Heidi conoce a la abuela de Pedro, una encantadora anciana que vive en una destartalada cabaña junto con su hija, la madre del pequeño cabrero. La pequeña niña cambia la vida de la familia con su sencilla forma de ser y su gran corazón.
Al día siguiente, el sol volvió a salir radiante, y con él aparecieron otra vez Pedro y sus cabras, y todos tomaron nuevamente el camino hacia los pastos de alta montaña. Y así pasó el verano, día tras día, y Heidi, tostada por el sol y el aire, se hacía cada vez más fuerte y robusta. Nada faltaba a su felicidad: vivía dichosa y alegre, como los pájaros en el bosque.
Llegó el otoño y el viento se puso a soplar con más fuerza en las montañas. Entonces el abuelo decía:
—Hoy te quedarás en casa, Heidi. Eres demasiado pequeña y el viento es tan fuerte que te podría llevar montaña abajo en una de sus ráfagas.
Cuando esto sucedía, Pedro se ponía triste. Pensaba en la aburrida jornada que le esperaba sin Heidi, y además tendría que renunciar a la copiosa comida y las cabras se mostrarían más díscolas y traviesas. Se habían acostumbrado tanto a la presencia de la niña, que sin ella no querían marchar por el camino señalado, si no que se dispersaban hacia todos lados y Pedro tenía mucho trabajo en mantenerlas reunidas.
En cambio, Heidi no conocía aquellas horas tristes, porque siempre hallaba cosas que le agradaban. Naturalmente hubiera preferido seguir al pastor y sus cabras al monte, a los prados floridos, allí donde volaba alto el gavilán y donde sucedían tantas cosas con las cabras; pero también le entretenía mirar cómo el abuelo trabajaba la madera. Y cuando se dedicaba a preparar los bonitos y redondos quesos de cabra, le gustaba mucho verle ocupado con los preparativos, remangadas las mangas, y verle remover la masa en la gran caldera. Pero sobre todas las cosas, le gustaba a Heidi, en aquellos días en que soplaba el viento otoñal, el misterioso runrún de los tres abetos que había detrás de la cabaña. De cuando en cuando dejaba sus quehaceres, cualesquiera que fuesen, para escuchar debajo de los árboles, porque nada le parecía tan bello como aquel murmullo profundo y misterioso de las ramas. No se cansaba de mirar y de escuchar aquella música salvaje del viento sacudiendo con fuerza los árboles centenarios.
El sol ya no era tan caliente como en verano y Heidi sacó del armario sus calcetines y sus zapatos y también un vestido, porque hacía cada vez más fresco y cuando estaba debajo de los abetos se quedaba aterida; pero nada podía retenerla en casa cuando oía el runrún de los árboles.
Y llegó el frío. Pedro se soplaba las manos cuando llegaba por la mañana temprano a la cabaña del Viejo. Y una mañana, todo amaneció blanco: durante la noche había caído la primera nevada y ya no se veía ni una sola mancha verde. Pedro el cabrero dejó de subir al monte con sus cabras. Heidi, sentada junto a la ventana, contemplaba cómo caía la nieve en grandes copos, sin interrupción. Tan grande fue la cantidad de nieve caída, que al fin alcanzó el borde inferior de la ventana, y aún seguía subiendo de tal manera que ya no se podía abrir la ventana. Dentro se estaba bien calentito. A Heidi eso le pareció tan divertido que no paraba de correr de una ventana a otra para ver en qué iba a parar todo aquello. Se preguntaba si por fin la nieve cubriría toda la cabaña, y si sería preciso encender las luces en pleno día. Pero las cosas no llegaron a tanto. Al día siguiente cesó la nieve y el abuelo salió fuera y se puso a quitar la nieve. Con una pala fue amontonando la nieve en varios sitios hasta que las ventanas y las puertas quedaron despejadas. Por suerte el abuelo lo había hecho en seguida, porque cuando él y Heidi se hallaban por la tarde sentados junto al fuego del hogar, oyeron de pronto recios golpes y patadas delante de la puerta, y a poco entró Pedro el cabrero, que hacía aquel ruido cuando se quitaba la nieve de los zapatos. De hecho estaba cubierto de nieve porque tuvo que abrirse camino a través de una capa tan densa que grandes trozos quedaron pegados a su ropa por el frío. Pero ni la nieve ni el frío le hicieron renunciar a su empeño: hacía ocho días que no veía a Heidi y la echaba de menos.
