Parte 3. Capítulo 19. Una transacción

Ayrton por fin se aviene a contar todo lo que sabe acerca de la Britannia y del capitán Grant a cambio de que no se le entregue a las autoridades y se le deje en un lugar que reuna ciertas condiciones. La declaración de Ayrton sobre Grant y su buque se da por buena, y sirve a Paganel para corroborar una nueva interpretación del mensaje original enviado por Grant en la botella. Pero es una interpretación que sugiere un sombrío destino para Grant y la Britannia.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 19

Luego que el contramaestre estuvo en presencia de Lord Glenarvan, se retiraron los marineros que le custodiaban.

—¿Deseabais hablarme, Ayrton? —dijo Glenarvan.

—Sí, Milord —respondió el contramaestre.

—¿A solas?

—Sí, pero no sería malo que el Mayor Mac Nabbs y Monsieur Paganel asistiesen a la conferencia. Sería ventajoso.

—¿Para quién?

—Para mí.

Ayrton hablaba con calma. Glenarvan le miró fijamente, y mandó llamar a Mac Nabbs y a Paganel, que acudieron al momento.

—Os escuchamos —dijo Glenarvan, luego que sus dos amigos tomaron asiento.

Ayrton meditó breves instantes, y dijo:

—Milord, es costumbre que haya testigos en todo contrato o transacción que se celebra entre dos partes, por cuya razón he reclamado la presencia de Messieurs Paganel y Mac Nabbs, pues hablando sin tapujos, lo que voy a proponeros es un negocio.

Glenarvan, acostumbrado a las maneras de Ayrton, no pestañeó, por más que un negocio entre él y aquel hombre le pareciese una cosa absurda.

—¿Qué negocio es ése? —preguntó.

—Vais a verlo —respondió Ayrton—. Vos deseáis saber de mí ciertos pormenores que pueden seros útiles. Yo deseo obtener de vos ciertas ventajas que me serán preciosas. Lo uno por lo otro, Milord. ¿Os conviene? ¿Sí o no?

—¿Cuáles son esos pormenores? —preguntó al momento Paganel.

—No —respondió Glenarvan—. ¿Cuáles son esas ventajas?

Ayrton, con una inclinación de cabeza, indicó que comprendía la distinción de Glenarvan.

—Ved —dijo— las ventajas que deseo. Vos, Milord, habéis tenido siempre intención de entregarme a las autoridades inglesas.

—Sí, Ayrton, es muy justo.

—No digo lo contrario —respondió tranquilamente el contramaestre—. Así, pues, ¿no queréis ponerme en libertad?

Glenarvan vaciló antes de responder a una pregunta tan terminante. De su respuesta dependía tal vez la suerte de Harry Grant.

Sin embargo, prevaleció el sentimiento del deber hacia la justicia humana, y dijo:

—No, Ayrton, no puedo poneros en libertad.

—Ni lo pido —respondió con altivez el contramaestre.

—¿Qué queréis, pues?

—Un término medio, Milord, entre la horca que me espera y la libertad que no podéis concederme.

—¿Y cuál es ese término medio?

—Se reduce a dejarme abandonado en una isla desierta del Pacífico, con los objetos de primera necesidad. Saldré de apuros como Dios me dé a entender, y me arrepentiré, si aún es tiempo.

Glenarvan, que no esperaba semejante salida, miró a sus dos amigos, que permanecían silenciosos. Después de reflexionar algunos instantes, respondió:

—Ayrton, si accedo a lo que me pedís, ¿me diréis todo lo que me interesa saber?

—Sí, Milord, es decir, todo lo que sé acerca del capitán Grant y de la Britannia.

—La verdad entera.

—Entera.

—Pero ¿quién me responde de…?

—¡Oh! Sé lo que vais a decir, Milord. No habrá más recurso que fiaros de mi palabra, de la palabra de un malhechor. ¿Qué le vamos a hacer? La situación es tal cual es, y no hay más que tomar o dejar.

—Me fiaré de vos, Ayrton —dijo sencillamente Glenarvan.

—Y haréis bien, Milord. Además, si os engaño, siempre estaréis a tiempo de vengaros. Siempre os quedará un remedio.

—¿Cuál?

—Pasar a buscarme a la isla de la que no habré podido huir.

Ayrton tenía respuesta para todo. Salía al encuentro de todas las dificultades y suministraba en contra suya argumentos sin réplica. Como se ve, afectaba entrar en el negocio que proponía con indiscutible buena fe. Era imposible abandonarse con una confianza más completa. Y, sin embargo, aún fue más lejos en su desinterés.

—Señores —añadió—, deseo que os convenzáis de que juego a cartas vistas. No trato de engañaros, y voy a daros una nueva prueba de mi sinceridad en este negocio. Procedo con franqueza, porque cuento también con vuestra lealtad.

