Parte 1 Capítulo 07. La señorita Rottenmeier tiene un día agitado

Heidi despierta por primera vez en casa del señor Sesemann en Frankfurt, donde encuentra algunas dificultades para conectar con la naturaleza. Su afán de libertad provoca involuntariamente algunos incidentes que desesperan a la señorita Rottenmeier y divierten a Clara y al mayordomo Sebastián.

Parte 1 Capítulo 07. La señorita Rottenmeier tiene un día agitado

A la mañana siguiente, cuando Heidi despertó, no recordaba nada de lo que había pasado y no comprendía lo que veía a su alrededor. Se restregó enérgicamente los ojos, volvió a mirar y vio las mismas cosas que viera antes. Se encontraba en un gran lecho blanco en medio de una vasta habitación. En las ventanas colgaban largas cortinas, también blancas, que dejaban filtrar la luz. Muy cerca de ellas había dos butacas tapizadas con telas floreadas; la misma tela cubría un sofá junto a la pared. Ante él se hallaba una mesa redonda y, en una esquina, un tocador lleno de objetos que Heidi no había visto jamás. Entonces, de pronto, recordó que estaba en Frankfurt. Todos los acontecimientos del día anterior acudieron inmediatamente a su memoria, y al mismo tiempo, las instrucciones de la dama; las que había podido oír antes de dormirse. Heidi saltó del lecho y se vistió. Después corrió de una ventana a otra; tenía que ver el cielo y el exterior, pues se sentía como enjaulada tras aquellas grandes cortinas. No pudiendo abrirlas, se deslizó detrás de ellas para llegar a una de las ventanas; pero era tan alta que difícilmente alcanzaba a asomar la cabeza. Lo poco que veía no era, evidentemente lo que deseaba ver. Cambió de ventana un par de veces y luego volvió a la primera, pero siempre veía lo mismo: paredes, ventanas y más paredes. Una viva inquietud la asaltó. Era todavía muy temprano. Heidi estaba acostumbrada a levantarse con la aurora en la montaña y asomarse a la puerta de la cabaña para ver qué día hacía fuera —si el cielo estaba azul, si el sol había salido ya, si los abetos susurraban— y para comprobar si las florecillas se habían abierto ya. Como un pajarillo que se viera por primera vez encerrado en una bella jaula de oro y que volara de aquí para allá buscando la salida para lanzarse al aire libre, Heidi iba de una ventana a otra, intentando abrirlas. Tenía que haber algo más que paredes y ventanas afuera, la hierba verde por ejemplo, o las últimas nieves que se derretían en las pendientes de las montañas, todo aquello que tanto echaba de menos. Por mucho que tirara, golpeara y tratara de colocar los dedos debajo de los marcos para hacer fuerza, las ventanas seguían cerradas a cal y a canto. En fin, cuando vio que todos sus esfuerzos eran inútiles, renunció a su plan y se puso a pensar cómo podría salir de la casa y encontrar el prado, pues recordaba que al llegar a la casa el día anterior no había pisado más que adoquines.

En aquel preciso instante oyó llamar a la puerta. Tinette asomó la cabeza y dijo brevemente:

—El desayuno está servido.

Heidi no pudo comprender que estas palabras fueran una invitación para tomar el desayuno. El rostro burlón de Tinette incitaba más bien a no acercarse a ella y Heidi así lo entendió. Cogió un pequeño taburete de debajo de la mesa, y se sentó en un rincón para esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Al cabo de un buen rato, oyó un rumor de pasos: era la señorita Rottenmeier, la cual parecía tan excitada como la noche anterior. Abrió la puerta y dijo gritando:

—¿Qué significa esto, Adelaida? ¿Es que no sabes lo que quiere decir desayunar? ¡Anda, vamos!

Eso, Heidi lo comprendió y siguió a la señorita Rottenmeier. Clara, que estaba en el comedor hacía ya un buen rato, saludó a Heidi afectuosamente. Estaba mucho más alegre que de costumbre, porque sabía que también hoy iban a producirse nuevos sucesos.

