de excursión bajo el agua. Yo soy el historiador de las cosas de apariencia imposible, que sin embargo son reales, incontestables. No he soñado. He visto y sentido.

A las dos horas de nuestra partida del Nautilus habíamos atravesado la línea de árboles, y ya, a cien pies por encima de nuestras cabezas, se erguía el pico de la montaña cuya proyección trazaba su sombra sobre la brillante irradiación de la vertiente opuesta. Algunos arbustos petrificados corrían aquí y allá en ondulantes zigzags. Los peces se levantaban en masa bajo nuestros pasos como pájaros sorprendidos en las altas hierbas. La masa rocosa estaba torturada por impenetrables anfractuosidades, profundas grutas, insondables agujeros en cuyos fondos oía yo removerse cosas formidables. La sangre me asaltaba a torrentes el corazón cuando veía una antena enorme cerrarme la ruta o cuando alguna pinza espantosa se cerraba ruidosamente en la sombra de las cavidades. Millares de puntos luminosos acribillaban las tinieblas. Eran los ojos de crustáceos gigantescos, agazapados en sus guaridas, de enormes bogavantes erguidos como alabarderos haciendo resonar sus patas con un estrépito de chatarra, titánicos cangrejos apuntados como cañones sobre sus cureñas, y pulpos espantosos entrelazando sus tentáculos como un matorral vivo de serpientes.

¿Qué mundo exorbitante era ese que yo no conocía aún? ¿A qué orden pertenecían esos articulados a los que las rocas daban un segundo caparazón? ¿Dónde había hallado la naturaleza el secreto de su existencia vegetativa, y desde cuántos siglos venían viviendo así en las últimas capas del océano? Pero no podía yo detenerme. Familiarizado con esos terribles animales, el capitán Nemo no paraba su atención en ellos. Habíamos llegado a una primera meseta, en la que me esperaban otras sorpresas. La de unas ruinas pintorescas que traicionaban la mano del hombre y no la del Creador. Eran vastas aglomeraciones de piedras entre las que se distinguían vagas formas de castillos, de templos revestidos de un mundo de zoófitos en flor y a los que en vez de hiedra las algas y los fucos revestían de un espeso manto vegetal.

Pero ¿qué era esta porción del mundo sumergida por los cataclismos? ¿Quién había dispuesto esas rocas y esas piedras como dólmenes de los tiempos antehistóricos? ¿Dónde estaba, adónde me había llevado la fantasía del capitán Nemo?

Hubiera querido interrogarle. No pudiendo hacerlo, le detuve, agarrándole del brazo. Pero él, moviendo la cabeza, y mostrándome la última cima de la montaña, pareció decirme: «Ven, sigue, continúa».

Le seguí, tomando nuevo impulso, y en algunos minutos acabé de escalar el pico que dominaba en una decena de metros toda esa masa rocosa.

Miré la pendiente que acabábamos de escalar. Por esa parte, la montaña no se elevaba más que de setecientos a ochocientos pies por encima de la llanura, pero por la vertiente opuesta dominaba desde una altura doble el fondo de esa porción del Atlántico. Mi mirada se extendía a lo lejos y abarcaba un vasto espacio iluminado por una violenta fulguración. En efecto, era un volcán aquella montaña. A cincuenta pies por debajo del pico, en medio de una lluvia de piedras y de escorias, un ancho cráter vomitaba torrentes de lava que se dispersaban en cascada de fuego en el seno de la masa líquida. Así situado, el volcán, como una inmensa antorcha, iluminaba la llanura inferior hasta los últimos límites del horizonte.

He dicho que el cráter submarino escupía lavas, no llamas. Las llamas necesitan del oxígeno del aire y no podrían producirse bajo el agua, pero los torrentes de lava incandescentes pueden llegar al rojo blanco, luchar victoriosamente contra el elemento líquido y vaporizarse a su contacto. Rápidas corrientes arrastraban a los gases en difusión y los torrentes de lava corrían hasta la base de la montaña como las deyecciones del Vesubio sobre otra Torre del Greco.

Allí, bajo mis ojos, abismada y en ruinas, aparecía una ciudad destruida, con sus tejados derruidos, sus templos abatidos, sus arcos dislocados, sus columnas yacentes en tierra. En esas ruinas se adivinaban aún las sólidas proporciones de una especie de arquitectura toscana. Más lejos, se veían los restos de un gigantesco acueducto; en otro lugar, la achatada elevación de una acrópolis, con las formas flotantes de un Partenón; allá, los vestigios de un malecón que en otro tiempo debió abrigar en el puerto situado a orillas de un océano desaparecido los barcos mercantes y los trirremes de guerra; más allá, largos alineamientos de murallas derruidas, anchas calles desiertas, toda una Pompeya hundida bajo las aguas, que el capitán Nemo resucitaba a mi mirada.

¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? Quería saberlo a toda costa, quería hablar, quería arrancarme la esfera de cobre que aprisionaba mi cabeza.

