Todo lo acontecido en los últimos días parece indicar el fracaso de la expedición de rescate del capitán Grant. Los viajero toman la determinación de regresar a su patria, lo que solo pueden hacer de inmediato en un viejo buque, el Macquarie, al mando de un inquietante individuo.
Si los que buscaban al capitán Grant debían desesperar alguna vez de descubrir su paradero, ¿no era acaso en aquel momento en que todo absolutamente les faltaba? ¿A qué punto del Globo habían de dirigir una nueva expedición? ¿Cómo habían de explorar nuevos países? El Duncan no existía para ellos, y hasta se hallaban imposibilitados para volver inmediatamente a su patria. La empresa de aquellos generosos escoceses había, por consiguiente, fracasado. ¡Fracasado! ¡Triste palabra que no encuentra eco en las almas valerosas, y, sin embargo, bajo los repetidos golpes de la fatalidad, fuerza era que Glenarvan reconociese su impotencia para proseguir su obra de abnegación y desprendimiento!
Mary Grant, haciéndose cargo de la situación, tuvo la prudencia y el valor de no pronunciar el nombre de su padre. Contuvo su congoja pensando en la desventurada tripulación que acababa de perecer. La hija se borró, si así puede decirse, delante de la amiga, y prodigó sus consuelos a Lady Glenarvan, de quien tanto había recibido. Fue quien primero habló de regresar a Escocia. John Mangles la admiró al verla tan animosa y resignada. Quiso pronunciar la última palabra en favor del capitán, pero Mary lo detuvo con una mirada, y más adelante le dijo:
—No, Mr. John, pensemos en los que se han sacrificado. Es preciso que Lord Glenarvan regrese a Europa.
—Tenéis razón, Miss Mary —respondió John Mangles—, es preciso. También lo es informar a las autoridades inglesas de la suerte del Duncan. Pero no renunciéis a toda esperanza. Antes de abandonar las investigaciones que hemos empezado, me comprometo a proseguirlas yo solo. Encontraré al capitán Grant o sucumbiré en la empresa.
El compromiso que contraía John Mangles era formal. Mary lo aceptó y tendió la mano al joven capitán, como para ratificar el tratado. John Mangles ofrecía el sacrificio de toda su vida, y Mary un reconocimiento inalterable.
En aquel mismo día se decidió definitivamente la partida. Se resolvió trasladarse a Melbourne sin tardanza. Al día siguiente, fue John a averiguar qué buques estaban próximos a zarpar del puerto. Creía hallar comunicaciones frecuentes entre Edén y la capital de Victoria.
Se frustraron sus esperanzas. Los buques eran escasos. Tres o cuatro embarcaciones, ancladas en la bahía de Twofold, componían toda la flota mercante, sin que hubiese ninguna que se hiciese a la vela para Melbourne, Sydney ni Pomte de Gall, únicos puertos de Australia en que Glenarvan hubiera encontrado buques de carga para Inglaterra. En efecto, la «Peninsular Oriental Steam Navigation Company» tiene una línea regular de vapores entre dichos puertos y la metrópoli.
¿Qué podían hacer en las circunstancias que les rodeaban? ¿Esperar un buque? Se exponían a tener que estar esperando mucho tiempo, porque la bahía de Twofold es poco frecuentada. ¡Cuántos buques pasan de largo sin arribar a ella!
Después de mucho reflexionar y discutir, Glenarvan estaba resuelto a dirigirse a Sydney por los caminos de la costa, cuando Paganel hizo una proposición inesperada.
El geógrafo había ido, sin decir una palabra a nadie, a visitar la bahía de Twofold. Sabía que para Sydney y Melbourne faltaban medios de transporte. Pero de los tres buques anclados en la rada había uno que estaba próximo a aparejar para Auckland, la capital de Ika Na Maoui, la isla norte de Nueva Zelanda. Paganel propuso fletar dicho buque e ir a Auckland, desde donde sería fácil regresar a Europa en un paquebote de la «Compañía Peninsular».
La proposición de Paganel fue tomada en consideración sin que el geógrafo recurriese a la serie de argumentos de que era ordinariamente tan pródigo. Se limitó a exponer el hecho, añadiendo que la travesía no duraría más allá de cinco o seis días, no siendo más que de 1.000 millas la distancia que separa Australia de Nueva Zelanda 1.
