Parte 1 Capítulo 13. Un atardecer de verano en los Alpes

El señor Sesemann, aconsejado por su médico, toma la determinación de llevar a Heidi cuanto antes a su casa de los Alpes, como remedio a su enfermedad. Sebastian será el encargado de acompañar a la pequeña, que ha de superar algunas dificultades en los preparativos del viaje.

Parte 1 Capítulo 13. Un atardecer de verano en los Alpes

El señor Sesemann subió acto seguido al primer piso y se dirigió directamente a la habitación de la señorita Rottenmeier. Llamó a la puerta con tanta energía que el ama de llaves se despertó sobresaltada y dio un grito. Reconoció la voz del dueño de la casa, que decía:

—Haga el favor de bajar sin tardanza al comedor. Es preciso hacer inmediatamente los preparativos para un viaje.

La señorita Rottenmeier consultó el reloj: no eran más que las cuatro y media; jamás la habían despertado a una hora tan temprana. ¿Qué podía haber sucedido? Llena de inquietud y curiosidad, se levantó a toda prisa, pero tardaba en vestirse, ya que, en su confusión, no encontraba la ropa que quería ponerse.

Mientras tanto el señor Sesemann recorrió el pasillo y tiró de las diversas campanillas instaladas para llamar a los domésticos, haciéndolo con tanta fuerza, que todos saltaron de sus respectivas camas y, del susto, se pusieron la ropa al revés. Cada uno de ellos estaba convencido de que el dueño de la casa se hallaba luchando con el fantasma y que pedía socorro. Bajaron, pues, al comedor muy consternados y constataron con gran sorpresa que el señor Sesemann estaba sano y salvo y no tenía para nada el aspecto de alguien que acaba de ver a un fantasma. A Johann le mandó ocuparse inmediatamente del coche y su caballo. Tinette recibió la orden de despertar a Heidi y de prepararla para un viaje. Sebastián fue enviado a la casa donde servía Dete, la tía de Heidi, para rogarle que acudiera en seguida.

Durante este tiempo, la señorita Rottenmeier había logrado al fin vestirse correctamente, excepto el tocado, porque lo llevaba puesto del revés, de tal modo que parecía tener vuelto el rostro. El señor Sesemann atribuyó el extraño aspecto de la dama a lo intempestivo de la hora y pasó, sin hacer comentarios, al asunto que le urgía. Ordenó a la señorita Rottenmeier que preparara en seguida una maleta y pusiese en ella todas las cosas de la pequeña suiza —llamaba así a Heidi porque el nombre de la niña no le era familiar—, así como una buena cantidad de prendas de vestir de Clara, a fin de que la niña pudiera llevarse a casa un buen equipo. Y que todo debía hacerse sin dilación alguna y con la mayor rapidez. La estupefacción de la señorita Rottenmeier fue tan grande que se quedó como clavada en el suelo y mirando fijamente al señor Sesemann. Ella se había imaginado oír una horrible historia de fantasmas acaecida durante la noche. La verdad es que no le hubiese disgustado, ahora que ya era de día. En vez de eso, no solamente le daba órdenes muy prosaicas, sino además bastante molestas. De ahí que la dama no lograra salir de su asombro. Esperaba, inmóvil, explicaciones que el señor Sesemann no estaba dispuesto a darle. La dejó plantada y se fue al dormitorio de su hija.

Como había supuesto, Clara estaba despierta a causa del inusitado movimiento. Su padre se sentó al borde de la cama y le contó todo lo que había pasado aquella noche. Añadió que el doctor dictaminó que Heidi estaba muy enferma, que sus paseos nocturnos podían incrementarse, y que podía incluso darle una noche por subir al tejado de la casa, lo que, naturalmente, implicaría un grave peligro. Así pues, había tomado la decisión de mandar a Heidi inmediatamente a su casa, porque no quería asumir semejante responsabilidad, y Clara debía aceptarlo porque bien claro estaba que no había otra solución.

Clara sufrió una dolorosa sorpresa y empezó a buscar toda case de pretextos para evitar la separación, pero fue inútil, porque su padre permaneció inquebrantable en su decisión. En cambio, prometió a su hija que si ahora se mostraba razonable, la llevaría al año siguiente a Suiza. Clara se resignó, pero pidió como compensación que trajeran la maleta de Heidi a su habitación para que ella pusiera cosas que agradaran a Heidi. El padre dio gustosamente su consentimiento y la animó, además, a preparar para la niña un bonito equipo.

