Heidi conoce a su abuelo y elige un lugar donde dormir en la parte alta de la casa. El abuelo de Heidi le ayuda a preparar una acogedora cama y acondiciona el resto del mobiliario para que la niña se encuentre cómoda.
Cuando tía Dete hubo desaparecido, el Viejo se volvió a sentar sobre el banco y empezó a sacar de su pipa grandes nubes de humo, la mirada fijada en el suelo, sin decir una palabra.
Mientras se hallaba sumido en sus meditaciones, Heidi examinó con visible satisfacción todo cuanto la rodeaba. Poco tardó en descubrir el establo de las cabras adosado a la casa, y echó un vistazo en el interior. Estaba vacío. La niña continuó entonces sus exploraciones y llegó hasta los viejos abetos, detrás de la cabaña. El viento soplaba con tanta fuerza en las ramas, que se oía gemir y aullar en las cimas. Heidi se detuvo para escuchar. Cuando el viento amainó un poco, la niña dio la vuelta a la cabaña y se encontró otra vez frente a su abuelo. Vio que no se había movido del sitio. Entonces se colocó delante de él y, con las manos a la espalda, le contempló. El abuelo alzó los ojos.
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó a la niña, que permanecía inmóvil.
—Quisiera ver lo que hay dentro de la cabaña —dijo Heidi.
—Pues, ¡ven! —exclamó el abuelo, mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta—. Coge tu ropa —añadió antes de entrar en la casa.
—¡Ya no la necesito! —declaró Heidi.
El viejo se volvió y fijó una mirada penetrante en la niña, cuyos ojos negros brillaban de curiosidad por todo lo que vería en la cabaña.
«No le falta sentido común», se dijo, y añadió en voz alta:
—¿Y eso por qué?
—Me gusta más ir como las cabras que tienen las patas tan ligeras.
—Está bien, pero ve a coger la ropa —le contestó el anciano—, vamos a ponerla en el armario.
Heidi obedeció. El viejo abrió la puerta y la niña entró con él en una habitación bastante grande que ocupaba todo el ancho de la casa. Vio una mesa y una silla; en un rincón, la cama del abuelo, en el otro, una gran caldera colgada en el hogar. En la pared opuesta había una puerta, el abuelo la abrió: era un armario de pared. Su ropa estaba colgada dentro; sobre uno de los tableros se veían algunas camisas, calcetines y pañuelos; en otro, platos, tazas y vasos y en el tablero más alto, un pan redondo, carne ahumada y queso. De hecho, el armario contenía todo lo que el abuelo poseía y necesitaba para vivir.
Cuando el abuelo abrió el armario, Heidi acudió corriendo y puso la ropa en el fondo, detrás de la ropa del abuelo, donde no sería fácil encontrarla. Luego examinó con atención toda la habitación y preguntó:
—¿Dónde voy a dormir yo, abuelo?
—Donde quieras —respondió éste.
Era todo cuanto ella deseaba saber, y buscó con la mirada el mejor sitio donde poder dormir. Cerca del rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera apoyada contra la pared; Heidi subió y encontró un montón de perfumado heno. Por un pequeño tragaluz se podía ver todo el valle.
—Aquí quiero dormir —gritó Heidi—. ¡Qué bonito! ¡Ven a ver lo bonito que es, abuelo!
—Ya lo sé —contestó el viejo.
—Voy a hacerme la cama —añadió la niña, corriendo de un lado para otro—, pero tendrás que subir para traerme una sábana, porque en una cama se pone una sábana, y encima de ella se duerme.
—Está bien, está bien —dijo el abuelo, y se dirigió al armario.
Después de revolver un poco en él, extrajo, de debajo de sus camisas, un gran trozo de tela basta que podría servir de sábana. Con él subió la escalera y vio el lecho que Heidi se había preparado. La niña había amontonado más heno en la parte de la cabecera y lo había orientado de forma que, echada, pudiera ver la ventana.
—Está muy bien —dijo el abuelo—; ahora pondremos la sábana, pero antes…
Y diciendo esto, cogió un montón de heno y dobló el espesor del lecho para que la niña no notara la dureza del suelo.
—Ahora, toma la sábana.
Heidi cogió rápidamente la tela. Era tan gruesa y pesada que pudo apenas sostenerla, pero le venía muy bien porque así los tallos de heno no podrían atravesarla y no pincharían. Su abuelo le ayudó a extender la tela. El conjunto tenía buen aspecto y Heidi se puso delante para contemplar su obra pensativamente.
—Nos hemos olvidado algo, abuelo —dijo.
