Heidi tiene la oportunidad de acompañar a Pedro, el cabrero, a los altos pasos con el rebaño de cabras. El abuelo les prepara la comida y los niños pasan juntos un día inolvidable en la naturaleza.
Un silbido agudo despertó a Heidi a la mañana siguiente. Al abrir los ojos, un rayo de sol dorado penetraba por la ventana e iluminaba, como si fuera oro, todo cuanto la rodeaba. Heidi miró a su alrededor, sorprendida, porque no se acordaba de dónde estaba. Pero al oír la voz grave de su abuelo, todo volvió a su memoria: el viaje, la llegada a la montaña, y a la casa, donde se quedaría a vivir ahora. Ya no viviría más con la vieja Úrsula, que siempre tenía frío y se pasaba el día al lado del fuego en la cocina o la sala. Como estaba medio sorda, no quería perder de vista a Heidi y la obligaba a permanecer a su lado. La niña echaba de menos poder correr al aire libre. De ahí que ahora sintiese una dicha muy grande al despertarse en su nueva morada, pensando en todas las cosas bonitas que había visto el día anterior y en lo que podría ver hoy, sobre todo en que podría jugar con Diana y Blanquita.
Heidi se levantó rápidamente y se vistió en pocos minutos con la ropa que llevaba el día anterior. Bajó la escalera y salió corriendo de la cabaña. Pedro el cabrero ya estaba allí con su rebaño, y el abuelo, que en aquel momento abría el establo para hacer salir a sus dos cabras. Heidi corrió hacia ellos dando los buenos días al abuelo y a las cabras.
—¿Quieres acompañarles al pasturaje? —le preguntó el anciano.
Heidi, al oír tal proposición, saltó de alegría.
—Pues entonces ve a lavarte para que estés muy limpia; de lo contrario, el sol allí arriba se burlaría de verte tan sucia. Ahí tienes lo que necesitas para lavarte.
Le señaló con el dedo un cubo lleno de agua, que se calentaba al sol, delante de la puerta. Heidi empezó inmediatamente a lavarse y a frotarse para tener la piel brillante.
Entre tanto, el abuelo había entrado en la cabaña y llamó a Pedro.
—¡Ven aquí, general en jefe de las cabras! Trae tu mochila.
Pedro, muy asombrado, obedeció y le tendió su mochila, en la que llevaba su pobre comida.
—¡Ábrela! —le mandó el anciano, y metió en ella un gran pedazo de pan y otro no menos grande de queso.
Pedro, estupefacto, abría cuanto podía los ojos, porque la porción de comida para Heidi era doble de la que él llevaba para sí.
—Y ahora pondremos también el tazón; la niña no sabe beber como tú directamente de las ubres de las cabras. Tú le ordeñarás dos tazones de leche a la hora de comer, porque ella irá contigo y permanecerá a tu lado hasta que vuelvas. Y ten cuidado de que no se caiga por ningún precipicio. ¿Has entendido?
En aquel momento, Heidi entró corriendo.
—¿Se burlará ahora el sol de mí, abuelo? —preguntó ansiosa.
Temiendo presentarse sucia ante el sol, la pequeña se había frotado con tal vigor el rostro, el cuello y los brazos con la tela gruesa que el abuelo había dejado al lado del cubo, que estaba roja como un cangrejo. El abuelo esbozó una sonrisa.
—No, no tiene por qué reírse —la tranquilizó—, pero ¿sabes qué? Esta noche, cuando regreses, lo mejor será que te metas completamente en el cubo, como los peces, porque cuando se va con los pies desnudos como las cabras, se ponen muy sucios. Y ahora, ¡en marcha!
Los dos niños subieron alegremente hacia los pastos con las cabras. Durante la noche, el viento había despejado el cielo. El sol resplandecía sobre los verdes campos de pastos, y las pequeñas flores azules y amarillas se abrían gozosas a sus cálidos rayos y parecían sonreír a Heidi. Los campos estaban cuajados de florecillas, se veían verdaderas alfombras de belloritas; en otro lugar brillaba vivo el color de las azules gencianas y, por todas partes, se desplegaban los delicados heliantemos.