—Hablad, Ayrton —respondió Glenarvan.

—Milord, no habéis dicho aún que accedieseis a mi proposición, y, sin embargo, no vacilo en deciros que lo que sé de Harry Grant es muy poca cosa.

—¡Poca cosa! —exclamó Glenarvan.

—Sí, Milord; los pormenores que puedo comunicaros se refieren a mí, son absolutamente personales, y no contribuirán mucho a haceros encontrar el rastro que habéis perdido.

Un verdadero desencanto se pintó en las facciones de Glenarvan y del Mayor, que creían que el contramaestre era depositario de un importante secreto, y él mismo confesaba que sus revelaciones serían poco menos que estériles. Paganel permanecía impasible.

Pero la franqueza de Ayrton, que se entregaba, si así puede decirse, sin garantía, impresionó a sus oyentes, sobre todo cuando el contramaestre añadió para concluir:

—Estáis, por consiguiente, prevenido de antemano, Milord; el negocio será menos ventajoso para vos que para mí.

—No importa —respondió Glenarvan—. Acepto vuestra proposición, Ayrton, y os doy mi palabra de desembarcaros en una isla del océano Pacífico.

—Bien, Milord —respondió el contramaestre.

¿Se alegró aquel hombre extraño de la decisión que acababa de tomar Glenarvan? No lo sabemos, pues su fisonomía impasible no reveló la menor conmoción. Parecía que negociaba intereses ajenos, y no los suyos propios.

—Estoy pronto a responderos —dijo.

—Nada tenemos que preguntaros —dijo Glenarvan—. Decidnos lo que sepáis, Ayrton, empezando por declarar quién sois.

—Señores —respondió Ayrton—, soy realmente Tom Ayrton, contramaestre de la Britannia. Salí de Glasgow, en el buque de Harry Grant, el 12 de marzo de 1861. Catorce meses pasamos recorriendo juntos los mares del Pacífico, en busca de una posición ventajosa par a fundar en ella una colonia escocesa. Harry Grant era hombre capaz de llevar a cabo grandes empresas, pero él y yo congeniábamos poco, y se suscitaron entre nosotros graves y frecuentes altercados. No se avenía su carácter con el mío. Yo no sé ceder, Milord, y con Harry Grant, cuando toma una resolución, todas las resistencias son imposibles. Es un corazón de hierro para sí mismo y para los otros. Osé rebelarme y procuré sobornar a la tripulación para insurreccionarse conmigo. Importa poco que tuviese o no razón para conducirme como me conduje. Harry Grant se dejó de chiquitas, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, el 8 de abril de 1862 me desembarcó en la costa oeste de Australia.

—¿De Australia? —dijo el Mayor, interrumpiendo la narración de Ayrton—. ¿Habíais, pues, salido de la Britannia antes que hiciese escala en el Callao, donde están fechadas sus últimas noticias?

—Sí —respondió el contramaestre—, pues la Britannia no tocó nunca el Callao mientras estuve yo a bordo. Os hablé del Callao en la granja de Paddy O’Moore, porque vuestro relato me dio a conocer semejante circunstancia.

—Continuad, Ayrton —dijo Glenarvan.

—Me hallé, pues, abandonado en una costa casi desierta, pero que sólo distaba veinte millas del presidio de Perth, capital de la Australia occidental. Errando por sus playas, encontré una partida de presidiarios que acababan de evadirse, y me reuní con ellos. Me permitiréis, Milord, que no os refiera las aventuras de mi vida durante los dos años y medio. Basta que os diga que me hice jefe de los desertores bajo el nombre de Ben Joyce. En septiembre de 1864 me presenté en la alquería irlandesa, donde se me admitió como mozo de labor bajo mi verdadero nombre de Ayrton. Allí aguardaba que se me presentase una ocasión propicia para apoderarme de un buque. Un buque era mi sueño dorado. Dos meses después llegó el Duncan. Durante vuestra permanencia en la granja, contasteis, Milord, toda la historia del capitán Grant. Entonces supe lo que ignoraba, la arribada de la Britannia al Callao, sus últimas noticias fechadas en junio de 1862, dos meses después de mi desembarque, el asunto del documento, la pérdida del buque en un punto del paralelo 37°, y por fin las poderosas razones que teníais para buscar al capitán Harry Grant en el continente australiano. No vacilé. Resolví apoderarme del Duncan, maravilloso buque que hubiera dejado atrás a todos los más rápidos de la Marina británica. Pero tenía graves averías y era preciso repararlas. Le dejé al efecto zarpar para Melbourne, y me presenté a vos en mi verdadera condición de contramaestre, ofreciéndome a conduciros al teatro de un naufragio que yo coloqué con intención en la costa del este de Australia. Tan pronto seguido como precedido a cierta distancia por mi banda de malhechores, dirigí vuestra expedición por la provincia de Victoria. Mis gentes cometieron en Camden Bridge un crimen inútil, puesto que el Duncan, una vez llegado a la costa, no se me podía escapar, y con él era yo el amo del océano. Os conduje sin que desconfiaseis de mí hasta el Snowy River. Los caballos y bueyes cayeron uno tras otro envenenados con gastrolobium. A instancias mías… Pero vos sabéis lo restante, Milord, y podéis estar bien seguro de que sin la distracción de Monsieur Paganel, yo mandaría a estas horas a bordo del Duncan. Tal es mi historia, señores. Desgraciadamente mis revelaciones no pueden haceros encontrar las huellas de Harry Grant, y ya veis que tratando conmigo habéis hecho un mal negocio.

