Parte 3. Capítulo 07. En que se llega al fin a la tierra de la que convenía huir

La espera en el Macquarie, varado en un arrecife, expone a los expedicionarios a una muerte segura. Esto les lleva al arriesgado intento por acceder a tierra a bordo de una balsa que construyen con los restos del buque naufragado, luchando contra las corrientes marinas e intentano sacar partido de las mareas y del viento.

Los hijos del capitán Grant. Parte 3. Capítulo 7

Los hechos referidos por Paganel eran indiscutibles, y nadie ponía ya en duda la crueldad de los neozelandeses. Había, pues, peligro, en saltar a tierra. Pero había necesidad de arrostrarlo, aunque hubiera sido cien veces mayor. John comprendía que no era posible permanecer en un buque cuya próxima destrucción no era evitable, no siendo lícito vacilar entre dos peligros, de los cuales el uno es seguro y el otro no es más que muy probable.

Nadie se hubiera atrevido a contar con la eventualidad de ser recogido por un buque. El Macquarie no se hallaba en el derrotero de las embarcaciones que recorren los surgideros de Nueva Zelanda. Todas ellas se dirigen a Auckland, que está más arriba, o a New Plymouth que está más abajo, y el zabordo había ocurrido precisamente entre los dos puntos, en la parte desierta de las orillas de Ika Na Maoui, que es muy mala y peligrosa. Los buques la evitan todos, y si a ella les lleva el viento, procuran abandonarla cuanto antes.

—¿Cuándo podremos partir? —preguntó Glenarvan.

—Mañana por la mañana a las diez —respondió John Mangles.

—La marea que empezará a subir nos llevará a tierra.

A las ocho de la mañana siguiente, 5 de febrero, estaba construida la jangada, en la cual tenía puestos John los cinco sentidos. La cofa del trinquete, que sirvió para echar las anclas, era suficiente para transportar a los pasajeros y los víveres. Se necesitaba un aparato sólido, susceptible de ser dirigido y capaz de resistir el oleaje durante una navegación de nueve millas. Sólo la arboladura prestaba para su construcción los materiales necesarios.

Wilson y Mulrady habían puesto manos a la obra. Se puso el aparato a la altura de las vigotas, y el palo mayor, derribado a hachazos, pasó por encima de la borda de estribor. El Macquarie quedó entonces raso como un pontón.

El mastelero mayor y los de gavia y juanete fueron aserrados y separados. Flotaban entonces las principales piezas de la jangada, que se reunieron a los pedazos de trinquete a que no se había dado aún otro uso, y se trabaron sólidamente. Para elevar el aparato sobre la superficie del agua, John colocó en los intersticios media docena de toneles vacíos.

Sobre esta primera armazón muy resistente, John puso una especie de enrejado hecho de cuarteles que formaba celosía, y así las olas podían entrar en la jangada sin permanecer en ella, y los pasajeros se libraban de la humedad. Formóse además con tablas una especie de pavés circular, que protegía el puente contra las olas gruesas.

Aquella mañana, siendo el viento favorable, John hizo colocar a manera de mástil, con su correspondiente vela, en el centro de la improvisada embarcación, la verga del sobrejuanete, que sujetó con obenques. Un gran remo de pala ancha puesto detrás de la jangada debía servir para gobernarla, en caso de andar suficientemente a impulsos del viento.

La jangada estaba dotada de las mejores condiciones para contrarrestar el ímpetu de las olas. ¿Pero podría gobernarla y podría llegar a la costa en caso de variar el viento? Ésta era la cuestión.

A las nueve empezó el cargamento.

Se embarcó una cantidad de víveres suficiente para llegar a Auckland, pues no se podía contar con los productos de aquella tierra ingrata.

La despensa de Olbinett suministró alguna carne salada, resto de las provisiones compradas para la travesía del Macquarie, lo que era muy poco, y fue preciso por lo tanto aprovechar los víveres ordinarios de la marinería, galleta de mediana calidad y dos barriles de bacalao. Al stewart se le caía la cara de vergüenza.