Pero el capitán Nemo vino hacia mí y me contuvo con un gesto. Luego, recogiendo un trozo de piedra pizarrosa, se dirigió a una roca de basalto negro y en ella trazó esta única palabra:

ATLANTIDA


¡Qué relámpago atravesó mi mente! ¡La Atlántida! ¡La antigua Merópide de Teopompo, la Atlántida de Platón, ese continente negado por Orígenes, Porfirio, Jámblico, D'Anville, Malte Brun, Humboldt, para quienes su desaparición era un relato legendario, y admitido por Posidonio, Plinio, Ammien Marcellin, Tertuliano, Engel, Sherer, Tournefort, Buffon y D'Avezac, lo tenía yo ante mis ojos, con el irrecusable testimonio de la catástrofe. Ésa era, pues, la desaparecida región que existía fuera de Europa, del Asia, de Libia, más allá de las columnas de Hércules. Allí era donde vivía ese pueblo poderoso de los atlantes contra el que la antigua Grecia libró sus primeras guerras.

Fue el mismo Platón el historiador que consignó en sus escritos las hazañas de aquellos tiempos heroicos. Su diálogo de Timeo y Critias fue, por así decirlo, trazado bajo la inspiración de Solón, poeta y legislador.

Un día, Solón tuvo una conversación con algunos sabios ancianos de Sais, ciudad cuya antigüedad se remontaba a más de ochocientos años, como lo testimoniaban sus anales grabados sobre los muros sagrados de sus templos. Uno de aquellos ancianos contó la historia de otra ciudad con miles de años de antigüedad. Esa primera ciudad ateniense, de novecientos siglos de edad, había sido invadida y destruida en parte por los atlantes, pueblo que, decía él, ocupaba un continente más grande que África y Asia juntas, con una superficie comprendida entre los doce y cuarenta grados de latitud norte. Su dominio se extendía hasta Egipto, y quisieron imponérselo también a Grecia, pero debieron retirarse ante la indomable resistencia de los helenos. Pasaron los siglos, hasta que se produjo un cataclismo acompañado de inundaciones y de temblores de tierra. Un día y una noche bastaron para la aniquilación de esa Atlántida, cuyas más altas cimas, Madeira, las Azores, las Canarias y las islas del Cabo Verde emergen aún.

Tales eran los recuerdos históricos que la inscripción del capitán Nemo había despertado en mí. Así, pues, conducido por el más extraño destino, estaba yo pisando una de las montañas de aquel continente. Mi mano tocaba ruinas mil veces seculares y contemporáneas de las épocas geológicas. Mis pasos se inscribían sobre los que habían dado los contemporáneos del primer hombre. Mis pesadas suelas aplastaban los esqueletos de los animales de los tiempos fabulosos, a los que esos árboles, ahora mineralizados, cubrían con su sombra.

¡Ah! ¡Cómo sentí que me faltara el tiempo para descender, como hubiera querido, las pendientes abruptas de la montaña y recorrer completamente ese continente inmenso que, sin duda, debió unir África y América, y visitar sus ciudades antediluvianas! Allí se extendían tal vez Majimos, la guerrera, y Eusebes, la piadosa, cuyos gigantescos habitantes vivían siglos enteros y a los que no faltaban las fuerzas para amontonar esos bloques que resistían aún a la acción de las aguas. Tal vez, un día, un fenómeno eruptivo devuelva a la superficie de las olas esas ruinas sumergidas. Numerosos volcanes han sido señalados en esa zona del océano, y son muchos los navíos que han sentido extraordinarias sacudidas al pasar sobre esos fondos atormentados. Unos han oído sordos ruidos que anunciaban la lucha profunda de los elementos y otros han recogido cenizas volcánicas proyectadas fuera del mar. Todo ese suelo, hasta el ecuador, está aún trabajado por las fuerzas plutónicas. Y quién sabe si, en una época lejana, no aparecerán en la superficie del Atlántico cimas de montañas ignívomas formadas por las deyecciones volcánicas y por capas sucesivas de lava. Mientras así soñaba yo, a la vez que trataba de fijar en mi memoria todos los detalles del grandioso paisaje, el capitán Nemo, acodado en una estela musgosa, permanecía inmóvil y como petrificado en un éxtasis mudo. ¿Pensaba acaso en aquellas generaciones desaparecidas y las interrogaba sobre el misterio del destino humano? ¿Era ése el lugar al que ese hombre extraño acudía a sumergirse en los recuerdos de la historia y a revivir la vida antigua, él que rechazaba la vida moderna? ¡Qué no hubiera dado yo por conocer sus pensamientos, por compartirlos, por comprenderlos!

Permanecimos allí durante una hora entera, contemplando la vasta llanura bajo el resplandor de la lava que cobraba a veces una sorprendente intensidad. Las ebulliciones interiores comunicaban rápidos estremecimientos a la corteza de la montaña. Profundos ruidos, netamente transmitidos por el medio líquido, se repercutían con una majestuosa amplitud.

Por un instante, apareció la luna a través de la masa de las aguas y lanzó algunos pálidos rayos sobre el continente sumergido. No fue más que un breve resplandor, pero de un efecto maravilloso, indescriptible.

El capitán se incorporó, dirigió una última mirada a la inmensa llanura, y luego me hizo un gesto con la mano invitándome a seguirle.

Descendimos rápidamente la montaña. Una vez pasado el bosque mineral, vi el fanal del Nautilus que brillaba como una estrella. El capitán se dirigió en línea recta hacia él, y cuando las primeras luces del alba blanqueaban la superficie del océano nos hallábamos ya de regreso a bordo.