—Buenas tardes —dijo al entrar.
Después se acercó al fuego y no dijo nada más, pero su rostro expresaba franca alegría por estar allí. Heidi le miraba asombrada ya que se hallaba tan cerca del calor del hogar que la nieve empezó a derretirse y caía de su ropa en forma de lluvia.
—Bien, general, ¿cómo te van las cosas? —preguntó el abuelo—. Ahora te has quedado sin ejército y tienes que morder el lápiz.
—¿Por qué ha de morder el lápiz, abuelo? —preguntó Heidi, muy curiosa.
—Durante el invierno, Pedro tiene que ir al colegio —explicó el anciano—; allí se aprende a leer y a escribir y eso, a veces, resulta muy difícil y morder el lápiz ayuda, ¿verdad, general?
—Sí, es verdad —confirmó Pedro.
Heidi mostró inmediatamente gran interés en saber mas acerca del colegio, lo que se podía ver y oír allí, e hizo muchas preguntas a Pedro. Y como con Pedro las conversaciones solían ser de larga duración, su ropa fue secándose poco a poco. Le costaba mucho encontrar las palabras para expresar sus pensamientos, y aquel día le resultaba aún más complicado que de costumbre, porque apenas había logrado contestar a una pregunta de Heidi, cuando ésta ya le asediaba con la siguiente, y eran preguntas siempre inesperadas que se tenían que contestar con frases enteras.
El abuelo había permanecido silencioso durante aquella conversación, pero más de una vez contrajo la boca en débil sonrisa, señal de que escuchaba atentamente.
—Bueno, general, ahora ya te has fogueado bien y necesitas reponer fuerza —dijo al fin—. Ven y haznos compañía.
Y esto diciendo, se dirigió al armario y sacó la comida. Heidi puso en seguida los taburetes junto a la mesa. Desde la llegada de la niña, el anciano había construido también un banco muy largo junto a la pared y otros asientos para dos, porque a Heidi le gustaba seguirle por todas partes y sentarse al lado de su abuelo. Los tres se instalaron cómodamente alrededor de la mesa y Pedro puso los ojos como platos cuando vio el enorme trozo de carne ahumada que el Viejo de los Alpes colocó sobre la gruesa rebanada de pan destinada a él; hacía mucho tiempo que el muchacho no había comido tan bien.
Después de esta excelente cena, ya casi era de noche y Pedro se dispuso a marcharse. Dio las gracias, las buenas noches, y en el umbral de la puerta se volvió una vez más y dijo: —Volveré el domingo que viene. Y la abuela me ha mandado decirte que podrías visitarla también alguna vez.
Que alguien quisiera verla era algo completamente nuevo para Heidi, pero no cesó ya de pensar en la visita, y al día siguiente, la primera cosa que dijo a su abuelo fue:
—Abuelo, tengo que ir a ver a la abuela. Ella me espera.
—Hay demasiada nieve —respondió el abuelo.
Pero Heidi no olvidó el proyecto. Tenía que ir, la abuela la esperaba. De aquí que no transcurriera un solo día sin que la niña no repitiese cuando menos seis o siete veces:
—Hoy debería ir, abuelo, la abuela me espera.
El cuarto día después de la visita de Pedro, se produjo una fuerte helada, el suelo crujía a cada paso. Pero el sol iluminaba el interior de la cabaña.
Heidi, sentada en el taburete y comiendo volvió a repetir: —Hoy debería ir a ver a la abuela; seguramente se le hará largo el tiempo de tanto esperar.
Aquella vez el abuelo se levantó, subió sin decir nada al desván donde guardaba el heno y bajó la tela de saco que servía de colcha en la cama de la niña, diciendo:
—Vamos, pues.
Loca de alegría, Heidi saltó de su asiento y se precipitó fuera de la casa. Los viejos abetos estaban silenciosos; su ramaje se doblaba bajo el peso de la espesa y blanca nieve sobre la que jugueteaban los rayos del sol arrancando vivos destellos. Era un espectáculo magnífico. Heidi, maravillada, empezó a exclamar:
—¡Sal, abuelo, sal pronto! ¡Mira! ¡Los abetos están cubiertos de oro y plata!
El anciano salió del cobertizo arrastrando un gran trineo. Éste, destinado al transporte de la madera de la montaña, estaba provisto en su parte delantera de un fuerte travesaño y, sentado en el vehículo, era posible guiarlo al descender.