Heidi no cabía en sí de gozo; al ver todas aquellas hermosas flores que se mecían suavemente en sus tallos, fue tanta su alegría, que se olvidó de todo, hasta de las cabritas y de Pedro, y recogió flores a manos llenas, gritando y saltando de un lado a otro. Porque en un lado todas las flores eran rojas, en otro todas azules, y ella hubiera querido estar en todas partes a la vez. Mas en su delantal no cabían tantas flores como habría deseado llevar a la cabaña del abuelo, donde pensaba adornar con ellas su improvisado dormitorio, para que tuviera semejanza con las soleadas praderas.
El pobre Pedro, encargado de velar por ella, se vio aquel día obligado a prestar atención a todos lados a la vez, lo que era tanto más difícil cuanto que sus ojos no se hallaban acostumbrados a girar en sus órbitas tan velozmente como el caso requería. Además, las cabritas hacían lo mismo que Heidi, corrían también caprichosamente en todas direcciones y Pedro había de estar silbando sin parar, gritando y haciendo sonar su látigo para mantener reunidas a las fugitivas.
—¿Dónde estás Heidi? —gritó al fin en tono muy enojado.
—¡Aquí! —respondió una voz que parecía pertenecer a un ser invisible.
—¡Ven aquí, Heidi! ¡Ten cuidado de no caer por las rocas, pues ya sabes que el abuelo nos lo ha advertido!
—Pero ¿dónde están las rocas? —preguntó Heidi sin moverse de su sitio, porque la pequeña se sentía cada vez más embriagada del dulce perfume de tantas flores.
—¡Allá arriba! Todavía hay un buen trecho, de modo que ven pronto. Además, ¿no oyes cómo grita el gavilán en el aire?
El efecto de la amenaza fue inmediato. Heidi se puso en pie y corrió hacia Pedro, pero sin soltar las flores que contenía el delantal.
—Por ahora ya tienes bastantes flores —dijo el pequeño pastor a su amiguita—, y además, si las coges hoy todas, no te quedará ninguna para mañana.
Esta razón acabó por convencer a Heidi, y viendo además que su delantal estaba lleno, continuó la ascensión al lado de Pedro. Las cabritas se habían tranquilizado también en cierto modo, porque percibían ya de lejos la sabrosa hierba de los pasturajes, y caminaban en derechura hacia ella, sin detenerse como antes, a fin de llegar con mayor rapidez.
Los campos de pasto donde Pedro tenía por costumbre detenerse con sus cabras para establecer allí su cuartel general durante la jornada, se hallaban al pie de las altas rocas que alzaban al cielo sus cimas abruptas y desnudas y en la parte de abajo estaban cubiertas de pinos y matorrales. El pasturaje lindaba por un lado con el borde de un precipicio cortado a pico, y el abuelo había tenido razón al advertir a los niños que tuviesen cuidado.
Cuando hubieron llegado al campo, Pedro se quitó la mochila y la colocó cuidadosamente en una cavidad del terreno, porque conocía el viento y sabía que si empezaban a soplar sus fuertes ráfagas podía llevarse sus provisiones montaña abajo. Después, se tendió sobre la hierba soleada para reponerse de la fatiga de la ascensión.
Heidi, mientras tanto, se había quitado el delantal con las flores e hizo de él un paquete, que guardó también en la cavidad, junto a la mochila de Pedro. Luego se sentó al lado de su compañero y miró a su alrededor. Abajo, el valle estaba inundado de la brillante luz de la mañana; frente a Heidi se extendía, a bastante distancia, un enorme ventisquero que se destacaba fuertemente sobre el azul del cielo; a la izquierda había una enorme masa de rocas y de donde se alzaba una alta torre de granito, desnuda y escarpada, inclinada sobre Heidi y los pastos. La niña miraba y callaba; un gran silencio les rodeaba; el viento acariciaba suavemente las delicadas gencianas azules y los heliantemos resplandecientes, que se mecían sobre sus delicados tallos. Pedro se había quedado dormido y las cabras saltaban por la maleza. Heidi no se había sentido nunca tan dichosa como en aquel momento; absorbía los rayos dorados del sol, el aire fresco, el perfume de las flores y sólo tenía un deseo: poder permanecer allí siempre.
De ese modo transcurrió un largo rato. Heidi había contemplado tantas veces los picos escarpados, que ya los consideraba como buenos amigos de agradable y acogedor aspecto.