Por una singular coincidencia, Auckland se halla situado precisamente en la línea del paralelo 37, que tan obstinadamente seguían los expedicionarios desde las costas de Araucania. Indudablemente el geógrafo, sin que se le tachase de parcial, habría podido sacar de esta particularidad un argumento en pro de su proposición, que ofrecía naturalmente la ocasión de inspeccionar las costas de Nueva Zelanda.
Pero no quiso aprovecharse de semejante ventaja. Habiéndose engañado ya dos veces, no quiso aventurar una tercera interpretación del documento. Además, ¿qué nueva interpretación podía ser la suya? En el documento se expresaba terminantemente que el capitán Grant se había refugiado en un continente, y Nueva Zelanda es una isla. Por esta razón, Paganel no asoció ninguna idea de nuevas exploraciones a la proposición de dirigirse a Auckland. Únicamente hizo observar que, entre este puerto y la Gran Bretaña, hay establecidas comunicaciones periódicas, de que sería fácil aprovecharse.
John Mangles apoyó la proposición de Paganel, y fue del parecer de que debía adoptarse, sin aguardar la llegada problemática de un buque a la bahía de Twofold. Pero antes de pasar más adelante, juzgó conveniente visitar el buque indicado por el geógrafo. Participaron todos de su opinión, y Glenarvan, el Mayor, Paganel, Roberto y el joven capitán, tomaron una lancha, y en un santiamén estuvieron en el buque, fondeado a dos cables escasos del muelle.
Era el tal buque, que se llamaba Macquarie, un bergantín de doscientas toneladas, que hacía tráfico de cabotaje entre los diferentes puertos de Australia y de Nueva Zelanda. El capitán, o por mejor decir, el master o patrón, recibió muy groseramente a los recién llegados, los cuales vieron en seguida que tenían que habérselas con un hombre sin pizca de educación ni de buena crianza, que por sus modales no se diferenciaba esencialmente de los cinco marineros que llevaba a bordo. Una cara ancha muy colorada, manos gruesas, nariz aplastada, ojos saltones y unos labios ennegrecidos por la pipa, daban a Will Halley un aspecto brutal y hacían de él un triste personaje. Pero no había dónde escoger, y, además, se trataba sólo de un viaje de unos cuantos días.
—¿Qué queréis? —preguntó Will Halley a los desconocidos, apenas pusieron el pie en la cubierta del buque.
—¿El capitán? —preguntó John Mangles.
—Yo soy —dijo Halley—. ¿Qué más?
—¿El Macquarie está aparejando para Auckland?
—Sí. ¿Qué más?
—¿Qué lleva?
—Todo lo que se vende y todo lo que se compra. ¿Qué más?
—¿Cuándo parte?
—Mañana, con la marea del mediodía. ¿Qué más?
—¿Toma pasajeros?
—Según sean, y si se contentan con el rancho de a bordo.
—Traerán sus provisiones.
—¿Qué más?
—¿Qué más?
—Sí, ¿cuántos son?
—Nueve; entre ellos dos señoras.
—No tengo camarotes.
—Nos pasaremos sin ellos, y nos arreglaremos como podamos, dejando a nuestra disposición la cámara de popa.
—¿Qué más?
—¿Aceptáis? —preguntó John Mangles, que no hacía ningún caso de los modales del patrón.
—Lo pensaré —respondió éste.
Y dio dos o tres vueltas por la cubierta, en que resonaban sus grandes botas claveteadas. Después, se volvió bruscamente hacia John Mangles.
—¿Cuánto van a dar? —dijo.
—¿Cuánto pedís? —respondió John.
—Cincuenta libras.
Glenarvan hizo un ademán de asentimiento.
—De acuerdo. Cincuenta libras —respondió John Mangles.
—Pero nada más que el pasaje —añadió Will Halley.
—Nada más.
—Comida aparte.
—Aparte.
—Convenido. ¿Qué más? —dijo Will tendiendo la mano.
—¿Cómo?
—¿No dais señal?
—Tomad veinticinco libras, la mitad del pasaje —dijo John Mangles, contando la suma al master, que se la metió en el bolsillo sin dar las gracias.