El abuelo, después de haber admirado debidamente los abetos que Heidi le había indicado, envolvió a la niña con el gran saco, se acomodó en el trineo y la sentó en sus rodillas; luego asió el travesaño para mantener el equilibrio y dio un vigoroso empujón con ambos pies. El trineo partió como una flecha y se deslizó por el sendero con gran rapidez. Heidi tuvo la impresión de que volaba como los pájaros y daba grandes gritos de alegría. De pronto el trineo se detuvo casi en seco. Habían llegado a la cabaña de Pedro, el cabrero. El abuelo puso la niña en tierra, le quitó el saco con la que la había envuelto y dijo:
—Ahora entra y cuando comience a oscurecer ponte en camino para regresar a casa.
Luego dio vuelta al trineo y, arrastrándolo tras de sí, volvió a subir por el sendero.
Heidi abrió la puerta de la cabaña y penetró en una habitación muy pequeña y oscura. En uno de los rincones había un hogar y algunos recipientes en una repisa: aquello era la cocina. Heidi empujó otra puerta y entró en un cuarto estrecho y de techo bajo. No era aquélla una cabaña grande y hermosa de montañés, como la de su abuelo, sino una choza en la que todo era bajo y estrecho. En una mesa estaba sentada una mujer que remendaba el chaleco de Pedro; Heidi lo reconoció en seguida. Una viejecita arrugada hilaba en un rincón del cuarto. Heidi comprendió inmediatamente quién era aquella anciana y, sin vacilar, se dirigió hacia ella, diciendo:
—Buenos días, abuela. Hoy he venido a verte. ¿Se te ha hecho muy larga la espera?
La viejecita levantó la cabeza y buscó con su mano la que le ofrecía Heidi y, cuando la hubo cogido, la retuvo un momento sin hablar. Al fin dijo:
—¿Eres tú la pequeña que vive allí arriba con el Viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?
—Sí, sí, soy yo —respondió la niña—. El abuelo acaba de traerme aquí en el trineo.
—¿Es posible? ¡Tu mano está calentita! Dime, Brígida, ¿es verdad que el Viejo ha bajado hasta aquí con la pequeña?
Brígida, la madre de Pedro, se levantó y examinó a la niña de pies a cabeza con la mayor curiosidad.
—No lo sé, madre —dijo—. Que el Viejo haya traído aquí a esta niña, cuesta creerlo; quizá la niña no sabe lo que dice.
Pero Heidi miró a aquella mujer fijamente a los ojos y dijo con gran firmeza:
—Yo sé muy bien quién me ha envuelto en el abrigo y quién me ha traído en el trineo. Ha sido mi abuelo.
—Entonces parece que hay algo de verdad en lo que Pedro nos ha contado este verano acerca del Viejo de los Alpes, cuando nosotras creíamos que el muchacho se lo inventaba —dijo la abuela—. ¡Pero quién hubiera creído que eso fuera posible! Yo estaba segura de que la pequeña no podría vivir ni tres semanas allí arriba. ¿Qué aspecto tiene, Brígida?
—Se parece mucho a Adelaida, pero tiene los ojos negros y el pelo encrespado como Tobías y el viejo de allí arriba; creo que se parece un poco a los dos.
Durante aquella conversación, Heidi no había perdido el tiempo, pues se había puesto a examinar todo lo que viera a su alrededor.
—Abuela —dijo—, mira aquella contraventana que está suelta y da golpes. El abuelo la fijaría en seguida con un clavo, porque si no, con los golpes, un día romperá los cristales. ¡Mira cómo se mueve! —¡Hija mía! —respondió la anciana—. Yo no puedo verlo como tú, pero lo oigo. Y no es solamente la contraventana, es toda la casa que parece quererse partir por los crujidos que da. El viento entra aquí por todas partes, la casa está muy vieja, y de noche, cuando Brígida y Pedro duermen, tengo miedo de que se venga abajo y quedemos todos enterrados. ¿Quién quieres que arregle la casa? Pedro no puede, no entiende nada de eso.
—Pero ¿por qué no puedes ver cómo se mueve la contraventana? ¡Fíjate cómo se mueve ahora!
Y Heidi la señaló con la mano.
—¡Ay hija mía! Yo no puedo ya ver nada, ni contraventanas ni otras cosas —repuso la anciana suspirando.
