Continúa el paseo por el fondo del océano Pacífico, y el profesor Aronnax puede admirar la vegetación del bosque submarino del capitán Nemo al lado de la isla de Crespo.
Por fin habíamos llegado al lindero de aquel bosque, sin duda uno de los más bellos de los inmensos dominios del capitán Nemo. Él lo consideraba suyo y se atribuía sobre él los mismos derechos que tenían los primeros pobladores de la Tierra. Además, ¿quién iba a disputarle la posesión de esa propiedad submarina? ¿Había otro pionero más audaz que, hacha en mano, pudiera ir a desbrozar aquellas umbrosas espesuras?
El bosque se componía de grandes plantas arborescentes y, cuando hubimos atravesado sus grandes arcos, lo primero que me sorprendió fue la singular disposición de sus ramajes, que yo no había observado hasta entonces en lugar alguno.
Ninguna de las hierbas que tapizaban el suelo, ninguna de las ramas que cubrían los arbustos, se curvaba ni se extendía en un plano horizontal, sino que todas subían hacia la superficie. No había ni un filamento ni una cinta, por finos que fuesen, que no se mantuvieran rectos como varillas de hierro. Los fucos y las lianas se desplegaban siguiendo una línea rígida y perpendicular, dictada por la densidad del elemento que los había producido. Inmóviles cuando las apartaba con la mano, retomaban enseguida su posición original. Aquel era el reino de la verticalidad.
No tardé en acostumbrarme a esa extraña disposición, así como a la relativa oscuridad que nos envolvía. El suelo del bosque estaba cubierto de afilados bloques difíciles de evitar. La flora submarina me pareció bastante completa, más rica incluso que en las zonas árticas o tropicales, donde estos productos son menos abundantes. Pero durante algunos minutos confundí involuntariamente los reinos naturales entre sí, los zoófitos con los hidrófitos, los animales con las plantas. ¿Quién no lo habría hecho? La fauna y la flora se tocan tan de cerca en el mundo submarino…
Observé que todas aquellas criaturas del reino vegetal se fijaban al suelo mediante una base muy superficial. Carentes de raíces, indiferentes al cuerpo sólido, arena, concha, caparazón o piedra que las soporta, no le piden más que un punto de apoyo, y no la vitalidad. Estas plantas sólo proceden de sí mismas y el principio de su existencia está en el agua que las nutre y sustenta. En vez de hojas, la mayoría de ellas formaban láminas de formas caprichosas, circunscritas a una gama limitada de colores que únicamente incluía el rosa, el carmín, el verde, el verde oliva, el beige y el marrón. Vi allí, pero no disecadas como los ejemplares del Nautilus, las padinas o pavonias, desplegadas en abanicos que parecían pedir la brisa; ceramias escarlatas; laminarias que alargaban sus brotes comestibles; nereocísteas filiformes y sinuosas que se expandían hasta una altura de quince metros; ramos de acetabularias, cuyos tallos se extienden por el vértice, y muchas otras plantas pelágicas, todas carentes de flores. «Curiosa anomalía, extraño elemento —dijo un ingenioso naturalista—, donde florece el reino animal y no el vegetal».
Entre los diversos arbustos, grandes como los árboles de las zonas templadas, y bajo su húmeda sombra, se acumulaban auténticos matorrales con flores vivas; setos de zoófitos sobre los que se desplegaban las meandrinas, rayadas por surcos tortuosos; cariofíleas amarillas de tentáculos transparentes; haces de zoantarios y, para completar la ilusión, los peces mosca volaban de rama en rama cual enjambre de colibrís, mientras dactilóperos, monocentros y lapisacantos amarillos, de mandíbulas dentadas y escamas puntiagudas, se elevaban a nuestro paso como una bandada de becacinas.
Hacia la una el capitán Nemo ordenó parar (de lo cual me alegré) y nos tumbamos sobre un lecho de alarias, cuyos largos y finos filamentos se erguían como flechas.
Aquel instante de reposo me pareció delicioso. Sólo nos faltaba el placer de la conversación, pero era imposible hablar o responder. Acerqué mi grueso casco de cobre al de Conseil. Vi cómo sus ojos brillaban de contento y, en señal de satisfacción, se agitó en su caparazón del modo más cómico.
Tras cuatro horas de paseo me sorprendía no sentir un hambre feroz. No sabría decir a qué se debía esa reacción de mi estómago, pero, en cambio, sentía una invencible necesidad de dormir, como ocurre a todos los buceadores. Pronto se me cerraron los ojos tras los gruesos cristales y caí en un profundo sueño que sólo el movimiento de la marcha había podido combatir hasta entonces. El capitán Nemo y su recio compañero, tendidos en aquel lecho cristalino, nos dieron ejemplo y ya dormían.