De pronto oyó un grito penetrante. Heidi levantó los ojos y vio volar a un enorme pájaro, tan grande como aún no había visto otro, el cual se cernía por encima de ella, las alas desplegadas, describiendo anchos círculos y dando gritos roncos y fieros.
—¡Pedro! ¡Pedro! ¡Despiértate! —exclamó Heidi—. ¡Allí está el gavilán!; ¡Míralo!
Pedro se levantó rápidamente y contempló también el ave de presa, que volaba cada vez más alto y desapareció al fin detrás de las rocas grises.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Heidi, que había seguido el vuelo del pájaro con la vista.
—A su nido —contestó Pedro.
—¿Allí arriba tiene su nido? ¡Qué bonito debe de ser vivir tan alto! ¿Por qué gritaba tanto? —siguió preguntando la niña.
—Porque le sale así —explicó Pedro.
—Podríamos seguirle hasta su nido —sugirió Heidi.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —hizo Pedro, marcando en el tono de las exclamaciones seguidas su creciente disgusto—. Las cabras no pueden subir tan alto y el abuelo ha dicho que no quiere que tú te caigas por las rocas.
Entonces Pedro se puso a silbar y a gritar con tanta fuerza que Heidi se preguntó qué iba a suceder; pero, al parecer, las cabras conocían muy bien aquellas señales, ya que iban llegando una tras otra y en poco tiempo el rebaño se hallaba nuevamente reunido, unas ramoneando las plantas, otras corriendo de un lado a otro, y algunas, las más juguetonas, embistiéndose mutuamente con los cuernos. Heidi se había levantado y corría entre las cabras. Sentía una indescriptible alegría al contemplar los juegos de aquellos animales tan ágiles, y la niña iba de una cabra a otra para conocerlas mejor, pues cada una tenía alguna característica que la diferenciaba de las demás.
Mientras Heidi se divertía así, Pedro fue a buscar su mochila y puso en el suelo los cuatro pedazos que contenía, colocándolos en cuatro ángulos simétricos, los pedazos grandes del lado de Heidi, los pequeños del suyo, pues recordaba muy bien para quién era la parte mayor de las provisiones. Luego tomó el recipiente, ordeñó a Blanquita y puso el tazón lleno de leche blanca y fresca en medio del cuadrado. Después llamó a Heidi, pero hubo de llamarla con más fuerza de la que empleara para mandar a los animales; la niña se divertía tanto con los saltos y brincos de éstos, que no veía ni oía nada. Pedro gritó tan fuertemente que su voz retumbó entre las paredes roqueñas y Heidi al fin apareció; al ver la improvisada mesa, se puso a bailar de alegría alrededor de ella.
—Deja ya de saltar, es la hora de comer —dijo Pedro—; siéntate y empieza.
—¿Es para mí esta leche? —preguntó, mirando el cuadrado con el tazón de leche en su centro.
—Sí —respondió Pedro— y los dos grandes pedazos que ahí ves, también son para ti. Cuando hayas bebido el tazón de leche, ordeñaré otro para ti y luego me tocará a mí.
—¿De qué cabra tomarás la leche para ti?
—De la mía, esa que se llama Moteada. Pero ¡empieza ya a comer!
Heidi bebió primero la leche y cuando hubo terminado, Pedro se levantó para llenar el tazón por segunda vez. La niña cortó entonces su pan en dos trozos y, reteniendo para sí la parte más pequeña, ofreció la otra a Pedro con todo el queso destinado a ella, diciendo:
—Es para ti, yo tengo bastante con esto.
Pedro se quedó mudo de sorpresa, porque a él jamás se le hubiera ocurrido hacer algo así. Vacilaba, no sabía si Heidi lo decía en broma o en serio; pero la pequeña seguía tendiéndole el pan y el queso, y al ver que él no los cogía, se los colocó encima de la rodilla. Entonces Pedro comprendió que no bromeaba, y aceptó finalmente el regalo, dándole las gracias con una inclinación de la cabeza. Fue la mejor comida de toda su vida de cabrero. Mientras tanto, Heidi contemplaba las cabras.
—¿Cómo se llaman, Pedro? —preguntó.
Pedro conocía el nombre de cada una de ellas, puesto que no tenía otra cosa que retener en su memoria. Las nombró, pues, una tras otra sin equivocarse, señalándolas al mismo tiempo con el índice.