Las provisiones se metieron en cajas que se cerraron herméticamente para librarlas del agua del mar, y se estibaron y ataron debidamente al pie del mástil. Las armas y municiones se colocaron en sitio seguro y seco. Por fortuna los viajeros estaban bien armados de carabinas y revólveres.

Se embarcó también un ancla para el caso en que hubiese necesidad de fondear por no poder llegar a tierra en una sola marea.

Ésta a las diez empezó a subir, y soplaba una leve brisa del Noroeste, que producía un ligero oleaje.

—¿Estamos? —preguntó John Mangles.

—Estamos, capitán —respondió Wilson.

—¡En marcha! —gritó John.

Lady Elena y Mary Grant bajaron por una escala de cuerda bastante tosca, y se sentaron junto al mástil en las cajas de víveres. A su derredor se colocaron sus compañeros. Wilson tomó a su cargo el timón, John los apagapenoles, y Mulrady picó el cable que tenía amarrada la jangada a un costado del bergantín. Se izó la vela, y el aparato se dirigió a la costa bajo la doble acción de la marea y del viento.

Estaba la tierra a 9 millas de distancia, que una lancha provista de buenos remos hubiera salvado en tres horas. Pero la jangada necesitaba más tiempo. Si el viento no cedía, en una sola marea podría tal vez alcanzar la playa, pero de otra suerte el flujo la haría retroceder y sería preciso anclar para esperar la marea siguiente, lo que no dejaba de preocupar a John Mangles.

Sin embargo, esperaba salir bien del paso. El viento refrescaba. Habiendo a las diez empezado la marea, era preciso haber tomado tierra a las tres, so pena de echar el ancla o perder, a consecuencia del reflujo, el camino ganado.

La travesía empezó bien. Poco a poco las negras cabezas de los arrecifes y el amarillento tapiz de los bancos desaparecieron bajo el agua que subía, requiriéndose entonces mucho cuidado y mucha habilidad para sortear los rompientes sumergidos y dirigir entre ellos un aparato poco sensible al timón y propicio a las derivaciones.

Al mediodía, distaba aún la jangada 5 millas de la costa. El cielo se presentaba bastante despejado y permitía distinguir los principales accidentes del terreno. Hacia el Nordeste se elevaba un cerro de unos 2.500 pies de altura. Se destacaba en el horizonte de una manera extraña, y su silueta reproducía el gesticulador perfil de una cabeza de mono boca arriba. Aquel monte era el Pirongia, exactamente situado, según el mapa, en el paralelo 38.

A las doce y media, Paganel hizo notar que bajo la marea ascendente habían desaparecido todos los escollos.

—Todos menos uno —respondió Lady Elena.

—¿Cuál, señora? —preguntó Paganel.

—Aquél —contestó Lady Elena, señalando un punto negro a la distancia de una milla delante de la proa.

—Es verdad —dijo el geógrafo—. Procuremos determinar su posición para no chocar con él, pues no tardará en cubrirle la marea como a todos los otros.

—Precisamente está frente por frente de la ladera norte de la montaña, y vamos derechos a él. Wilson, procura dejarlo a un lado.

—Bien, capitán —respondió el marinero cargando con todo su peso contra el indócil remo que hacía las veces de timón.

Se adelantó media milla en media hora. Pero lo extraño era que el punto negro, que se había tomado por un escollo, sobresalía siempre del agua.

John lo miraba atentamente, y para observarlo mejor, tomó el catalejo de Paganel.

—No es un arrecife —dijo después de un breve examen—, es un objeto flotante que sigue el movimiento de las olas.

—¿No es un pedazo de arboladura del Macquarie? —preguntó Lady Elena.

—No —respondió Glenarvan—, ninguno de los restos del bergantín ha podido derivar tanto.

—¡Toma! —exclamó John Mangles—. Ya sé lo que es, es el bote del Macquarie.