Mientras, tía Dete había llegado y esperaba impaciente y muy intrigada en la antecámara; algo muy extraordinario debía de suceder cuando la llamaban a una hora tan inusitada. El señor Sesemann entró allí a verla y le explicó el estado de Heidi, rogándole que la llevara aquel mismo día a Suiza, a casa de su abuelo.

Dete pareció muy decepcionada, pues no había esperado semejante desenlace; recordaba muy bien las últimas palabras del Viejo de los Alpes, cuando le dijo que nunca más volvieran a presentarse delante de él. Ya le había traído la niña una vez, para luego quitársela, y devolvérsela ahora, ni se lo planteaba. Sin reflexionar mucho, explicó al señor Sesemann con su locuacidad habitual que, desgraciadamente le era imposible partir aquel día y que el día siguiente aún era menos posible; y en cuanto a los demás días no podía librarse de sus muchas ocupaciones y más tarde, mucho menos. El señor Sesemann comprendió lo que había detrás de aquella verbosidad y la despidió sin darle más explicaciones. Después, llamó a Sebastián y le rogó que se preparara inmediatamente para un viaje, porque iba a acompañar a la niña; por la noche se detendría en Basilea, para seguir el viaje al día siguiente hasta su destino. Luego podía volver en seguida, porque no hacía falta que dijera nada; sólo tendría que entregar al abuelo una carta conteniendo todas las explicaciones necesarias.

—Otra cosa importante, Sebastián —continuó el señor Sesemann—, ¡escúcheme con atención! Aquí tiene mi tarjeta con la dirección de un hotel de Basilea en el que me conocen. La presentará al dueño del hotel y le darán una buena habitación para la niña. En cuanto a usted, ya se las arreglará solo. Pero lo primero que hará será ir al cuarto de la pequeña y asegurar las ventanas de tal modo que sea difícil abrirlas. Cuando la niña esté acostada, cerrará la puerta por fuera con llave, porque ella es sonámbula y podría correr peligro en una casa desconocida si por casualidad bajara y abriera la puerta de la calle. ¿Ha entendido?

—¡Ah, ah! ¡Era, pues, eso! —exclamó Sebastián, aturdido por la sorpresa. De pronto empezó a ver claro el origen de las apariciones nocturnas.

—¡Sí, era eso! Usted y su amigo Johann son unos miedicas, se lo puede decir de mi parte. ¡Han hecho el ridículo!

Y sin añadir más, el señor Sesemann se retiró a su habitación para escribir una carta al abuelo de Heidi.

Sebastián se había quedado todo confuso en medio del comedor y repetía sin cesar:

—¡Qué estúpido he sido por hacer caso a ese cobarde de Johann en vez de seguir la figura blanca! Si ahora pudiera volver atrás…

¡Pero en aquel momento el sol entraba a raudales en la estancia y no había ningún rincón que estuviera oscuro!

Entre tanto, Heidi, vestida con su ropa de domingo y sin saber lo que sucedía, esperaba los acontecimientos. Tinette se había limitado a despertarla, sacar la ropa del armario y ayudarla a vestir sin decir una sola palabra. De hecho, no hablaba casi nunca con ella, porque la consideraba inferior.

El señor Sesemann entró, con la carta en la mano, en el comedor donde estaba servido el desayuno, y preguntó:

—¿Dónde está la niña?

Llamaron a Heidi. Cuando se acercó al señor Sesemann para darle los buenos días, éste la miró y le dijo:

—¿Qué me dices de todo esto, pequeña?

Heidi lo miró sorprendida.

—¡Ah, veo que aún no sabes nada! —siguió diciendo el señor Sesemann, riendo al mismo tiempo—. Pues bien, vas a regresar hoy mismo a tu casa.

—¿A mi casa? —repitió Heidi, poniéndose muy pálida. Su corazón se puso a latir con tanta fuerza, que durante un momento quedó sin poder respirar.

—¿Acaso no quieres? —preguntó, sonriendo, el señor Sesemann.