Heidi escuchaba y miraba con la mayor atención y no tardó mucho en saber los nombres, porque todas las cabras tenían algo que las distinguía entre sí. Bastaba mirarlas con atención y así lo hacía Heidi. Había allí el Gran Turco, con sus fuertes cuernos, que siempre buscaba pelea, provocando la huida de las demás cabras que no querían saber nada de él.
Sólo Cascabel, la linda y ágil cabrita se atrevía a enfrentarse a él. En vez de esquivarle, como lo hacían las demás, lo buscaba y lo embestía con tanta rapidez, que el Gran Turco se quedaba mirándola aturdido, sin atreverse a atacar, porque Cascabel era muy guerrera y tenía los cuernecillos muy agudos. Había luego la pequeña Blancanieves, que balaba siempre tan lastimosamente, que más de una vez Heidi había acudido para acariciarla. La cabrita acababa de volver a balar con su voz triste. Heidi corrió hasta ella, la abrazó y le preguntó suavemente:
—¿Qué te pasa, Blancanieves? ¿Por qué te quejas así?
Blancanieves se acurrucó confiadamente al lado de Heidi y permaneció muy quieta.
Desde su sitio, Pedro exclamó con algunas interrupciones, porque seguía comiendo:
—Lo hace porque la vieja ya no viene con nosotros. La vendieron la semana pasada a uno de Mayenfeld.
—¿Quién es la vieja? —preguntó Heidi.
—¡Pues la madre de Blancanieves! —contestó Pedro.
—¿Dónde está la abuela? —volvió a preguntar Heidi.
—No tiene.
—¿Y el abuelo?
—No tiene.
—¡Pobre Blancanieves! —dijo Heidi abrazándola—. Ahora ya no tienes que quejarte más porque yo vendré todos los días y no estarás tan sólita, y si necesitas algo, vienes a mí.
Blancanieves frotó la cabeza contra el hombro de Heidi como si quisiera demostrar su afecto, y cesó de gemir. Pedro, que por fin había terminado de comer, se acercó también al rebaño. Blanquita y Diana eran las cabritas más lindas de todo el hato; iban limpias y tenían cierto aire distinguido; además se mantenían casi siempre separadas de las otras, sobre todo del Gran Turco, al que parecían despreciar.
Todas las cabras habían vuelto a saltar y a brincar por la maleza, cada una a su modo, unas saltando casi deliberadamente sobre el menor obstáculo, otras buscando con mucha atención las hierbas más tiernas, el Gran Turco tratando de atacar a las que cruzaban por su camino. Blanquita y Diana saltaban con agilidad y siempre encontraban los mejores sitios, que ramoneaban rápidamente. Heidi, con las manos a la espalda, lo observaba todo con la mayor atención.
—Pedro —dijo al muchacho, que se había vuelto a tumbar sobre la hierba—, Blanquita y Diana son las más bonitas de todas.
—Lo sé —respondió— No es extraño. El Viejo de los Alpes las frota y las lava siempre y les da sal y además su establo es el más limpio.
De pronto, Pedro se levantó como un rayo y corrió en dirección al rebaño, seguido de Heidi, porque algo estaba ocurriendo que ella no quería perderse. Pedro corrió hacia el lado en que las rocas formaban el precipicio y donde se despeñaría fácilmente una cabra si se aproximaba. Pedro había visto a la temeraria Cascabel saltar hacia aquel sitio y llegó justamente en el instante en que el animal iba a alcanzar el borde del precipicio. El muchacho, al quererla coger, perdió el equilibrio y cayó al suelo, pero aún tuvo tiempo de asir a Cascabel por una pata, y retenerla con todas sus fuerzas. La cabra balaba encolerizada al ver que le impedían continuar la pequeña aventura, y tiraba fuertemente por librarse. Pedro llamó a Heidi para que le ayudara, porque no podía levantarse sin soltar la pata de Cascabel. Heidi llegó rápidamente y le bastó una mirada para hacerse cargo de la angustiosa situación. Sin perder un segundo arrancó un puñado de hierba olorosa, lo acercó al hocico de Cascabel y, hablando en tono convincente, dijo:
—Ven, ven, Cascabel, sé razonable. No ves, tontita, que si te caes por ahí te romperías las patitas y te harías mucho daño.