—¡El bote! —dijo Glenarvan.

—Sí, Milord, el bote del bergantín, que se ha puesto la quilla por montera, el bote que ha zozobrado.

—¡Desgraciadamente! —exclamó Lady Elena—. ¡Habrán perecido!

—Sí —respondió John Mangles—, no podía ser otra cosa. En medio de estos rompientes, de noche y con la fuerte marejada, corrían a una muerte cierta.

—¡Que el cielo se haya apiadado de ellos! —murmuró Mary Grant.

Los pasajeros permanecieron largo rato silenciosos. Miraban aquella frágil embarcación acercándose a ella. Había evidentemente zozobrado a 4 millas de tierra, sin salvarse ninguno de sus tripulantes.

—Pero este bote puede sernos útil —dijo Glenarvan.

—Naturalmente —respondió John Mangles—. A él, Wilson.

Se modificó un poco la dirección de la jangada, pero fue cayendo el viento, y transcurrieron dos horas antes de alcanzar la embarcación.

Mulrady, que se hallaba en la proa, paró el choque, y el you-you zozobrado se colocó a lo largo de uno de los costados de la balsa.

—¿Está vacío? —preguntó John Mangles.

—Sí, capitán —respondió el marinero—, y tiene abiertos los bordajes. No sirve para nada.

—¿No se puede sacar de él ningún partido? —preguntó Mac Nabbs.

—Absolutamente ninguno —respondió John Mangles—. No sirve más que para quemarlo.

—Lo siento —dijo Paganel— porque nos habría podido llevar a Auckland.

—Paciencia, Monsieur Paganel —respondió John Mangles—. Además, en un mar tan tormentoso como éste, prefiero nuestra jangada a un frágil bote, que habrá bastado cualquier choque para hacerlo pedazos. Así, pues, Milord, nada tenemos que hacer aquí.

—Cuando quieras, John —dijo Glenarvan.

—En marcha, Wilson —dijo el joven capitán—, y derecho a la costa.

La marea creciente debía durar aún una hora, en la cual se pudo salvar una distancia de dos millas. Pero de pronto, el viento cesó casi enteramente, y manifestó cierta tendencia a soplar de tierra. La jangada quedó inmóvil, y luego empezó a derivar mar adentro a impulsos del reflujo.

John vaciló un instante.

—¡Ancla! —gritó.

Mulrady, ya preparado de antemano para el caso, dejó caer el ancla en un fondo de cinco brazas. El calabrote que amarraba el rezón se quedó tan tirante que hizo retroceder la jangada 2 toesas. Cargada la vela, se tomaron las disposiciones que exigía una detención bastante prolongada.

En efecto, el flujo no debía volver a empezar antes de las nueve de la noche, y como John Mangles no quería navegar más que de día, tenía que permanecer anclado hasta las cinco de la mañana. Se veía la tierra a menos de 3 millas.

Una marejada bastante fuerte parecía que con su continuo movimiento se dirigía a la costa, por lo que Glenarvan, al saber que se trataba de pasar a bordo toda la noche, preguntó a John por qué no aprovechaba aquel oleaje para acercarse a la playa.

—Vuestro Honor —respondió el joven capitán— está engañado por una ilusión óptica. El agua, aunque parece andar, no anda. Todo su movimiento se reduce a una segregación de las moléculas líquidas. Arrojad un palitroque cualquiera en medio de las olas, y veréis que mientras no vuelva la marea ascendente, se queda estacionado. No nos queda, pues, más recurso que tener paciencia.

—Y comer —añadió el Mayor.

Olbinett sacó de una de las cajas de provisiones un pedazo de carne salada y una docena de galletas, muy avergonzado al presentar a sus señores semejantes vulgaridades. Pero fueron muy bien acogidas hasta por las viajeras, porque en tiempo de hambre no hay pan duro, a pesar de que no eran muy propios para excitar su apetito los bruscos movimientos de las olas.