—Mañana a bordo antes del mediodía —dijo—. Estén o no, me largo.
—Estaremos.
Sin más respuesta, Glenarvan, el Mayor, Roberto, Paganel y John Mangles salieron del buque, sin que Will Halley tocase siquiera con un dedo el curouet2 que llevaba encasquetado.
—¡Qué buitre! —dijo John.
—Pues me hace gracia —respondió Paganel—. Es un verdadero lobo de mar.
—¡Un verdadero oso! —replicó el Mayor.
—¿Qué importa —respondió Glenarvan—, puesto que manda el Macquarie, y el Macquarie va a Nueva Zelanda? Desde Twofold Bay a Auckland le veremos poco, y al llegar a Auckland, ya no le volveremos a ver.
Lady Elena y Mary Grant se alegraron mucho cuando supieron que estaba fijada la partida para el día siguiente. Glenarvan les hizo observar que el Macquarie no ofrecía las mismas comodidades que el Duncan, pero después de tantos percances como habían experimentado, las animosas viajeras se habían acostumbrado ya a todo. Mr. Olbinett recibió orden de comprar provisiones. Desde la pérdida del Duncan, el pobre hombre había llorado mucho a la desgraciada Mrs. Olbinett, que iba a bordo, y fue por consiguiente víctima, con toda la tripulación, de la ferocidad de los bandidos. Sin embargo, desempeñó sus funciones de stewart con su acostumbrado celo, y la comida aparte consistió en víveres escogidos que nunca figuraron en el rancho del bergantín. En pocas horas se adquirieron las provisiones.
Entretanto, el Mayor cobraba en casa de un cambista las letras que había girado Glenarvan contra el «Union Bank», de Melbourne, pues no quería carecer de oro. Rehízo también su arsenal de armas y municiones. Paganel se procuró un excelente mapa de Nueva Zelanda, publicado por Johnson, en Edimburgo.
Mulrady estaba casi curado, resintiéndose apenas de la herida que puso su vida en peligro. Algunos días de mar debían completar su curación. Él contaba con que la mejor medicina serían las brisas del Pacífico.
Wilson se encargó de preparar a bordo del Macquarie el alojamiento de los pasajeros. A fuerza de echar baldes de agua, hizo tomar a la cámara otro aspecto. Will Halley, encogiéndose de hombros, le dejó despacharse a su gusto, haciendo tan poco caso de él como de Glenarvan y sus compañeros, de quienes ni siquiera pensó en preguntar el nombre. Les consideraba como una sobrecarga que le valía 50 libras, y le merecían menos atenciones que las doscientas toneladas de cueros curtidos que atestaban su sentina. Primero los cueros y después las personas. Era un negociante. Respecto a sus cualidades de marino, pasaba por un buen práctico de aquellos mares, que los arrecifes de coral hacían muy peligrosos.
Dos motivos diferentes inducían a Glenarvan, en las últimas horas de aquella singladura, a doblar la punta de la costa cortada por el paralelo 37.
Deseaba visitar una vez más aquel presunto lugar del naufragio. Era indudable que Ayrton había sido el contramaestre de la Britannia, y ésta podía en realidad haberse perdido en aquella parte de la costa australiana, en la costa del este, ya que no en la del oeste. Ligereza e insensatez hubiera sido abandonar sin examen un punto que nunca más debía volver a ver.
Y, además, el Duncan, y no sólo la Britannia, había caído allí en manos de los desertores de presidio. ¿No pudo haber habido combate? ¿Tan difícil era que encontrase en la playa vestigios de una lucha desesperada, de una resistencia suprema? Si la tripulación había perecido en las olas, ¿no debían éstas arrojar a la costa algún cadáver?
Glenarvan procedió al reconocimiento, acompañándole su fiel John. El dueño de la fonda «Victoria» puso a su disposición dos caballos, y tomaron el camino del norte que rodea la bahía de Twofold.
La exploración fue triste. Glenarvan y el capitán John cabalgaban sin decir una palabra. Pero los dos se comprendían. Los mismos pensamientos y angustias atormentaban su mente. Contemplaban las rocas roídas por el mar. No tenían necesidad de interrogarse.