La cabra se había vuelto en seguida hacia la niña y sin hacerse rogar comía la hierba que ésta le ofrecía. Pedro aprovechó el respiro para ponerse de pie y luego cogió a Cascabel por la cuerda de la que pendía la campanita. Heidi se puso al otro lado y así, entre los dos, condujeron al intrépido animal tranquilamente hacia la manada. Entonces Pedro preparó el bastón para propinar al animal un buen castigo y Cascabel, que advirtió la intención, andaba hacia atrás, poseída de miedo. Pero Heidi exclamó enérgicamente:
—¡No, Pedro, no le pegues! ¿No ves cómo tiembla la pobre?
—Pues lo merece —murmuró Pedro entre dientes, alzando nuevamente el bastón.
Heidi se abalanzó sobre él, le sujetó el brazo y gritó:
—¡No quiero que le pegues! ¡No ves que le harías daño! ¡Déjala ir!
Pedro se quedó muy asombrado ante aquel ademán autoritario de Heidi, cuyos ojos negros brillaban de indignación; instintivamente bajó el bastón.
—Está bien, la dejaré ir si tú me das mañana otra vez parte del queso —dijo, porque quería, cuando menos, que le diese una compensación por el susto que había sufrido.
—Te lo daré todo, mañana y todos los días, no lo necesito —contestó Heidi—, y te daré parte del pan como hoy he hecho, pero prométeme que no pegarás nunca a Cascabel ni a Blancanieves ni a ninguna cabra.
—Como quieras —repuso Pedro y en su boca esa respuesta era como una promesa.
Soltó a la culpable, que se fue a juntar alegremente con sus compañeras.
Así transcurrió el día sin que los niños se dieran cuenta de ello; el sol había alcanzado la línea del horizonte y estaba a punto de ocultarse tras las montañas. Heidi se había sentado en el suelo y miraba como los rayos dorados del sol poniente iluminaban las flores multicolores. La hierba tenía un brillo rojizo y las rocas se encendían. Heidi se puso en pie de un salto y exclamó:
—¡Pedro, Pedro, están ardiendo! ¡Todas las montañas arden! Y también la nieve y el cielo. ¡Fíjate, fíjate cómo arden las rocas! ¡Qué bonita es la nieve en llamas! ¡También está ardiendo el nido del gavilán! ¡Mira las rocas, los árboles! ¡Todo está ardiendo!
—No es nada. Eso pasa todos los días —respondió Pedro tranquilamente; siguió mondando la vara que había cortado y añadió—: No es ningún fuego.
—¿Entonces qué es? —preguntó Heidi, que no sabía a qué lado mirar primero, tan bello le parecía el espectáculo—. Dime, Pedro, ¿qué es? —preguntó la niña por segunda vez.
—No sé, eso sucede así y nada más —contestó rápidamente el muchacho.
—¡Oh, fíjate! —exclamó Heidi, cada vez más excitada—, ahora todo se vuelve color de rosa. Mira aquella montaña cubierta de nieve como está, y aquella otra tan puntiaguda. ¿Cómo se llaman, Pedro?
—De ninguna manera —repuso él.
—¡Qué preciosa es la nieve color de rosa! ¡Oh, qué color más lindo aquél de allí arriba! ¡Ah! Todo ahora se vuelve de color gris… ¡Oh Pedro, todo se acabó!
Y Heidi se sentó en la hierba, muy decepcionada, como si realmente todo hubiera acabado para siempre.
—Mañana lo verás otra vez —dijo Pedro—, y ahora levántate, que es hora de marchar.
Silbó y llamó a las cabras para reunir todo el hato y poco después emprendieron el regreso.
—Pero… ¿de verdad que todos los días pasará lo mismo? ¿Siempre que vengamos aquí al prado? —preguntó Heidi con insistencia mientras bajaban de los campos de pastos.
—Casi todos los días.
—Pero… ¿mañana, seguro?
—Sí, sí, mañana lo verás, seguramente.
Por fin Heidi se sintió satisfecha. Había recibido tantas impresiones diversas, en su mente bullían tantas ideas, que no podía hablar y entre los niños reinó el silencio hasta que hubieron llegado a la cabaña del abuelo. Éste se hallaba sentado bajo los abetos en un banco, también hecho por él, en el que aguardaba todas las noches la llegada de las cabras que regresaban siempre por aquel lado. Heidi se precipitó hacia él, seguida de Blanquita y Diana, que habían reconocido a su dueño y el establo.