—¿Qué es? —preguntó éste.
—Una manta, porque cuando uno se acuesta, se mete entre una sábana y una manta.
—¿Ah, sí? ¿Y si no tuviera yo ninguna? —dijo el viejo.
—¡Oh! Entonces es igual, abuelo. Haremos una manta con el heno —le tranquilizó Heidi, y ya iba en seguida manos a la obra, pero el anciano la detuvo.
—Espera un momento —dijo, y descendió la escalera; se dirigió a su propia cama y volvió con un gran saco de lienzo que puso en el suelo.
—¿No vale esto más que el heno? —preguntó.
Heidi empezó a tirar del saco para desplegarlo, pero pesaba tanto que sus pequeñas manos no podían manejarlo. El abuelo la ayudó y pronto quedó extendido sobre la cama y parecía una manta de verdad. Heidi miró su nuevo lecho, algo sorprendida, y exclamó:
—¡La manta es fantástica y la cama también! Quisiera que fuera de noche, para poder acostarme ya en ella.
—Primero tendremos que comer algo —dijo el abuelo—, ¿qué te parece?
En su afán de prepararse la cama, Heidi había olvidado todo lo demás. Pero al oír hablar de comer, advirtió súbitamente que sentía hambre, porque, aparte del trozo de pan y la tacita de café muy diluido que tomara antes de salir del pueblo, no había tomado nada durante el día y el viaje había sido largo. De aquí que respondiera muy animada:
—¡Sí, sí, vamos a comer!
—Pues bien, bajemos, ya que estamos de acuerdo —dijo el anciano y siguió a la niña.
Se dirigió al hogar, descolgó el caldero grande, lo reemplazó por uno más pequeño, y se sentó en un taburete bajo para atizar el fuego. Poco tardó en hervir el contenido del caldero y mientras tanto, el abuelo, armado de unas pinzas de hierro, sostenía sobre el fuego un gran trozo de queso, dándole lentamente vueltas hasta que estuvo dorado. Heidi había seguido aquellos preparativos con mucha atención. De repente tuvo una idea y corrió hacia al armario; de allí iba y venía hasta la mesa. Cuando el abuelo se acercó con un cazo y el queso asado al extremo de las pinzas, vio el pan redondo, dos platos y dos cuchillos bien puestos en la mesa. Heidi se había fijado en todo lo que había en el armario y sabía qué se necesitaría para comer.
—Muy bien, pequeña; me gusta que sepas pensar un poco —dijo el abuelo, y puso el queso encima del pan—, pero aún falta algo en la mesa.
Al reparar en el delicioso humo que se elevaba del cazo, Heidi volvió al armario. Había en él tan sólo un tazón, pero la niña no se dejó desconcertar por esto: detrás había dos vasos y la niña regresó a la mesa y colocó allí el tazón y un vaso.
—Muy bien, veo que sabes salir del paso. ¿Dónde quieres sentarte?
El único asiento que había en la cabaña era el del abuelo. Heidi corrió como una flecha hacia el hogar, cogió el taburete y lo colocó ante la mesa, sentándose en él.
—Por lo menos tienes un asiento, sólo que un poco bajo —dijo el abuelo—; pero con mi silla sería lo mismo, tampoco llegarías a la mesa. ¡Ya lo arreglaremos!
Se levantó, llenó el tazón de leche, lo puso sobre la silla y la acercó al pequeño taburete para que así Heidi tuviera una mesita. Después colocó en él un gran pedazo de pan y un trozo de queso dorado y dijo:
—¡Vamos, come!
Él mismo se sentó sobre una esquina de la mesa y empezó a comer. Heidi asió el tazón y bebió el contenido de una vez, pues la sed acumulada durante el viaje se había vuelto a manifestar de golpe. Cuando recobró el aliento, dejó el tazón en la mesita.
—¿Te gusta esta leche? —preguntó el abuelo.
—Nunca la he bebido tan buena —contestó Heidi.
—Pues aquí tienes más —dijo el anciano.
Llenó el tazón otra vez hasta el borde y lo puso delante de la niña, que comía con gran apetito su pan, sobre el cual había extendido el queso asado, tierno como la mantequilla. Entre bocado y bocado tomaba un trago de leche y disfrutaba mucho con aquella rica comida.
Terminada la cena, el abuelo salió para limpiar y poner en orden el establo de las cabras. Heidi miraba con interés cómo barría y ponía en el suelo paja fresca para los animales.