—¡Oh, sí! Sí que quiero —pudo al fin articular, y esta vez se puso encarnada.

—Muy bien; ahora pues, a la mesa y a comer mucho. Luego no tienes más que subir al coche y ¡hala!

Pero Heidi no podía comer a pesar de los esfuerzos que hacía por obedecer. Su agitación era tan grande que ya no sabía si estaba despierta o si soñaba y si al despertar no volvería a hallarse en camisón en el umbral de la puerta de entrada.

—Cuide usted de que Sebastián se lleve provisiones en abundancia —dijo el señor Sesemann a la señorita Rottenmeier, que entraba en aquel momento—. Esta pequeña no puede comer ahora, lo que es natural —y volviéndose a Heidi le dijo cariñosamente—: Ahora puedes ir a ver a Clara hasta que llegue el coche.

No deseaba Heidi otra cosa y se marchó corriendo a la habitación de su amiga. En medio del dormitorio de Clara encontró una maleta muy grande que aún no estaba cerrada.

—Ven, Heidi, ven —le gritó Clara al verla—, ¡fíjate lo que he hecho poner en la maleta! ¿Te gusta?

Y le señaló un sinfín de cosas: blusas, faldas, pañuelos y una caja de costura.

—Y ahora, mira lo que tengo aquí —añadió, levantando triunfalmente por encima de su cabeza una cestita.

Heidi echó una mirada a la cesta y dio un salto de alegría al ver que en ella había doce panecillos blancos y tiernos, todos para la abuela. En medio de su alegría, las niñas se olvidaron de pronto que se aproximaba el momento de la separación, hasta que se oyó una voz desde abajo:

—¡El coche está listo!

Las niñas ya no tuvieron tiempo para ponerse tristes. Heidi se fue corriendo a su cuarto, porque en el último momento se acordó del libro que le había regalado la abuela de Clara; estaba todavía debajo de la almohada, donde Heidi lo guardaba porque no se separaba de él ni de día ni de noche. Lo colocó en la cestita en que estaban los panecillos, y después abrió su armario, pues sospechaba que en él hubiesen dejado una cosa sin la cual no quería partir. En efecto, allí estaba su pañuelo rojo; la señorita Rottenmeier no lo había considerado digno de ponerlo en la maleta y lo dejó en el armario. Heidi envolvió algo en él y lo guardo en la cesta, encima de todo para que se viera bien. Luego se puso su nuevo sombrero y salió.

Las dos niñas se despidieron rápidamente, porque el señor Sesemann ya estaba allí esperando a Heidi para acompañarla hasta el coche. La señorita Rottenmeier esperaba en lo alto de la escalera para despedirse allí mismo de la niña. Cuando vio el envoltorio rojo, lo sacó de la cesta y lo tiró al suelo.

—Adelaida —dijo en tono de reproche—, no he de permitir que te lleves semejante trapo. Ahora ya no lo necesitarás. ¡Adiós!

En vista de la prohibición, Heidi no se atrevió a recoger el pañuelo, pero miró con ojos suplicantes al señor Sesemann como si aquello fuera el tesoro más preciado del mundo.

—No, no —dijo el dueño de la casa con firmeza—, quiero que la niña se lleve de aquí lo que quiera, si con ello puedo darle una alegría, aunque sean tortugas o gatitos, señorita Rottenmeier, y le ruego guarde la calma.

Heidi se apresuró a recoger el pañuelo rojo y dirigió una mirada llena de agradecimiento y de alegría al padre de Clara. Ya al lado del coche, el señor Sesemann dio la mano a la niña y le dijo con voz afectuosa que él y su hija Clara no la olvidarían nunca. Le deseó buen viaje y Heidi le dio las gracias por todas las bondades recibidas y concluyó:

—Y muchos saludos al señor doctor. Tampoco yo le olvidaré —porque recordaba perfectamente que el médico le había dicho que al día siguiente estaría bien, y como, en efecto, así sucedió, Heidi pensaba que algo tenía que ver en ello.

El cochero subió la niña al coche; luego metieron la cesta de las provisiones, la maleta y, por último, montó Sebastián. El señor Sesemann le deseó una vez más buen viaje y el coche se puso en marcha.