El desayuno transcurrió sin incidentes. Heidi se comió su tostada con perfecta corrección. Cuando hubieron terminado, Clara fue llevada a la sala de estudio en su sillón, y la señorita Rottenmeier ordenó a Heidi que permaneciera con la muchacha hasta que llegara el profesor. Cuando las dos estuvieron solas, Heidi se apresuró a preguntar:

—¿Cómo se puede mirar por la ventana para ver lo que hay fuera?

—¡Pues se abre y luego se mira! —repuso Clara, divertida con la pregunta.

—Estas ventanas no se pueden abrir.

—Claro que sí —replicó Clara—; lo que sucede es que tú aún no puedes. Yo no puedo ayudarte. Pero cuando veas a Sebastián, no tienes más que decirle que abra una.

Fue para Heidi una gran sensación de alivio saber que las ventanas podían abrirse y que se podía mirar hacia afuera, pues la niña aún estaba bajo la impresión de hallarse encerrada. Después, Clara empezó a hacerle preguntas sobre la vida que llevaba en su cabaña, y Heidi, feliz, le habló de los Alpes, de las cabras, de los pastos, y de todo lo que amaba. Mientras tanto había llegado el profesor, pero la señorita Rottenmeier, en vez de conducirlo, como tenía por costumbre, a la sala de estudio, lo hizo pasar al comedor para tener una conversación con él. Le describió la apurada situación en la que se encontraba. Había sido ella, en efecto, la que había escrito al señor Sesemann a París, donde se encontraba entonces, diciéndole que su hija deseaba tener una compañera. Pensaba que sería un estímulo para Clara en los estudios y un agradable entretenimiento fuera de las horas de clase. En realidad, le importaba mucho que hubiese alguien en casa para entretener a la niña enferma cuando ella no tenía ganas de hacerlo, lo que ocurría a menudo. El señor Sesemann respondió que estaba dispuesto a complacer a su hija, con la condición de que la compañera fuera tratada como su propia hija, pues no quería en modo alguno que en su casa se maltratara a una niña, «lo cual era un comentario totalmente inútil del señor —añadió la señorita Rottenmeier— porque ¡quién iba a maltratar a los niños!». Y reanudó su relato, haciendo saber al profesor en qué trampa había caído respecto a aquella criatura y dando numerosos ejemplos de su falta total de los principios más rudimentarios. Por lo tanto, no sólo el profesor habría de comenzar por enseñarle el abecé, sino que ella misma, la señorita Rottenmeier, se vería obligada a inculcarle los modales más elementales. Para salir de esta desastrosa situación ella no veía más que una solución: que el señor profesor declarase que dos alumnas tan diferentes no podrían recibir la misma enseñanza sin perjuicio de la más adelantada. Esto sería para el señor Sesemann una razón muy válida para hacer marcha atrás y reconocer que la niña había de volver inmediatamente de donde venía. Sin embargo, ella no podía hacer nada sin su acuerdo, puesto que el señor ya estaba enterado de la llegada de la niña.

El profesor era muy circunspecto y no consideraba jamás los asuntos por un solo lado. Consoló a la señorita Rottenmeier, asegurándole que si, por una parte, la niña estaba muy atrasada, podría ser que en otro aspecto estuviera más motivada para aprender. Una enseñanza asidua acabaría sin duda por equilibrar su nivel. Entonces, viendo que no hallaba apoyo en el profesor, quien, por el contrario, quería comenzar ya las lecciones con el abecé, la señorita Rottenmeier le hizo entrar en la sala de estudio y se guardó muy bien de seguirle, pues le horrorizaba el alfabeto. Comenzó a dar paseos a lo largo y lo ancho del comedor, pensando en el tratamiento que la servidumbre debía dar a Adelaida. El señor Sesemann había dicho que fuera tratada como su propia hija y eso sin duda debía referirse sobre todo a la relación con la servidumbre. Súbitamente un espantoso ruido que provenía de la sala de estudio, acompañado de gritos reclamando la ayuda de Sebastián, interrumpió sus reflexiones. Se precipitó en la sala: todo el material yacía en el suelo, los libros, los cuadernos, el tintero y el tapete de la mesa. Un pequeño río de tinta negra cruzaba toda la habitación. Heidi había desaparecido.