Basta conocer el celo e inteligencia de John para asegurar que todos los puntos de la costa fueron escrupulosamente explorados, lo mismo las más insignificantes aberturas que las playas, declives y las mesetas de arena a que las marejadas del Pacífico, por poco violentas que fuesen, podían haber arrojado algún despojo. Pero no se tropezó con el menor indicio que inspirase aliento para nuevas investigaciones. No había huella alguna de naufragio.
Nada tampoco del Duncan. Toda aquella parte de Australia, ribereña del océano, estaba desierta.
No obstante, John Mangles descubrió en la playa evidentes señales de una ranchería, y cenizas aún tibias bajo algunos magalls aislados. ¿Hacía pocos días que había pasado por allí alguna tribu nómada de naturales? No, pues encontró Glenarvan un indicio que le permitía asegurar que aquella parte de la costa había sido visitada por desertores de presidio.
Vio abandonada al pie de un árbol una chaqueta parda y amarilla, muy vieja y muy remendada, un verdadero harapo, sucio y siniestro. Llevaba el número de matrícula del presidio de Perth. No se hallaba allí el presidiario a quien perteneció, pero denunciaba su reciente presencia aquel sórdido despojo, aquella librea del crimen que, después de haber cubierto las carnes de un miserable, se acababa de pudrir en la desierta playa.
—¡Mira, John! —dijo Glenarvan—. ¡Aquí han llegado los desertores de presidio! ¿Y nuestros pobres camaradas del Duncan…?
—¡Sí! —respondió John con voz sorda—. Parece indudable que no han sido desembarcados, que han perecido…
—¡Miserables! —exclamó Glenarvan—. ¡Si caen algún día en mis manos, no vacilaré en vengar a mi tripulación…!
El dolor había endurecido las facciones de Glenarvan. Estuvo contemplando durante algunos minutos la inmensidad de las olas, buscando quizás algún buque perdido en el espacio. Después se nublaron sus ojos, recobró su serenidad, y sin añadir una palabra más ni hacer el menor ademán, volvió a tomar al galope el camino de Edén.
Sólo faltaba llenar una formalidad, que consistía en dar parte a la autoridad de los acontecimientos ocurridos. Aquella misma tarde informó de todo al magistrado Thomas Banks, el cual no podía ocultar su satisfacción al extender el sumario. No cabía de gozo en su pellejo al tener conocimiento de la desaparición de Ben Joyce y su partida. Toda la ciudad participó de su alegría. Los desertores habían salido de Australia. Verdad es que habían cometido un nuevo crimen, pero al fin habían salido. Tan importante noticia fue inmediatamente comunicada por telégrafo a las autoridades de Melbourne y de Sydney.
Concluida su declaración, Glenarvan regresó a la fonda «Victoria», donde los viajeros pasaron tristemente aquella última noche. Recorrían todos con el pensamiento aquella tierra fecunda en desventuras. Recordaban sus esperanzas tan legítimamente concebidas en el cabo Bernouille, y tan cruelmente burladas en la bahía de Twofold.
Se había apoderado de Paganel una agitación febril. John Mangles, que le observaba sin cesar desde el incidente del Snowy River, comprendió que el geógrafo quería y no quería hablar. Le apremió varias veces con preguntas que no obtuvieron respuesta.
Sin embargo, aquella noche, John, al acompañarle a su cuarto, le preguntó por qué estaba tan nervioso.
—Estoy como siempre, amigo John —respondió evasivamente Paganel.
—Amigo mío —replicó John—, un secreto os ahoga.
—¡Y bien! ¿Qué le vamos a hacer? —exclamó el geógrafo gesticulando—. Tengo algo que es más fuerte que yo.
—¿Qué algo es ése más fuerte que vos?
—La alegría, por una parte, y la desesperación, por otra.
—¿Estáis alegre y desesperado a un mismo tiempo?
—Sí, la idea de que voy a visitar Nueva Zelanda, me alegra y me desespera.
—¿Tenéis acaso algún indicio? —preguntó John Mangles—. ¿Habéis vuelto a hallar la pista perdida?
—¡No, amigo John! ¡No se vuelve de Nueva Zelanda! Pero, sin embargo…, en fin, ¡ya sabéis lo que es la naturaleza humana! ¡Basta respirar para esperar! Y mi divisa es spiro, spero, que vale tanto como todas las divisas del mundo.