Poco tiempo después, Heidi estaba sentada en un vagón de tren y no soltaba la cestita por nada del mundo, no la quería perder de vista; tenía que cuidar los panecillos de la abuela y de cuando en cuando abría la cesta y los miraba muy contenta.

Heidi estuvo durante muchas horas sin moverse en absoluto, porque sólo entonces se dio exactamente cuenta de que se hallaba en camino hacia la casa del abuelo, hacia las montañas, y que volvería a ver a la abuela ciega y a Pedro el cabrero. Y cerrando los ojos, se imaginaba cómo sería su regreso y cómo los encontraría a todos y se preguntaba qué aspecto tendrían. Y al recordar personas y escenas, pensó de pronto más intensamente en la anciana abuela, y con voz angustiosa preguntó:

—Sebastián, ¿verdad que la abuela de los Alpes no ha podido morir?

—No, no —la tranquilizó Sebastián—, esperemos que no; seguramente vivirá aún.

Y Heidi volvió a ensimismarse en sus pensamientos; sólo de cuando en cuando abría la cestita, porque predominaba en ella la idea de regalarle a la anciana todos los panecillos de la cesta. Al cabo de una larga pausa volvió a decir:

—Sebastián, ¡si pudiéramos estar seguros de que la abuela vive todavía!

—Claro que sí, señorita —repuso Sebastián, medio dormido—; ella vivirá seguramente, ¿por qué no habría de vivir?

Poco tiempo después, el sueño venció también a Heidi. Debido a la agitada noche y a haberse levantado muy temprano, estaba tan cansada, que no se despertó hasta que Sebastián la sacudió, exclamando:

—¡Señorita, señorita, que hemos llegado a Basilea! Aquí hemos de quedarnos esta noche.

A la mañana siguiente continuaron el viaje, que aún duró muchas horas. Heidi llevaba nuevamente la cestita sobre la falda, porque no había querido entregarla a Sebastián por nada del mundo. Pero ya no hablaba, porque su expectación aumentaba en intensidad a cada momento. De pronto, cuando Heidi no se lo esperaba, se detuvo el tren y se oyó gritar: «¡Mayenfeld!». La niña bajó de un salto de su asiento y Sebastián se puso rápidamente de pie porque también le sorprendió que hubiesen llegado. Poco después, se encontraron en el anden de la estación con la maleta al lado, mientras el tren continuaba, silbando su marcha por el valle. Sebastián lo siguió con mirada nostálgica, porque hubiera preferido continuar el viaje cómodamente sentado en el tren que no recorrer a pie aquel largo camino que tenía delante, el cual, además, terminaba con una ascensión a la montaña. Y como Sebastián imaginaba a este país medio salvaje, suponía que cualquier caminata era difícil y peligrosa. De ahí que mirara a todas partes para ver si descubría a alguien a quien preguntar por el camino más seguro a Dörfli. Muy cerca de la estación vio un carro, enganchado al cual había un caballo flaco. Un hombre corpulento, de anchas espaldas, cargaba en él algunos sacos de harina que procedían del tren. Sebastián se acercó al hombre y le hizo su pregunta.

—Aquí todos los caminos son seguros —fue la breve y seca respuesta.

Entonces Sebastián rectificó y preguntó cuál era el mejor camino, aquél que pudiera recorrerse sin peligro de precipitarse a un abismo, y también comí podría mandar una maleta a Dörfli. El hombre del carro examinó la maleta y declaró que si no pesaba mucho, él mismo podría llevarla, puesto que iba a Dörfli. Hablando, hablando, llegaron al acuerdo de que el hombre del carro se llevaría a Heidi y la maleta y que desde el pueblo ya se encontraría a alguien para conducir a la niña hasta la cabaña del abuelo.

—Puedo ir sola —dijo Heidi, que había seguido con mucha atención la conversación de los dos hombres—, pues conozco muy bien el camino.

A Sebastián se le quitó un gran peso de encima cuando vio que ya no tendría que subir a la montaña. Con mucho misterio llamó a la niña aparte y le entregó un cartucho muy pesado y una carta para el abuelo, explicándole que el cartucho era un regalo del señor Sesemann y que era preciso ponerlo en la cestita, debajo de los panecillos, y cuidarlo mucho para que no se extraviara, pues el señor Sesemann se enfadaría terriblemente y jamás se le pasaría el enfado. Insistió mucho para que la niña lo recordara bien.