—¡Dios santo! —exclamó la señorita Rottenmeier retorciéndose las manos— ¡El tapete, los libros, la cesta de labores, todo está manchado de tinta! ¿Se ha visto jamás cosa semejante? ¡Todo es obra, sin duda, de esa endiablada criatura!

El profesor contemplaba el desastre, horrorizado. Clara, quien por el contrario, parecía divertirse mucho con los acontecimientos y sus efectos, explicó:

—Sí, ha sido Heidi, pero no lo ha hecho adrede y no merece ningún castigo. Se ha levantado con tanta precipitación que se ha llevado consigo el tapete y todo se ha venido al suelo. Pasaban unos coches por la calle y entonces salió corriendo para verlos. Puede que jamás haya visto un coche.

—Bien, señor profesor, ¿no es lo que le decía? Esta criatura no tiene la menor noción de nada. No sabe lo que es una lección y mucho menos que las lecciones deben escucharse sin moverse del sitio. Pero ¿dónde se habrá metido esta desgraciada? ¡Si se ha escapado! ¿Qué dirá el señor Sesemann?…

Desapareció por la escalera y bajó corriendo. La puerta de entrada estaba abierta, y, desde el umbral, Heidi examinaba la calle.

—¿Qué significa esto? ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Crees que te puedes escapar sin más? —le gritó a Heidi.

—He oído el ruido de los abetos, pero no los veo, y ahora ya no oigo nada —repuso Heidi sin dejar de mirar en la dirección en la que se había extinguido el ruido de los carruajes que la niña había confundido con el susurro del viento en los abetos.

—¡Abetos! ¿Estamos acaso en la montaña? ¡Qué cosas se te ocurren! ¡Ven, sube conmigo para ver lo que has hecho!

La señorita Rottenmeier volvió a la sala de estudio seguida de Heidi. Ésta quedó estupefacta ante el desastre que había producido sin darse cuenta.

—Por una vez pase, pero que no vuelva a suceder —dijo la señorita Rottenmeier señalando el suelo con el dedo—. Y ten presente que durante las lecciones se debe permanecer sentada en silencio y prestar atención. Si no lo haces, me veré obligada a atarte a la silla. ¿Has entendido?

—Sí —repuso Heidi—, me quedaré sentada.

Acababa de comprender que era una regla, o sea que había que permanecer quieta durante la lección.

Tinette y Sebastián tuvieron que ponerlo todo en orden. El profesor se fue, las lecciones fueron suspendidas. Aquella mañana no había habido ocasión de bostezar.

Todos los días, después de comer, Clara solía dormir la siesta y la señorita Rottenmeier le había dicho a Heidi que podía escoger ella misma sus ocupaciones. Cuando Clara se fue a descansar y la señorita Rottenmeier se retiró a su habitación, Heidi se dio cuenta de que había llegado ese momento. Era precisamente lo que anhelaba, pues tenía una idea en la cabeza. Pero para realizarla, necesitaba ayuda. Se colocó pues en medio del pasillo, al lado de la puerta del comedor para que no se le escapara la persona a la que pensaba pedir el favor. Y, en efecto, Sebastián apareció pronto con una bandeja llena de cubiertos de plata, que iba a guardar en el aparador. Cuando alcanzó el ultimo escalón, Heidi avanzó hacia él y dijo bien claramente:

—¡Sebastián o usted!

Sebastián abrió los ojos desmesuradamente y repuso secamente:

—¿Qué significa eso, señorita?

—Desearía pedirle una cosa, pero no es una cosa mala, como la de esta mañana —le tranquilizó Heidi, porque había advertido que estaba un poco contrariado y pensó que era por la tinta derramada.