Después le siguió al cobertizo adosado a la cabaña; allí el abuelo cortó tres palos del mismo tamaño, aserró una tabla, y practicó unos agujeros en ella, en los que introdujo los palos. Luego, lo puso en el suelo, y Heidi, muda de admiración, reconoció que era un asiento, parecido al del abuelo, pero mucho más alto.
—¿Sabes qué estoy haciendo, Heidi? —preguntó el abuelo.
—Es una silla muy alta, ¡es para mí! ¡Y en qué poco tiempo la has hecho! —exclamó la pequeña, que no salía de su asombro y de su admiración.
«Esta niña comprende lo que ve», se dijo el abuelo al dar la vuelta a la cabaña, armado de sus herramientas y de algunos trozos de madera, dando aquí y allá un martillazo, asegurando una puerta, reparando un desperfecto.
Heidi le seguía paso a paso, sin quitarle ojo y encontrándolo todo muy divertido.
Y así llegó la noche. El susurro en los viejos abetos se intensificó, un fuerte viento comenzó a soplar y en las cimas de los árboles se oían sus gemidos y aullidos. El sonido del viento llenó a Heidi con tanta emoción, que empezó a correr y a saltar debajo de los abetos como si la invadiese una alegría nueva. Desde la puerta del establo, el abuelo la contemplaba.
De pronto sonó un agudo silbido. Heidi se quedó quieta y vio que el abuelo avanzaba hacia el sendero. Las cabras descendían de la montaña, saltando y brincando, Pedro en medio de ellas. Heidi soltó un grito de alegría y corrió para reunirse con sus amigas de la mañana, que acarició una tras otra. El rebaño se detuvo delante de la cabaña, y dos lindas cabras, blanca la una y de color castaño la otra, se destacaron y avanzaron hacia el abuelo. Entonces lamieron las manos del anciano, el cual les ofrecía un poco de sal, como tenía por costumbre hacerlo todas las noches. Luego Pedro desapareció con el resto del rebaño. Heidi acarició tiernamente a las dos cabras, corriendo de una a otra y dando la vuelta alrededor de ellas para poder acariciarlas de ambos lados. Estaba loca de alegría.
—¿Son nuestras, abuelo? ¿Las dos? ¿Duermen en el establo? ¿Las tendremos siempre aquí? —preguntaba Heidi, sin dejar apenas tiempo al abuelo de responder con un «sí, sí» lacónico.
Cuando las cabras terminaron de lamer la sal, el anciano dijo:
—Ve a buscar tu tazón y trae el pan.
Heidi obedeció y volvió en seguida. El abuelo empezó a ordeñar la cabra blanca y cuando el tazón estuvo lleno, cortó un trozo de pan y dijo:
—Toma, come. Cuando hayas acabado, sube a dormir. Tía Dete también ha dejado un paquete con camisones y cosas por el estilo; si necesitas algo, lo encontrarás en la parte de abajo del armario. Yo voy a meter las cabras en el establo. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, abuelo, que descanses! ¿Cómo se llaman, abuelo? —exclamó la pequeña corriendo detrás del anciano y de las cabras.
—Ésta se llama Blanquita, y aquélla Diana —le contestó.
—¡Buenas noches, Blanquita, buenas noches, Diana! —gritó Heidi mientras las cabras desaparecían en el establo.
Heidi se sentó en el banco, para beber la leche y comerse el pan, pero el viento era tan fuerte que casi la hizo caer del banco. Se apresuró a terminar, entró en la cabaña y subió hasta su cama, donde se durmió profundamente y tan bien como si se hallara en el lecho de una princesa.
Poco después, y antes de que se hiciera del todo de noche, el abuelo se acostó también, porque se levantaba todas las mañanas con la salida del sol, y ésta, en las alturas de la montaña y en pleno verano, se efectuaba muy temprano.
Durante aquella noche, el viento sopló con tanta fuerza, que las paredes de la cabaña temblaron y se oyó su gemido en la chimenea, y en los abetos se ensañó con tal violencia, que arrancó algunas ramas. En plena noche, el abuelo se levantó, murmurando: «Seguramente tendrá miedo allí arriba», y trepó por la escalera para ver qué hacía la pequeña.
La luna brillaba intensamente a veces, otras, las nubes empujadas por el viento la tapaban y volvía la oscuridad. De pronto un rayo de luna reapareció por la ventana y se posó sobre el lecho de la niña. Dormía tranquilamente, las mejillas encendidas por el calor de la pesada manta y la cabeza apoyada sobre un brazo desnudo; debía de soñar con cosas agradables porque la expresión de su cara era de felicidad.
El abuelo contempló largo rato a la niña dormida; luego, la luna volvió a esconderse detrás de las nubes y él volvió a su cama.