—No lo perderé —aseguró Heidi confiadamente, y colocó carta y cartucho en el fondo de la cestita.

Pusieron la maleta en el carro; luego Sebastián ayudó a subir a Heidi al pescante, le dio la mano a guisa de despedida y volvió a advertirle con toda clase de señas que tuviera mucho cuidado con el contenido de la cesta. Y es que el hombre del carro andaba cerca y Sebastián era prudente, sobre todo porque sabía bien que él mismo hubiera debido llevar a la niña a buen puerto. El dueño del carro subió al pescante, se sentó al lado de Heidi y, empuñando las riendas, el vehículo se puso en camino hacia las montañas. Sebastián, alegre y contento de verse libre, se sentó en el andén de la estación en espera de un tren que le volviera de nuevo a Frankfurt.

El dueño del carro en que iba Heidi con su maleta era el panadero de Dörfli. No había visto nunca a la niña, pero, como todos los del pueblo, sí oyó hablar de la pequeña que, años atrás, habían llevado al Viejo de los Alpes. También llegó a conocer a los padres de Heidi y poco le costó caer en la cuenta de que tenía ahora a su lado a aquella niña. Le causaba extrañeza que ya volviese a la montaña con el abuelo, y durante el viaje empezó a hablar con ella:

—Debes de ser la niña que estaba arriba, en casa del Viejo de los Alpes, ¿verdad? ¿No te marchaste hace un año con tu tía Dete?

—Sí.

—¿Tan mal te ha ido que ya vuelves de tan lejos?

—No me ha ido mal, nadie podía estar mejor que yo en Frankfurt.

—Entonces, ¿por qué vuelves?

—Porque el señor Sesemann me lo ha permitido; si no, no hubiera regresado.

—¡Vaya! Si tan bien te ha ido, ¿por qué no te has quedado?

—Porque prefiero mil veces vivir en la montaña al lado de mi abuelo.

—Tal vez cambiarás de parecer cuando estés allí —murmuró el panadero. Y, hablando consigo mismo, añadió—: De todos modos, es extraño, porque ella ha de saber dónde está mejor.

Empezó a silbar y no habló más.

Heidi contemplaba el paisaje, presa de una viva emoción: reconocía los árboles en el camino y, a lo lejos, las cimas del Falkniss, que parecían querer saludarla como viejos amigos. Heidi devolvía el saludo. A cada paso del caballo aumentaba su impaciencia y sentía el deseo de saltar del carro para echar a correr y no detenerse hasta que hubiese llegado arriba. Pero permaneció sentada, sin moverse, aunque temblaba de excitación.

Al entrar en Dörfli, dieron las cinco de la tarde. Inmediatamente rodearon el carro muchos niños y mujeres y también se acercaron algunos vecinos del pueblo, porque la maleta y la niña en el carro del panadero habían llamado la atención y todos querían saber qué pasaba. Cuando el panadero hubo ayudado a la niña a bajar, ésta, mostrando prisa, le dijo:

—Muchas gracias. El abuelo vendrá a recoger la maleta. —Y quiso marcharse corriendo.

Pero de todas partes la detuvieron y una baraúnda de voces se elevó preguntando, todos a la vez, lo que le interesaba saber a cada uno. Heidi trató de abrirse paso entre aquella gente y su cara reflejaba tanto miedo, que instintivamente se apartaron y la dejaron marchar. La gente decía:

—¡Ya se ve que tiene miedo! ¡Y con razón!

Y dieron en explicarse mutuamente que el Viejo de los Alpes se había vuelto mucho peor desde hacía un año, que no hablaba con nadie y que ponía siempre una cara como si quisiera matar al que se cruzara en su camino; y que si la niña supiese dónde ir, jamás habría vuelto a meterse en la boca del lobo.