—¿Y por qué me llama «Sebastián o usted»? Primero quisiera saber eso —prosiguió con el mismo tono seco.

—Siempre debo llamarle así —aseguró Heidi—. La señorita Rottenmeier lo ha mandado.

Sebastián se echo a reír de tan buena gana que Heidi quedó confusa, no viendo en el asunto nada que pudiera mover a risa. Pero Sebastián había comprendido de qué se trataba.

—Está bien —dijo sin dejar de reír—. Puede continuar la señorita.

—Yo no me llamo señorita —exclamó a su vez Heidi con cierta indignación—. Me llamo Heidi.

—De acuerdo. Pero la misma dama me ha mandado que la llame señorita.

—¿Ah, sí? Entonces es que es así como debo llamarme —repuso Heidi con resignación, pues se daba cuenta de que las cosas debían suceder tal y como la señorita Rottenmeier ordenara—. Ya tengo tres nombres —dijo con un suspiro.

—¿Qué es lo que la señorita quería preguntarme? —dijo Sebastián después de entrar en el comedor y dejar la bandeja en el aparador.

—¿Cómo se puede abrir la ventana, Sebastián?

—Así. Es muy fácil —dijo, abriendo de par en par una de las ventanas del comedor.

Heidi se acercó, pero era demasiada bajita para ver nada. Sebastián le trajo un gran taburete de madera, diciéndole:

—La señorita no tiene más que subir aquí para ver lo que pasa abajo.

Heidi se apresuró a encaramarse en el taburete para poder ver por fin el paisaje, pero en seguida retiró la cabeza, profundamente decepcionada.

—Sólo se ve la calle, y nada más —dijo la niña tristemente-Pero si se da la vuelta a la casa, Sebastián, ¿qué se ve por el otro lado?

—Exactamente lo mismo —repuso Sebastián.

—Entonces, ¿dónde hay que ir para ver hasta muy lejos en el valle?

—Para eso hay que subir a una alta torre, al campanario de una iglesia como aquélla que ve allí con una bola dorada en la cúspide. Desde allí se ve hasta muy lejos por encima de la ciudad.

Heidi, después de haberle escuchado con profunda atención, salió del comedor, bajó las escaleras corriendo y se encontró en la calle. Pero lo que se proponía era más difícil de lo que en un principio imaginara. Desde la ventana le pareció que el campanario se hallaba en línea recta ante ella, que no tenía más que pasar al otro lado para llegar a él.

Entonces bajó la calle, pero no veía ningún campanario, luego bajó otra calle y otra, y seguía sin verlo. Pasaba mucha gente por su lado, pero todos tenían prisa y Heidi se dijo que no tendrían tiempo para indicarle el camino. Al doblar una esquina, vio a un muchacho que llevaba a la espalda un organillo y al brazo un curioso animal. Heidi se acercó y le preguntó:

—¿Dónde está la torre que tiene en lo más alto una bola dorada?

—No sé —repuso el muchacho.

—¿A quién lo tengo que preguntar? —siguió preguntando Heidi.

—No sé.

—¿Conoces alguna otra iglesia que tenga un campanario?

—Sí, conozco una.

—Entonces enséñame dónde está.

—Enséñame tú antes lo que me darás a cambio.

El muchacho tendió la mano. Heidi buscó en su bolsillo y sacó un cromo que representaba una corona de rosas rojas. Lo contempló durante un momento, pues le dolía desprenderse de él. Se lo había dado Clara aquella misma mañana. ¡Pero si pudiera ver el valle y las verdes laderas de la montaña!

—Toma —dijo Heidi—. ¿Lo quieres?

El muchacho retiró la mano haciendo un gesto negativo.

—¿Entonces qué quieres? —preguntó la niña, volviendo, aliviada, a guardarse el cromo.

—Dinero.

—Yo no tengo, pero Clara sí que tiene y me dará. ¿Cuánto quieres?