Pedro exclamó desde alguna distancia:
—¿Verdad que volverás mañana? ¡Buenas noches!
El muchacho tenía muchas ganas de que Heidi fuese otra vez con él al pasturaje. Heidi se volvió rápidamente hacia él para tenderle la mano y para asegurarle que no faltaría al día siguiente; luego se acercó nuevamente a Blancanieves, la abrazó por el cuello y le dijo:
—Duerme bien, Blancanieves, acuérdate que mañana estaré otra vez a tu lado, y que ya no has de balar con tanta tristeza.
La cabrita volvió la cabeza hacia Heidi y la miró con sus ojos dulces como si quisiera demostrar su agradecimiento por el afecto con que la niña la trataba, y luego siguió, saltando alegremente, al hato. Heidi regresó entonces al lado de su abuelo, sentado debajo de los abetos.
—¡Abuelo, qué bonito ha sido todo! —exclamó—. ¡El fuego, las rosas sobre las rocas y las flores azules y amarillas! ¡Y mira lo que te traigo!
Heidi echó a los pies de su abuelo las flores que ella trajera en su delantal. Pero las pobres flores estaban completamente mustias. La niña no las reconoció, le parecía que había traído heno en vez de flores frescas como se proponía. Ni una sola estaba abierta.
—¡Oh, abuelo! ¿Qué tienen? —exclamó Heidi, muy afligida—. No estaban así esta mañana. ¿Por qué tienen este aspecto?
—Las flores prefieren estar en el prado al sol y no en tu delantal —respondió el abuelo.
—Entonces, nunca más cogeré flores. Pero dime, abuelo, ¿por qué grita tanto el gavilán?
—Ahora tienes que ir a lavarte. Yo, entre tanto, he de ir al establo para ordeñar las cabras y luego, cuando cenemos, te lo explicaré.
Y así fue. Más tarde, cuando Heidi se sentó en el taburete, teniendo delante su tazón de leche, y el abuelo a su lado, la niña repitió su pregunta:
—¿Por qué grita tanto el gavilán, abuelo?
—Pues porque así se burla de las gentes que viven amontonadas en pueblos y ciudades y se molestan unas a otras. El gavilán grita diciéndoles: «Si os separaseis y cada uno de vosotros se labrara su camino y se buscase una roca donde habitar como yo, mejor os irían las cosas».
El tono un tanto rudo con que el abuelo pronunciara las últimas palabras, aumentó aún más el efecto que el grito del gavilán había causado a la niña.
—¿Por qué no tienen nombre las montañas, abuelo? —preguntó después.
—¡Vaya si lo tienen! —exclamó el abuelo y añadió—: Si me describes alguna que yo conozca, te diré cómo se llama.
Heidi le describió en seguida cómo era la montaña de las grandes rocas tal como la había visto, con su gran pico a modo de torreón, y el abuelo le dijo:
—Sí, ésa la conozco bien, se llama Falkniss. ¿Has visto otras? Entonces la niña le explicó cómo había visto el gran ventisquero y la nieve de la cima que se tomó roja como el fuego, luego se volvió de color rosa y por último completamente pálida, como si se extinguiera.
—También la conozco; se llama Cásaplana. ¿De modo que te ha gustado pasar el día allá arriba?
Heidi le contó todo lo que había visto, y qué bonito era aquello, sobre todo el fuego que hubo un poco antes de oscurecer. Y quería saber de dónde venía aquel fuego, porque Pedro no había sabido qué contestar a sus preguntas.
—Verás —dijo el abuelo—, es un efecto de los rayos del sol. Cuando el sol se pone y da las buenas noches a las montañas, les envía sus últimos y más bonitos rayos para que no lo olviden hasta el día siguiente.
A Heidi le gustó mucho lo que su abuelo le había contado y apenas podía esperar la llegada del nuevo día para volver a subir a los campos de pastos y para ver otra vez cómo el sol daba las buenas noches a las montañas.
Pero, entre tanto, era preciso acostarse; la niña durmió toda la noche en el más dulce sueño sobre su lecho de perfumado heno y soñaba con las montañas grandiosas, de rocas carmesí, y sobre todo, con Cascabel y sus alegres piruetas.