Mas entonces intervino el panadero y contó a los curiosos con mucho misterio que un señor había acompañado a la niña hasta Mayenfeld, donde se despidió muy amablemente de ella y que a él le había pagado el precio del viaje sin regatear, incluso le había dejado una buena propina. Y durante el camino había sabido por la niña que lo pasó muy bien en la ciudad y que fue ella misma la que pidió volver al lado de su abuelo. Tal noticia causó gran asombro entre la gente y se esparció como reguero de pólvora por el pueblo; y por la noche no hubo casa alguna en que no se comentara el hecho de que Heidi, dejando la holganza y el bienestar de la ciudad, volviera por su voluntad a la montaña a casa del Viejo de los Alpes.

Heidi, entre tanto, corría montaña arriba todo lo de prisa que podía y, de cuando en cuando, se veía obligada a detenerse para cobrar aliento. La cesta que llevaba en el brazo pesaba bastante y el camino era cada vez más empinado. Heidi sólo tenía un pensamiento: «¿Estaría la abuela aún en el rincón de la rueca? ¿No se habría muerto?».

Por fin vio la cabaña en la hondonada de la vertiente y se le aceleró el latido del corazón, pero, aun así, apresuró el paso. El pulso le iba cada vez más veloz. Ya estaba delante de la cabaña… Temblaba tanto que no podía abrir la puerta… Al fin, sí… Se precipitó en la pequeña habitación y se detuvo en medio de ella sin aliento y sin poder articular palabra.

—¡Oh, Dios mío! —dijo una voz desde el rincón—, así solía entrar nuestra pequeña Heidi. ¡Ojalá pudiera tenerla una vez más a mi lado! ¿Quién ha entrado?

—¡Soy yo, abuela, soy yo! —exclamó Heidi.

Y corrió hacia el rincón, se arrodilló delante de la anciana y la abrazó. Tanta era su alegría, que no pudo decir más. De momento la anciana se quedó también muda por la sorpresa, pero después acarició el rizado cabello de la niña, y repitió un par de veces:

—Sí, sí, son sus cabellos y es su voz. ¡Qué contenta estoy, Dios mío! —Y de sus ojos ciegos cayeron dos lágrimas sobre la mano de Heidi—. ¿De verdad has vuelto, Heidi?

—Sí, sí, abuela —exclamó Heidi alegremente—; no llores, que ya estoy otra vez aquí y vendré todos los días; nunca más me iré. Y ya no tendrás que comer pan duro, porque mira lo que te he traído.

Y Heidi sacó de su cesta un panecillo tras otro hasta que hubo colocado los doce en la falda de la anciana.

—Querida niña, ¡qué bendición traes contigo! —dijo la abuela cuando advirtió tantos panecillos— ¡pero lo mejor eres tú, mi niña! —Y volvió a acariciarle el cabello y las acaloradas mejillas, suplicando—: ¡Dime algo, mi vida, dime algo, que oiga tu voz!

Heidi empezó a contar a la anciana cuánto había sufrido a causa del temor de que ella hubiera muerto y no pudiese visitarla nunca más. En aquel momento entró la madre de Pedro y se quedó asombradísima. Luego exclamó:

—¡Pero, si es Heidi! ¡Cómo es posible! Heidi se levantó y le dio la mano. Brígida no salía de su sorpresa al ver cómo había cambiado Heidi.

—Madre —dijo—, si vieras qué precioso vestido lleva Heidi y cómo ha cambiado, casi no se la reconoce. ¿Y ese sombrero de plumas que está en la mesa, también es tuyo? Póntelo para que yo vea cómo te está.

—No quiero ponérmelo —declaró Heidi con firmeza—; te lo regalo, pues yo tengo el mío.

Y acto seguido abrió el pañuelo rojo en el que había envuelto su viejo sombrero, que estaba más abollado que nunca. Mas a Heidi poco le importaba eso. No pudo olvidar lo que dijo el abuelo cuando ella se marchó con tía Dete: que no quería verla con sombrero de plumas. De ahí que la pequeña conservase con tanto ahínco su viejo sombrero, pues siempre había pensado usarlo cuando volviera a su casa. Pero Brígida le dijo que no fuera tonta, porque el sombrero de plumas era muy valioso y ella no podía aceptarlo; tal vez sería posible venderlo a la hija del maestro del pueblo y se podría sacar mucho dinero si Heidi no quería llevarlo de ningún modo. Pero Heidi no cedió y puso el sombrero en un rincón oscuro, detrás de la abuela. Después se quitó su bonito vestido y se puso el pañuelo sobre su camiseta de mangas cortas. Luego cogió la mano de la abuela y le dijo:

—Ahora he de ir a casa del abuelo, pero mañana volveré. Adiós, abuela.