El contramaestre calló, se cruzó de brazos como tenía por costumbre, y esperó. Glenarvan y sus amigos guardaron silencio. Comprendían que el jefe de los bandidos acababa de decir la verdad de cuanto sabía. No se había apoderado del Duncan por una causa independiente de su voluntad. Los cómplices habían llegado a las playas de Twofold Bay, como lo probaba la camisa de presidiario que encontró Glenarvan. Allí, cumpliendo las órdenes de su jefe, habían acechado al yate, hasta que cansados de esperar, habían sin duda vuelto a su oficio de incendiarios y ladrones en la campiña de Nueva Gales del Sur.

El Mayor fue el primero en interrogar, para precisar las fechas relativas a la Britannia.

—Es decir —preguntó el Mayor—, ¿que el 8 de abril de 1862 fuisteis desembarcado en la costa oeste de Australia?

—Exactamente —respondió Ayrton.

—¿Y sabéis cuáles eran entonces los proyectos de Harry Grant?

—De una manera vaga.

—Explicaos, Ayrton —dijo Glenarvan—. El menor indicio puede ponernos sobre una pista.

—Lo único que puedo deciros, Milord —respondió el contramaestre—, es que el capitán Grant tenía intención de visitar Nueva Zelanda, pero esta parte de su programa no se ejecutó durante mi permanencia a bordo. No es, pues, imposible que la Britannia, saliendo del Callao, viniese a tomar conocimiento de las tierras de Nueva Zelanda, lo que concordaría con la fecha de 27 de junio de 1862, que asigna el documento al naufragio de la fragata.

—Evidentemente —dijo Paganel.

—Pero —replicó Glenarvan— no hay en el documento una sola de sus palabras truncadas que pueda aplicarse a Nueva Zelanda.

—Nada puedo responder acerca del particular —dijo el contramaestre.

—Bien, Ayrton —replicó Glenarvan—. Habéis cumplido vuestra palabra, y yo cumpliré la mía. Vamos a resolver en qué isla del océano Pacífico os dejaremos abandonado.

—Lo mismo me da una que otra, Milord —respondió Ayrton—. Todas me son indiferentes.

—Volved a vuestra cámara —dijo Glenarvan—, y esperad nuestra decisión.

El contramaestre se retiró escoltado por dos marineros.

—Ese malvado pudiera haber sido hombre de provecho —dijo el Mayor.

—Sí —respondió Glenarvan—, está dotado de inteligencia y firmeza. ¿Por qué ha dedicado al mal sus facultades?

—Pero, ¿y Harry Grant?

—Temo que se haya perdido para siempre. ¡Pobres criaturas! ¿Quién podrá decir dónde está su padre?

—¡Yo! —respondió Paganel—. ¡Sí, yo!

Se habrá notado que el geógrafo, tan locuaz y habitualmente tan vivo de genio, apenas despegó los labios durante el interrogatorio de Ayrton. Escuchaba sin decir esta boca es mía. Pero la última palabra que pronunció valía más que cuantas otras hubiera podido proferir, y con ella hizo dar un salto a Glenarvan.

—¡Vos! —exclamó éste—. ¿Vos, Paganel, sabéis dónde está el capitán Grant?

—Sí; sé cuanto acerca del particular es posible saber —respondió el geógrafo.

—¿Y por quién lo sabéis?

—Por este eterno documento.

—¡Ah! —exclamó el Mayor, con un tono de incredulidad completa.

—Escuchad antes, Mac Nabbs —dijo Paganel—, y después podréis encogeros de hombros. No he hablado antes, porque no me hubierais creído. Además, era inútil. Pero ahora me decido, porque la opinión de Ayrton ha venido precisamente a apoyar la mía.

—¿Conque Nueva Zelanda…? —preguntó Glenarvan.