—Veinte céntimos.

—¡Pues, ven!

Ambos echaron a andar
Ambos echaron a andar

Ambos echaron a andar. En el camino, Heidi preguntó a su compañero qué era lo que llevaba en la espalda cubierto con un paño. El muchacho le explicó que era un órgano del que salía una preciosa música cuando se daba vueltas a la manivela. Llegaron a una vieja iglesia con su alto campanario. El muchacho se detuvo y dijo:

—Es aquí.

—Pero ¿cómo podré entrar? —preguntó Heidi viendo las grandes puertas cerradas.

—No sé —soltó.

—¿Crees que habrá que llamar con la campanilla como cuando se llama a Sebastián?

—No sé.

Heidi había descubierto una campanilla en la pared y se puso a tirar del cordón con todas sus fuerzas.

—Si subo, espérame abajo, si no, no sabré volver sola. Tendrás que enseñarme el camino.

—¿Qué me darás a cambio?

—¿Qué más quieres que te dé?

—Otros veinte céntimos.

De pronto una llave chirrió en la vieja cerradura y la puerta se abrió rechinando. Asomó un viejo que comenzó por mirar a los niños con estupefacción y luego les increpó, bastante furioso.

—¿Quién os ha dado permiso para llamar? ¿No sabéis leer lo que pone encima de la campanilla?: «Para los que quieran subir al campanario».

El muchacho señaló con el dedo a Heidi sin pronunciar palabra. Ésta repuso:

—¡Es lo que yo quería, subir al campanario!

—¿Y qué quieres hacer allá arriba? —preguntó el campanero—, ¿te envía alguien?

—No, sólo quiero subir para ver lo que hay abajo.

—¡Volved a casa y mucho cuidado con repetir estas bromas, la próxima vez os vais a enterar!

Dichas estas palabras, el campanero fue a cerrar la puerta, pero Heidi lo detuvo asiéndole de la chaqueta, y le suplicó:

—¡Sólo una vez!

El viejo giró la cabeza. Heidi tenía una mirada tan implorante que no pudo resistir. La tomó de la mano y le dijo amablemente:

—Si tanto lo deseas, ven conmigo.

El muchacho se sentó sobre las gradas de piedra delante de la puerta y con un gesto señaló que no quería acompañarla. Heidi, cogida de la mano del campanero, subió muchas, muchísimas escaleras, cada vez más estrechas. Después subieron una escalerilla más angosta aún y finalmente llegaron a lo alto del campanario. El campanero aupó a Heidi a la altura de la ventana abierta.

—Ya puedes mirar abajo —le dijo.

Heidi vio un mar de techos, torres y chimeneas. Retiró la cabeza y dijo con descorazonamiento:

—No es lo que yo creía.

—¿Lo ves? Una niña pequeña como tú no sabe apreciar esta vista. ¡Ven, vamos a bajar y no vuelvas a tirar de la campanilla otra vez!

El anciano dejó a Heidi en el suelo y ambos comenzaron a bajar, él delante. A mitad de camino, donde las escaleras se ensanchaban un poco, había una puerta que conducía a la habitación del campanero; a su lado el techo formaba una pendiente, juntándose con el piso. Allí, ante una cesta, había una gran gata gris, que comenzó a maullar amenazadoramente, porque en la cesta estaban sus crías y la madre advertía a los visitantes que no debían mezclarse en asuntos de familia. Heidi se detuvo sorprendida. En su vida había visto un gato tan grande. Había muchísimos ratones en el campanario y el animal cazaba con facilidad media docena cada día. El campanero, advirtiendo la sorpresa de Heidi, le dijo:

—Acércate. No te hará nada si estás conmigo. Puedes mirar los gatitos.

Heidi se acercó a la cesta y gritó, loca de alegría:

—¡Oh, qué bonitos son! ¡Qué chiquitines!

Se puso a dar vueltas alrededor de la cesta para ver mejor los siete u ocho mininos que se subían unos encima de los otros, trataban de encaramarse al borde de la cesta y caían de espaldas una y otra vez.