—Sí. Heidi, vuelve mañana —contestó la abuela estrechándole la mano, sin querer soltarla.

—¿Por qué te has quitado ese vestido tan bonito? —preguntó Brígida.

—Porque prefiero ir así, como estoy, si no, el abuelo puede que no me conozca. Tú también dudabas.

Brígida acompañó a Heidi hasta la puerta y allí le susurró al oído:

—No hacía falta que te quitaras el vestido, porque él te hubiera reconocido de todos modos. Pero ten cuidado. Pedro dice que tu abuelo está siempre enfadado y no habla con nadie.

Heidi le dio las buenas tardes y emprendió la ascensión de la montaña, con la cesta colgada del brazo. El sol de la tarde iluminaba los verdes prados. Desde este lado del camino podía ver el ventisquero de Casaplana. Heidi se detenía a cada paso para volverse, porque al subir daba la espalda a las altas cumbres de las montañas.

De pronto vio un reflejo rojo en la hierba a sus pies. Se volvió: había olvidado toda esta belleza, ni siquiera en sueños la había recordado. Los picos rocosos del Falkniss y las pendientes nevadas a lo lejos ardían, nubes rosas cruzaban el ciclo. La hierba de los prados lucía con destellos dorados, en todas las cimas se reflejaba la luz crepuscular, y abajo el valle entero se bañaba en la luz dorada.

Heidi se hallaba en medio de aquel esplendor, mientras lágrimas de alegría surcaban sus mejillas; juntó las manos, elevó la mirada y en voz alta dio las gracias a Dios por haber podido regresar a su país. Todo le parecía más hermoso aún que en su recuerdo y esta hermosura le pertenecía de nuevo.

Y tan feliz y dichosa se sentía Heidi, que ya no encontraba palabras para dar gracias a Dios.

Cuando el rojo resplandor del sol iba apagándose, Heidi reemprendió su camino. De nuevo echó a correr y poco tardó en ver, primero las altas copas de los abetos, luego la cabaña y, por fin, el banco y al abuelo sentado en él y fumando su pipa. Heidi apresuró el paso y antes de que el anciano pudiera darse cuenta de quién venía, la niña se abalanzó sobre él, dejó la cesta en el suelo y abrazó al abuelo. Estaba tan emocionada que sólo podía repetir:

—¡Abuelo, abuelo, abuelo!

 

Dejó la cesta en el suelo y abrazó al abuelo
Dejó la cesta en el suelo y abrazó al abuelo

 

El anciano callaba. Sus ojos se humedecieron por primera vez desde hacía años y tuvo que quitarse las lágrimas con el revés de la manga. Por fin se desasió de la niña, la sentó sobre sus rodillas y, contemplándola un momento, dijo:

—Así que has vuelto, Heidi. ¿Cómo es eso? ¡No estás muy elegante que digamos! ¿Acaso te han despedido?

—¡Oh, no, abuelo! —empezó Heidi, muy animada—. ¡No creas eso! Todos han sido muy buenos conmigo, Clara, su abuela y el señor Sesemann. Pero verás, abuelo, ya no podía más, tenía que volver a tu lado y muchas veces me parecía que me ahogaba de pena. Pero nunca hubiese dicho nada, no quería ser ingrata. Y de pronto, una mañana me llamó el señor Sesemann muy temprano, creo que el doctor fue la causa, pero eso debe de estar en la carta… —Y extrajo de la cesta el cartucho y la carta, dando ambas cosas a su abuelo.

—Esto es tuyo —dijo éste, mientras colocaba el cartucho sobre el banco. Luego cogió la carta y la leyó; después, sin decir una palabra, la guardó en el bolsillo.

—¿Crees que aún te gustará beber nuestra leche, Heidi? —preguntó, tomando a la niña de la mano para entrar con ella en la cabaña—, pero coge el dinero; es tanto que podrás comprarte una cama y además ropa durante muchos años.

—No, no lo necesito, abuelo —aseguró Heidi—; la cama ya la tengo y Clara me ha dado tantos vestidos, que seguramente no necesitaré comprarme nunca más.