¿Cuánto tiempo estuve sumido en aquel sopor? No sabría decirlo, pero cuando desperté me pareció que el sol bajaba por el horizonte. El capitán Nemo ya se había levantado y yo estaba empezando a desperezarme cuando una aparición inesperada me hizo ponerme en pie de un salto.
A apenas unos pasos, una monstruosa araña de mar de un metro de altura me miraba con sus ojos bizcos, presta a lanzarse sobre mí. Aunque mi traje era lo bastante grueso para defenderme de las mordeduras de aquel animal, no pude reprimir un gesto de terror. En ese momento se despertaron Conseil y el marinero del Nautilus. El capitán Nemo señaló a su compañero el espantoso crustáceo, que fue rápidamente abatido de un culatazo, y vi las horribles patas del monstruo retorcerse entre terribles convulsiones.
Ese encuentro me hizo pensar que otros animales más temibles debían de habitar aquellas oscuras profundidades y que la escafandra no me protegería de sus ataques. No había pensado en eso hasta entonces y decidí mantenerme en guardia. Suponía, por otra parte, que aquel alto marcaba el término de nuestra expedición, pero me equivocaba. En vez de regresar al Nautilus, el capitán Nemo continuó su audaz excursión.
El sol seguía descendiendo, y su declive, cada vez más acusado, nos llevó a mayores profundidades. Serían las tres cuando llegamos a un estrecho valle encajado entre dos altas paredes escarpadas y situado a ciento cincuenta metros de profundidad. Gracias a la perfección de nuestros aparatos, superábamos en noventa metros el límite que la naturaleza parecía haber impuesto hasta entonces a las excursiones submarinas del hombre.
He dicho ciento cincuenta metros, aunque ningún instrumento me permitió calcular la distancia. Pero yo sabía que, aun en los mares más límpidos, los rayos solares no podían penetrar más abajo. Pues bien, en ese punto la oscuridad se hizo muy densa. No se veía nada a diez pasos. Andaba, pues, a tientas cuando de pronto vi brillar una luz blanca muy intensa. El capitán Nemo acababa de encender su aparato eléctrico. Su compañero lo imitó, y Conseil y yo seguimos su ejemplo. Girando un tornillo, establecí la comunicación entre la bobina y la serpentina de cristal, y el mar, alumbrado por nuestras cuatro linternas, se iluminó en un radio de veinticinco metros.
El capitán Nemo continuó sumergiéndose en las oscuras profundidades del bosque, cuyos arbustos iban raleando. Observé que la vida vegetal desaparecía con más rapidez que la vida animal. Las plantas pelágicas desertaban de un suelo que se había vuelto árido, mientras que un número prodigioso de animales, zoófitos, articulados, moluscos y peces seguía pululando por él.
Mientras caminaba, pensaba que la luz de nuestros aparatos Ruhmkorff atraería necesariamente a algunos habitantes de aquellas sombrías regiones. Pero, si se acercaban a nosotros, se mantenían a una distancia poco apta para los cazadores. En varias ocasiones vi al capitán Nemo detenerse y apuntar con su fusil para, tras unos segundos de observación, deponer el arma y reanudar la marcha.
La maravillosa excursión terminó hacia las cuatro. Una pared de soberbias rocas de un tamaño imponente se elevaba ante nosotros, amontonadas en bloques gigantescos, como una enorme catarata de granito llena de oscuras grutas, pero que no ofrecía ninguna rampa practicable. Eran los acantilados de la isla Crespo. Era la tierra.
El capitán se detuvo en seco. Con un gesto nos dio el alto y, por deseoso que estuviera de franquear aquella muralla, tuve que detenerme. Allí terminaban los dominios del capitán Nemo, que no quería rebasarlos. Más allá estaba la parte del planeta que nunca más volvería a pisar.
Emprendimos el camino de vuelta. El capitán Nemo se había puesto al frente de su pequeña tropa y marchaba sin vacilar. Me pareció que no seguíamos el mismo camino de regreso al Nautilus. La nueva ruta, muy escarpada y por lo tanto más fatigosa, nos acercó rápidamente a la superficie. Sin embargo, el retorno a las capas superiores no fue tan rápido como para provocar una descompresión demasiado brusca, lo que hubiera podido causar graves trastornos en nuestro organismo y esas lesiones internas que son tan fatales para los buceadores. Pronto reapareció y aumentó la luz y, al estar ya el sol muy bajo en el horizonte, la refracción rodeó nuevamente los objetos de un anillo espectral.
Caminábamos a diez metros de profundidad entre un enjambre de pececillos de toda especie, más numerosos que los pájaros que vuelan por el aire y también más ágiles, pero aún no habíamos visto ninguna presa acuática que mereciera un disparo de fusil.
En ese momento vi al capitán montar rápidamente su arma y apuntar a algo que se movía entre la vegetación. Sonó un disparo, oí un débil silbido y un animal cayó fulminado a pocos pasos de nosotros.