—Y si salgo y abro bien esa contraventana para que entre mucha luz, ¿no verás entonces?
—No, no, eso no serviría de nada; nadie puede devolverme la luz.
—Pero si tú salieras fuera, con la nieve tan blanca, tú verías, estoy segura. Ven, abuela, te lo voy a enseñar.
Heidi, a la que las palabras de la anciana empezaban a intrigarla un poco, la cogió de la mano para llevarla afuera.
—No, hija mía, déjame, para mí siempre será la noche, aunque estuviese en la blanca nieve; la luz ya no penetra en mis ojos.
—Entonces puede que en verano sí veas —insistió Heidi, cada vez más angustiada y buscando una solución—. Sabes, cuando el sol quema mucho y se pone, dice buenas noches a las montañas y todo parece envuelto en fuego y las pequeñas flores brillan. Entonces estoy segura de que podrías ver.
—No, mi niña, nunca más volveré a ver las montañas envueltas en fuego, las flores doradas, nunca más en la tierra podré ver la luz.
Heidi se echó a llorar amargamente y llena de pesar sollozaba:
—¿Es que nadie puede hacer que veas? ¿Nadie?
La abuela trató de consolar a la niña, pero no le resultó fácil. Heidi no lloraba casi nunca, pero cuando empezaba, ya no podía parar.
—Heidi, hijita —dijo—, acércate, quiero decirte algo. Cuando ya no se puede ver nada, aún gusta más oír palabras amables, y a mí me encanta escucharte a ti. Ven, siéntate a mi lado y cuéntame algo. Dime qué haces allí arriba con tu abuelo. Yo lo conocí en otro tiempo, pero ahora ya hace mucho que nadie me da noticias suyas, excepto Pedro, y no habla mucho.
De repente, Heidi tuvo una nueva idea. Se secó rápidamente las lágrimas y dijo en tono consolador:
—Espérate, abuela, hasta que yo se lo cuente todo al abuelo; él hará que tú veas y también te arreglará la casa para que no haga más ruido cuando sopla el viento. El abuelo sabe arreglarlo todo.
La abuela callaba y la niña empezó a contarle con mucha viveza cómo vivía ella con su abuelo, lo que hacía durante los días de invierno. Le explicaba todas las cosas que el abuelo sabía hacer de madera: bancos, taburetes, pesebres para las cabras, y la gran tina en la que podía bañarse en verano, y una escudilla para leche y una cuchara también. A medida que iba contando, se animaba cada vez más al recuerdo de tantas cosas bonitas que había visto fabricar de un sencillo trozo de madera. Le confió que ella se quedaba sentada al lado del abuelo para ver cómo lo hacía, porque un día ella también quería hacerlo.
La abuela escuchaba con mucha atención, exclamándose de vez en cuando:
—¿Oyes, Brígida, lo que dice del Viejo?
De pronto la conversación fue interrumpida a causa de un gran golpe dado en la puerta, y Pedro apareció en el umbral. Al ver a Heidi, se detuvo en seco, abriendo como nunca sus grandes y redondos ojos y sonrió cuando Heidi le saludó.
—¿Cómo es posible que ya haya vuelto del colegio? —exclamó la anciana muy sorprendida— Hacía muchos años que la tarde no me había parecido tan corta como hoy. ¡Buenas tardes, Pedrito! ¿Cómo va la lectura?
—Lo mismo que siempre —contestó Pedro.
—¡Ay! —suspiró la abuela—, esperaba que las cosas cambiarían, ahora que vas a cumplir doce años.
—¿Por qué habían de cambiar las cosas, abuela? —preguntó Heidi muy interesada.
—Quiero decir que podría haber aprendido a leer —respondió la anciana—. Allí encima de la repisa hay un viejo libro de oraciones, con hermosos cánticos. Hace ya tantísimo tiempo que no los he oído cantar, que los he olvidado, y esperaba que Pedro podría leerlos para mí alguna vez, cuando aprendiera a leer; pero no puede aprender, es demasiado difícil para él.
—Voy a encender la lumbre, está oscureciendo ya —dijo entonces la madre de Pedro, que no había dejado un momento de mover la aguja—. También a mí la tarde se me ha pasado volando.
Al oír eso, Heidi se levantó bruscamente, y tendiendo la mano a la abuela, dijo:
—Adiós, abuela. Ahora he de marcharme porque está oscureciendo.