—Oídme y juzgaréis —respondió Paganel—. No sin ton ni son, o por mejor decir, no sin una razón cometí el error que nos ha salvado. Mientras escribía la carta que me dictaba Glenarvan, la palabra Zelanda me barrenaba los sesos. Voy a decir por qué. Recordaréis que nos hallábamos en la carreta. Mac Nabbs acababa de referir a Lady Elena la historia de los desertores de presidio, poniendo en sus manos el número del Australian and Zealand Gazette, que relataba la catástrofe de Camden Bridge. En el acto de estar yo escribiendo, el periódico estaba en el suelo, doblado de manera que sólo aparecían dos sílabas de su título. Estas dos sílabas eran aland. ¡Qué rayo de luz para mí! Aland era precisamente una palabra del documento inglés, una palabra que hasta entonces habíamos traducido por a tierra, y que debía ser la terminación del nombre propio Zealand.

—¡Toma! —exclamó Glenarvan.

—¡Sí! —prosiguió Paganel con profunda convicción—. Era una interpretación que no se me había ocurrido hasta entonces, ¿y sabéis por qué? Porque mis investigaciones tenían, naturalmente, por punto de partida el documento francés, más completo que los otros, y en él falta esta palabra importante.

—¡Oh! ¡Oh! —dijo el Mayor—. Eso es apurar demasiado. Abusáis de vuestra imaginación, Paganel, y olvidáis con demasiada facilidad vuestras deducciones precedentes.

—Hablad, Mayor, y os contestaré.

—Entonces —continuó Mac Nabbs—, ¿qué pito toca vuestra palabra austral?

—El que tocaba antes. Sirve sólo para designar las comarcas australes.

—Bueno. ¿Y la sílaba indi, que fue primero la radical de indios, y después fue la radical de indígenas?

—Conforme. La tercera y última vez —respondió Paganel—, será la primera sílaba de la palabra indigencia.

—¡Y contin! —exclamó Mac Nabbs—. ¿Sigue significando continente?

—¡No! No, puesto que Nueva Zelanda no es más que una isla.

—¿Entonces…? —preguntó Glenarvan.

—Querido Lord —respondió Paganel—, voy a traduciros el documento según mi tercera interpretación, y juzgaréis. No os haré más que dos advertencias. Primera: haced lo posible para librar vuestro ánimo de toda preocupación anterior, olvidando o haciendo caso omiso de las interpretaciones precedentes. Segunda: algunas palabras os parecerán forzadas y traídas por los cabellos, pero no tienen ninguna importancia, entre otras la palabra agonía, que me choca, pero no acierto a remplazarla con otra. Además, el documento que sirve de base a mi interpretación es el francés, y no debéis olvidar que está escrito por un inglés que podía muy bien no estar familiarizado con los modismos de la lengua francesa. Voy ahora a leer.

Y Paganel, articulando cada sílaba con lentitud, recitó las siguientes frases:

El 27 de junio de 1862, la fragata «Britannia», de Glasgow, ha zozobrado después de una larga agonía en los mares australes, en las costas de Nueva Zelanda (en inglés Zealand). Dos marineros y el capitán Grant han podido abordar a ella, donde continuamente presa de cruel indigencia han arrojado este documento a los de longitud y 37° 11' de latitud. Socorredles, o están perdidos.

La interpretación de Paganel era admisible. Pero precisamente por lo mismo que parecía tan verosímil como las precedentes, podía ser también falsa. Glenarvan y el Mayor no la discutieron. Sin embargo, puesto que las huellas de la Britannia no se habían encontrado en las costas de la Patagonia ni en las de Australia, en el punto por donde pasa el paralelo 37°, las probabilidades estaban en favor de Nueva Zelanda.

Esta observación de Paganel llamó mucho la atención de sus amigos.

—¿Ahora —dijo Glenarvan—, querréis decirnos, Paganel, por qué razón durante dos meses no nos habéis dicho una palabra acerca de vuestra nueva interpretación?

—Porque no quería daros vanas esperanzas. Por otra parte, íbamos a Auckland, precisamente al punto de latitud indicado en el documento.

—Pero después, cuando tomamos otra dirección, ¿por qué no hablasteis?

—Porque por justa y fundada que sea mi última interpretación, de nada sirve para salvar al capitán.

—¿Por qué razón, Paganel?

—Porque en la hipótesis de que el capitán Harry Grant haya naufragado en Nueva Zelanda, por el mero hecho de haber transcurrido dos años sin que haya reaparecido, podemos estar seguros de que ha perecido en el naufragio o ha sido víctima de los zelandeses.

—¿De modo que vuestra opinión es…? —preguntó Glenarvan.

—¡Que podríamos encontrar tal vez algunos vestigios del naufragio, pero los náufragos de la Britannia están irrevocablemente perdidos!

—Guardad silencio sobre el particular, amigos míos —dijo Glenarvan—, y dejadme escoger una ocasión oportuna para comunicar la infausta noticia a los hijos del capitán Grant.