Efectivamente, los choques de la jangada contra las olas que la azotaban eran verdaderamente penosos. El aparato, incesantemente balanceado por un oleaje caprichoso, no hubiera chocado con más violencia contra una roca submarina. Parecía algunas veces que tocaba. El calabrote trabajaba tanto, que cada media hora John lo sumergía una braza más para disminuir su tirantez y aliviarlo, pues sin esta precaución se hubiera roto inevitablemente, y la jangada, abandonada a merced de las olas, se hubiera engolfado y perdido mar adentro.

Se comprenden, pues, perfectamente las precauciones de John Mangles. Se podía romper el calabrote o podía el ancla quitar el fondo, y en ambos casos estaba perdida la jangada.

Se acercaba la noche. El disco de sol, rojo como sangre, prolongado por la refracción, iba a desaparecer detrás del horizonte. Las últimas líneas de agua, resplandecían al oeste y centelleaban como plata líquida. No se veía por aquel lado más que cielo y agua, exceptuando el casco del Macquarie, que, clavado en el bajío, se presentaba como un punto negro.

El rápido crepúsculo retardó algunos breves minutos la formación de las tinieblas, en que luego quedó envuelta la tierra que limitaba los horizontes del este y del norte.

No podía darse situación más angustiosa que la de aquellos náufragos, en una estrecha almadía invadida por las sombras de la noche. Algunos de ellos conciliaron un sueño lleno de ansiedad y muy a propósito para convertirse en pesadilla, y otros ni siquiera pudieron cerrar los ojos. Al rayar el alba todos estaban quebrantados de fatiga.

Al subir la marea volvió el viento del mar. Eran las seis de la mañana. El tiempo apremiaba mucho, y John se dispuso a aparejar. Dio orden de levar el ancla, cuyas uñas, con los sacudimientos del cable, se habían incrustado profundamente en la arena. Sin cabrestante, fue imposible arrancarla no obstante una especie de cabria que improvisó Wilson con mucho ingenio.

Se invirtió una hora en vanas tentativas. John, que estaba muy impaciente, hizo picar el calabrote, abandonando el ancla, con lo que se privó de toda posibilidad de fondear en un caso urgente, si no era bastante la marea para ganar la costa. Pero no quiso perder más tiempo, y un hachazo puso la jangada a disposición del viento que tenía por auxiliar una corriente de dos nudos.

Se largó la vela y el aparato fue derivando lentamente hacia la tierra, proyectada en moles cenicientas sobre un fondo de cielo iluminado por el sol naciente. Se evitaron y doblaron diestramente todos los arrecifes. Pero con el viento del mar, no parecía que la jangada se acercase a la playa.

Sin embargo, a las nueve la tierra estaba a menos de una milla. Se presentaba erizada de rompientes, y era muy escarpada. Preciso fue descubrir un surgidero practicable. El viento se fue calmando poco a poco hasta que cayó enteramente. La vela inerte golpeaba el mástil y le abrumaba, por lo que John mandó cargarla. Únicamente quedó la marea para llevar la jangada a la costa, pero había sido necesario renunciar a dirigirla, y enormes olas contribuían a volver más y más perezosa su marcha.

A las diez, estaba sólo a tres cables de la playa. Y no había ancla para fondear. ¿Iban, pues, los viajeros a ser empujados mar adentro por el reflujo? John, con las manos crispadas, contemplaba aquella tierra inabordable.

Hubo un choque. La jangada se detuvo. Acababa de encallar en un banco de arena a 25 brazas de la costa.

Glenarvan, Roberto, Wilson y Mulrady se echaron al agua, y sujetaron la jangada por medio de amarras a los escollos próximos. Las viajeras, llevadas en brazos, alcanzaron la tierra sin haberse mojado ni un solo pliegue del vestido, y luego todos, con armas y víveres, pusieron los pies definitivamente en las terribles playas de Nueva Zelanda.