Después se despidió de Pedro y de su madre y se dirigió a la puerta.
—Espérate, Heidi, no quiero que te marches sola. Pedro te acompañará. Cuídala bien, Pedro, no vaya a caerse y sobre todo que no coja frío, ¿has entendido? ¿Tiene un buen pañuelo para taparse?
—No, no tengo ninguno —repuso Heidi—, pero no tendré frío.
Y se puso en camino con tanta prisa, que Pedro apenas podía seguirla, mientras la anciana suplicaba:
—Corre detrás de ellos, Brígida; la pequeña se helará de frío. Ten, toma mi chal y corre.
Brígida obedeció. Los dos niños habían dado apenas veinte pasos por el sendero cuando vieron que el abuelo bajaba a toda prisa a su encuentro.
—Está bien, Heidi, has tenido palabra —dijo, envolviéndola en la manta—. Y la cogió en brazos y emprendió el regreso hacia la cabaña.
Brígida, que había llegado a tiempo para presenciar la escena, no salía de su asombro. Volvió a la cabaña con Pedro y contó a la anciana lo que había visto. Ésta también se sorprendió mucho y repitió varias veces:
—¡Gracias a Dios que las cosas le van bien a la niña, gracias a Dios! ¡Ojalá la deje volver aquí! Es tan buena y saber contar cosas tan bonitas. ¡Cuánto bien me ha hecho tenerla a mi lado! Hasta cuando se hubo acostado, la abuela seguía repitiendo: —¡Ojalá vuelva! ¡Ahora ya tengo algo en el mundo de que alegrarme otra vez!
Brígida estaba de acuerdo con su madre, y en cuanto a Pedro, asentía con la cabeza y, con una ancha sonrisa, decía: —Yo ya lo sabía.
Mientras tanto Heidi, en brazos de su abuelo, trataba de explicarle todo lo que había visto y oído, pero la manta que la tapaba era tan gruesa, que el abuelo no entendía nada de lo que la pequeña decía.
—Espérate un poco, cuando lleguemos a casa me lo contarás todo —le dijo.
Apenas habían entrado en la cabaña, Heidi se quitó el gran saco de encima y exclamó:
—Abuelo, mañana debemos coger el martillo y clavos grandes para clavar los postigos de la choza de la abuela y muchas otras cosas, porque todo cruje y se deshace allí.
—¿Debemos? ¡Mírala! ¿Quién ha dicho eso? —preguntó el abuelo.
—Nadie ha dicho nada, pero yo lo sé —replicó Heidi—. Todo está roto y la abuela no puede dormir porque tiene miedo de que la casa se les caiga encima y los entierre a todos. Y además, ¿sabes?, la abuela no ve, no puede ver nada, pero ¿tú harás que vea, verdad, abuelo? Debe de ser muy triste para ella estar siempre en la oscuridad y encima con miedo y sin nadie que la ayude. ¡Sólo tú puedes curarla! Mañana iremos, ¿verdad que iremos, abuelo?
Heidi había abrazado al anciano y lo miraba con sus ojos dulces llenos de confianza. Él la miró un momento sin hablar, y al fin dijo:
—Sí, Heidi, mañana iremos a reparar un poco la cabaña de la abuela; eso es algo que sabemos hacer.
Entonces Heidi se puso a dar saltitos de alegría por toda la habitación, y exclamaba:
—¡Mañana iremos! ¡Mañana iremos!
El abuelo cumplió su palabra. A la tarde del día siguiente bajaron otra vez en el trineo y, como el día anterior, el anciano dejó a la niña a la puerta de la choza, diciendo:
—Entra y cuando empiece a oscurecer, regresa.
Después colocó sobre el trineo la tela que a Heidi le servía de colcha y de abrigo y desapareció detrás de la casa.
Apenas abrió Heidi la puerta de la choza, la abuela gritó desde su rincón:
—¡Ahí viene la pequeña! ¡Ya viene Heidi!
Y tanta fue la alegría, que dejó la rueca y el hilo y tendió las manos hacia ella.