—¿Te gustaría tener uno? —preguntó el anciano, que disfrutaba viendo la alegría de la niña.

—¿Uno para mí sola? ¿Para tenerlo siempre? —exclamó sin poder dar crédito a lo que oía.

—Sí, sí, sólo para ti. Y si los quieres todos y tienes donde ponerlos, te los puedes llevar —añadió, ya que no deseaba otra cosa que deshacerse de los animales sin verse obligado a matarlos.

Heidi se sentía colmada de felicidad. Sin duda alguna que había sitio para ellos en la inmensa casa donde ahora vivía.

¡Oh, qué contenta se pondría Clara cuando la viera llegar con tan lindos gatitos!

—Pero ¿cómo podría llevármelos? —preguntó Heidi tendiendo la mano para coger uno.

La gran gata se arrojó entonces sobre su brazo y mayó con aire tan amenazador, que la niña retrocedió asustada.

—Si me dices dónde vives, yo te los llevaré —dijo el campanero acariciando a la gata para calmarla, pues eran buenos amigos. Hacía mucho tiempo que vivían juntos en el viejo campanario.

—Vivo en la casa del señor Sesemann, que en la puerta tiene una cabeza de perro dorada, con un gran anillo en la boca —repuso vivamente Heidi.

El anciano no necesitaba tantas explicaciones. Desde que vivía en el campanario conocía todas las viviendas de muchas leguas a la redonda; además, Sebastián era buen amigo suyo.

—Ya sé dónde es —repuso el viejo—. Dime, cuando lleve a los gatos, ¿por quién he de preguntar? Porque ¿tú no perteneces a la casa Sesemann, verdad?

—No, pero está Clara, que se alegrará mucho cuando vea los gatitos.

El campanero quería irse, pero Heidi no podía decidirse a dejar aquel espectáculo tan divertido.

—¡Si pudiera llevarme ahora uno o dos! Uno para mí y otro para Clara, ¿me deja?

—Espérate un momento —dijo el campanero.

Cogió la gata con precaución y la dejó en su habitación, delante de un platito de leche. Después cerró la puerta y volvió al lado de Heidi.

—Ahora toma los dos gatitos.

Los ojos de la niña brillaron de gozo. Escogió uno completamente blanco y otro con listas blancas y puso uno en el bolsillo derecho de su delantal, y el otro en el izquierdo. Después bajó la escalera. El muchacho seguía sentado en los escalones. Cuando el campanero hubo cerrado la puerta detrás de Heidi, ésta preguntó:

—¿Qué camino hay que tomar para volver a casa del señor Sesemann?

—No sé —contestó una vez más.

Heidi entonces le dio cuantos detalles conocía de la casa: la puerta de entrada, las ventanas, la escalera; pero el muchacho no hacía más que mover la cabeza negativamente. Todo aquello le era desconocido.

—Mira, si te asomas a una de las ventanas, se ve una casa grande y gris que tiene un tejado así —explicó Heidi marcando en el espacio varios zigzags con el dedo índice.

En seguida, el muchacho se puso en pie de un salto —tenía la misma forma de orientarse que ella— y se fue derecho hacia la casa, seguido de Heidi. En poco tiempo llegaron a la gran puerta adornada con una cabeza de perro de latón. Heidi tiró del cordón de la campanilla y apareció Sebastián, que, apenas vio a la niña, exclamó:

—¡De prisa, de prisa!

Heidi se apresuró a entrar y Sebastián cerró la puerta sin reparar en el muchacho que no salía de su asombro.

—De prisa, señorita —repitió Sebastián—, al comedor, ya están sentadas a la mesa. La señorita Rottenmeier está a punto de explotar.

Pero ¿cómo se le ha ocurrido hacer esta escapada?