—Cógelo de todos modos y guárdalo en el armario. Alguna ve/, te vendrá bien.

Heidi obedeció y corrió detrás del abuelo, que había entrado en la cabaña. Allí la niña brincó de alegría de un rincón a otro y por fin subió la escalera que conducía al henal. Pero allí se quedó perpleja.

—¡Oh, abuelo, ya no tengo mi cama! —exclamó.

—Ya volverás a tenerla —sonó la voz del anciano desde abajo—. No sabía que habías de volver. Pero ahora baja y toma la leche.

Heidi bajó y se sentó en el taburete alto que el abuelo hizo para ella, cogió el tazón y bebió con avidez, como si nunca hubiese gustado cosa tan buena. Cuando dejó el tazón, dijo con un profundo suspiro:

—¡Abuelo, como nuestra leche de la montaña no hay nada en el mundo!

De pronto sonó un agudo silbido y Heidi salió como una flecha afuera. De la montaña bajaba todo el hatajo de cabras, saltando y brincando, con Pedro en medio de ellas. Al ver a Heidi, se quedó como clavado en el suelo y la miró mudo de asombro. Heidi habló primero:

—Buenas tardes, Pedro —dijo. Y se precipitó en medio de las cabras, exclamando—: ¡Blanquita, Diana!, ¿os acordáis de mí?

Las cabritas debieron de reconocer su voz, porque la rozaban con la cabeza y balaban de alegría. Heidi las llamó a todas por sus nombres y todas corrieron como locas, apretujándose contra ella. La impaciente Cascabel dio un salto por encima de dos cabras para aproximarse más rápidamente, y también la tímida Blancanieves empujó a un lado con inusitada terquedad al macho llamado Gran Turco, amo y señor del hatajo, que se quedó mirándola con sorpresa a causa del inaudito atrevimiento, alzando las barbas para demostrar quién era.

Heidi no cabía en sí de felicidad por estar de nuevo con sus amigas. Abrazaba una y otra vez a la dulce Blancanieves y acarició a Cascabel, la impetuosa. Se dejó empujar de un lado a otro por los cariñosos animales hasta que llegó cerca de Pedro, quien no se había movido de su sitio.

—¡Ven, Pedro, ven a saludarme! —exclamó Heidi.

—Pero ¿has vuelto? —logró por fin decir Pedro.

Acercándose, cogió la mano que ésta hacía rato le tendía, y preguntó, como siempre había preguntado cuando regresaba al caer la tarde:

—¿Vendrás mañana conmigo?

—No, mañana aún no, porque he de ir a ver a la abuela; tal vez iré contigo pasado mañana.

—Está bien que hayas vuelto —dijo Pedro y su rostro se transfiguró en una inmensa mueca de alegría.

En seguida se dispuso a bajar la montaña, pero hoy le costaba más trabajo que nunca reunir todas las cabras, pues apenas las había obligado, con ruegos y amenazas, a ponerse a su lado y Heidi se marchaba con Diana y Blanquita rodeándolas con los brazos, cuando todas se dispersaron nuevamente y se fueron corriendo detrás de la niña. Para remediarlo, Heidi tuvo que encerrarse con las dos cabritas en el establo, porque de otro modo Pedro no hubiese podido marcharse nunca con su hatajo.

Cuando la niña volvió a entrar en la cabaña vio que el abuelo había arreglado nuevamente su lecho, que era fragante y blando, pues el heno era de reciente cosecha. Sobre él estaban extendidas cuidadosamente las blancas sábanas y Heidi se acostó entre ellas con gran placer y durmió maravillosamente bien, como no lo había hecho en un año.

Durante la noche, el abuelo se levantó lo menos diez veces para subir la escalera y escuchar si la niña dormía tranquilamente. También comprobó que la abertura del tragaluz, que había llenado de heno para que no entrara ningún rayo de luna, siguiera bien tapada. Pero Heidi durmió sosegadamente y no se levantó a dar paseos nocturnos como en la otra casa, pues ahora su nostalgia estaba apaciguada. Había vuelto a ver sus montañas en el fulgor del crepúsculo, y oído el susurro del viento en los abetos.

Por fin había vuelto a su casa, al lado de su abuelo, en la cabaña de los Alpes.