Heidi se precipitó en sus brazos y, después de saludarla, arrimó un taburete y se sentó a su lado, comenzando inmediatamente a contar y a preguntar un sinfín de cosas. Pero de repente se oyeron golpes muy fuertes en la pared de la choza y la abuela se sobrecogió de miedo y derribó la rueca, exclamando con voz temblorosa:
—¡Misericordia! ¡Ya lo decía yo, la casa se viene abajo! Pero Heidi la cogió por el brazo y la consoló diciendo: —No, abuela, no tengas miedo. Es el abuelo con su martillo; va a poner clavos en toda la casa para que nunca más tengas miedo.
—¿Es posible que suceda esto? ¿Es posible? Entonces Dios no nos ha abandonado. ¿Has oído, Brígida? Sí, sí, es el ruido de los golpes de un martillo. Sal, Brígida, y si es el Viejo de los Alpes, di le que entre un momento para que yo pueda darle las gracias.
Brígida salió. El abuelo estaba a punto de fijar otro clavo en la pared. La madre de Pedro avanzó hacia él.
—Le deseo buenas tardes —le dijo— y mi madre también. Le estamos muy agradecidas por el servicio que nos presta, y mi madre quisiera darle personalmente las gracias. Sólo usted es capaz de hacer eso por nosotras y nunca lo olvidaremos.
—Basta, basta —interrumpió ásperamente el anciano—. Ya sé muy bien lo que piensan del Viejo de los Alpes. Entre en casa y no se preocupe de mí, que yo sé encontrar las cosas que necesitan reparación.
Brígida obedeció inmediatamente porque el anciano tenía un modo de decir las cosas y de mirar, que hacían perder las ganas de contradecirle. Continuó clavando y arreglando las tablas sueltas de la casa y cuando hubo dado la vuelta, subió por una pequeña escalera de madera sobre el techo para repararlo también. Cuando hubo hincado el último clavo, empezó a oscurecer. Entonces fue a buscar el trineo, que había atado detrás del establo de las cabras, y en aquel momento Heidi apareció en el umbral de la puerta. El abuelo la abrigó cuidadosamente, la cogió en brazos como la noche anterior, y luego echó a andar, arrastrando el trineo con la mano libre. Hubiera podido sentar a Heidi en él, pero corría el peligro de que la manta se soltara y la pequeña se helase durante el camino. El abuelo sabía muy bien lo que podía pasar y prefería llevar a la niña en brazos para que no tuviera frío.
De este modo pasó el invierno. Después de los largos años de oscuridad y de tristeza, la abuela de Pedro, muy viejecita y ciega, sintió que una nueva alegría llenaba su vida, y los días no le parecían tan largos y sombríos, ahora que se veía rodeada del cariño de la pequeña Heidi. Después del mediodía esperaba oír la anciana los pasos menudos tan conocidos, y apenas se abría la puerta y la pequeña entraba en la habitación, no dejaba de exclamar nunca:
—¡Dios sea loado! ¡Ya esta aquí!
Y Heidi se sentaba siempre a su lado para charlar y contar de un modo tan divertido todo lo que podía interesar a la anciana, que las horas transcurrían sin que ésta se diera cuenta. Brígida ya no la oía nunca más preguntar:
—Pero ¿aún no se ha acabado el día?
Al contrario, ahora, cada vez que se cerraba la puerta tras Heidi, solía exclamar:
—¡Qué cortas son las tardes! ¿Verdad, Brígida?
Y ésta respondía:
—Sí, es verdad, parece que ahora mismo haya terminado de fregar los platos de la comida.
—Que el Señor nos conserve a esta niña y al Viejo de los Alpes su buena voluntad —añadía la anciana—. ¿Hace cara de salud, la pequeña?
Y cada vez contestaba Brígida:
—Está tan fresca como una manzana.
Heidi había llegado a querer mucho a la vieja abuela y cada vez que recordaba que nadie, ni siquiera su abuelo, podía hacer que volviese a ver, experimentaba una gran tristeza. Pero la abuela no se cansaba de repetir a la pequeña que nunca sufría a causa de su ceguera cuando ella se hallaba a su lado, y así Heidi no dejaba de bajar a la choza ninguna tarde por poco que el tiempo invernal lo permitiera. El abuelo, sin que mediara entre ellos una palabra, había continuado llevándose el martillo y otras herramientas y pasaba muchas tardes remendando la casa de Pedro el cabrero. De aquí que durante las largas noches del tempestuoso invierno la casa ya no crujiera como antes, y la abuela afirmó que hacía muchísimo tiempo que no dormía tan tranquila y que nunca olvidaría lo que el Viejo de los Alpes había hecho por ellos.