Heidi entró en la habitación. La señorita Rottenmeier no levantó los ojos de su plato. Clara tampoco dijo nada. Ese silencio era inquietante. Sebastián colocó en su sitio la silla de Heidi. Cuando estuvo sentada, la señorita Rottenmeier le dijo con rostro severo y tono solemne:

—Adelaida, después de la comida he de hablar contigo. De momento te diré sólo que lo que has hecho es muy grave y merece castigo: marcharse de casa sin pedir permiso, sin decir nada a nadie, y andar por Dios sabe dónde toda la tarde, es una conducta en verdad sin precedentes.

—¡Miau! —se escuchó por toda respuesta.

Entonces la dama montó en cólera.

—¿Cómo, Adelaida? —gritó con una voz cada vez más aguda—. Después de hacer lo que has hecho, ¿aún te atreves a burlarte de mí? ¡Ojo con lo que haces: te lo advierto!

—Yo… —balbuceó Heidi.

—¡Miau, miau!

Sebastián casi dejó caer la fuente sobre la mesa y salió precipitadamente de la habitación.

—Esto es demasiado —dijo la señorita Rottenmeier con voz apagada—. Levántate y sal del comedor.

Heidi, aturdida, se levantó de su silla y trató aún de explicarse.

—Yo no soy…

—¡Miau! ¡Miau!

—Pero, Heidi —le dijo Clara—, ¿por qué haces «miau» si ves que eso disgusta a la señorita Rottenmeier?

—No soy yo la que lo hago, son los gatitos logró por fin decir Heidi.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Gatitos? —exclamó la señorita Rottenmeier—. ¡Sebastián! ¡Tinette! ¡Buscad a esos horribles animales! ¡Lleváoslos!

Y dicho esto, echó a correr hacia la sala de estudio y se encerró pasando el cerrojo para estar más segura, pues para la señorita Rottenmeier los gatos eran los más horribles animales de la creación. Sebastián, que estaba detrás de la puerta, hacía grandes esfuerzos para dominar su risa. Al acercarse a Heidi para servirla, había visto que por uno de sus bolsillos asomaba una cabeza de gato, y se imaginaba la escena que se iba a producir. Cuando por fin recobró la serenidad, entró en el comedor. Hacía un buen rato ya que la señorita Rottenmeier había huido pidiendo auxilio, y la calma había vuelto. Clara tenía los gatitos en el regazo y Heidi estaba arrodillada ante ella. Ambas jugaban, encantadas, con los graciosos animalitos.

—Sebastián —le dijo Clara al verle entrar—, necesitamos su ayuda. Tendría que encontrar un sitio para los gatos donde la señorita Rottenmeier no los pueda descubrir, porque les tiene mucho miedo y no los quiere en la casa. Pero nosotras los encontramos muy monos y nos gustaría quedárnoslos; los sacaremos del escondite cuando estemos solas. ¿Dónde podríamos guardarlos?

—Yo me encargo de eso, señorita Clara —se apresuró a responder Sebastián—. Les haré una camita en una cesta y la pondré en un rincón al que una dama temerosa no tratará de llegar, puede contar con ello.

Sebastián puso en el acto manos a la obra riendo para sus adentros, pues pensaba: «¡Esto no acabará aquí!». No le disgustaba ver a la señorita Rottenmeier perder la compostura.

Más tarde, a la hora de acostarse, la señorita Rottenmeier entreabrió la puerta de la sala de estudio y preguntó:

—¿Han desaparecido ya esos repulsivos animales?

—Naturalmente —respondió Sebastián, que se había quedado en la habitación, sabiendo que se le iba a hacer la pregunta.

Cogió rápidamente los dos gatitos que permanecían en el regazo de Clara y desapareció con ellos.

En cuanto al sermón que la señorita Rottenmeier reservaba para Heidi, fue dejado para el día siguiente, pues aquella noche se encontraba agotada por las emociones, la ira y el susto que la niña le había causado sin saberlo. Se retiró pues en silencio, y las dos niñas hicieron lo mismo, muy contentas de saber que sus gatitos estaban seguros en una buena cama.

Adorno