Era un enidro, una magnífica nutria de mar, el único cuadrúpedo exclusivamente marino. Aquella nutria, que mediría un metro y medio de largo, debía de tener un precio muy alto. Su piel, marrón oscura en el dorso y plateada en el vientre, es de las más codiciadas en los mercados rusos y chinos. La finura y el brillo de su pelo le aseguran un valor mínimo de dos mil francos. Contemplé admirado el curioso mamífero de cabeza redondeada y orejas cortas, ojos redondos, bigotes blancos y parecidos a los de un gato, pies palmeados y unguiculados y cola peluda. Aquel precioso carnívoro, cazado y perseguido por los pescadores, escasea cada vez más y se ha refugiado principalmente en la regiones boreales del Pacífico, donde probablemente su especie no tardará en extinguirse.
El compañero del capitán Nemo fue a recoger la presa, se la echó al hombro y nos pusimos de nuevo en marcha.
Durante una hora se extendió ante nosotros una llanura de arena que a menudo ascendía a menos de dos metros de la superficie. Entonces veía nuestra imagen, nítidamente reflejada y dibujada en sentido inverso, y por encima de nosotros aparecía un grupo idéntico que reproducía nuestros gestos y movimientos con total exactitud, salvo que marchaba cabeza abajo y con los pies en el aire.
Otro efecto reseñable fue el paso de gruesas nubes que se formaban y se desvanecían rápidamente. Reflexionando, comprendí que las supuestas nubes sólo se debían al espesor variable de las largas capas del fondo, e incluso vi las olas espumosas que su cresta rota multiplicaba sobre las aguas. Distinguí hasta la sombra de las aves que pasaban sobre nuestras cabezas, rozando la superficie del mar.
En aquella ocasión fui testigo de uno de los mejores disparos que nunca haya estremecido las fibras de un cazador. Un pájaro enorme, de gran envergadura y perfectamente visible, se acercaba planeando. El compañero del capitán Nemo le apuntó y disparó cuando pasó a escasos metros de las olas. El animal cayó fulminado cerca de donde se hallaba el hábil cazador, que así pudo cobrar su presa. Era un espléndido albatros, admirable ejemplar de estas aves pelágicas.
Nuestra marcha no se vio interrumpida por este lance. Durante dos horas avanzamos ya por llanuras arenosas, ya por praderas de sargazos difíciles de atravesar. Francamente, yo no podía más cuando percibí un vago resplandor que a media milla rompía la oscuridad de las aguas. Era el fanal del Nautilus. En menos de veinte minutos estaríamos a bordo y allí podría respirar a gusto, pues notaba que mi depósito me suministraba un aire muy pobre en oxígeno. Pero no contaba con un encuentro que retrasó un tanto nuestra llegada.
Me había quedado rezagado unos veinte pasos cuando vi al capitán Nemo venir rápidamente hacia mí. Con su mano vigorosa me tiró al suelo, mientras su compañero hacía lo propio con Conseil. Al principio no supe qué pensar de aquel repentino ataque, pero me calmé al observar que el capitán se tumbaba junto a mí y permanecía inmóvil.
Me hallaba, pues, tendido en el suelo, concretamente al abrigo de un matojo de sargazos, cuando levanté la cabeza y vi unas masas enormes pasar ruidosamente, lanzando destellos fosforescentes.
¡La sangre se me heló en las venas! Había reconocido a los formidables escualos que nos amenazaban. Era una pareja de tintoreras, terribles tiburones de cola enorme y mirada fría y vidriosa que destilan una sustancia fosforescente por unas aberturas que tienen en el hocico. ¡Monstruosas luciérnagas, capaces de triturar a un hombre con sus mandíbulas de acero! No sé si Conseil se ocupaba de clasificarlos, pero yo observaba su vientre plateado y su boca formidable, llena de dientes afilados, desde un punto de vista poco científico, más como víctima que como naturalista.
Por suerte estos voraces animales ven muy mal. Pasaron sin reparar en nosotros, rozándonos con sus aletas parduscas, y así escapamos de milagro a un peligro sin duda mayor que el de encontrarse con un tigre en plena selva.
Media hora después, guiados por el resplandor eléctrico, llegamos al Nautilus. La puerta exterior había permanecido abierta y el capitán Nemo la cerró en cuanto hubimos entrado en la primera cabina. Luego apretó un botón. Oí las bombas maniobrar dentro del barco, sentí el agua bajar a mi alrededor y en unos instantes la cabina se vació por completo. Entonces se abrió la puerta interior y pasamos al vestuario.
Allí, no sin esfuerzo, nos quitamos las escafandras, y, agotado, muerto de hambre y de sueño, volví a mi camarote, maravillado de la sorprendente excursión al fondo del mar.