Capítulo 02. Viaje al centro de la Tierra

El profesor Lidenbrock acaba de comprar un viejo libro de un autor irlandés del siglo XII que narra la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia. De este preciado libro se desliza un viejo pergamino con misteriosos caracteres rúnicos que inmediatamente atrapa la atención del profesor.

Capítulo 2. Viaje al centro de la Tierra

Aquel gabinete era un verdadero museo. Todas las muestras del reino mineral se hallaban allí etiquetadas en el más perfecto orden, siguiendo las tres grandes divisiones de los minerales: inflamables, metálicos y litoideos.

¡Qué bien conocía yo esas chucherías de la ciencia mineralógica! ¡Cuántas veces, en lugar de vagabundear con los chicos de mi edad, me había divertido quitando el polvo a aquellos grafitos, aquellas antracitas, aquellas hullas, aquellos lignitos, aquellas turbas! ¡Y los bitumés, las resinas, las sales orgánicas que había que preservar del menor átomo de polvo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía ante la igualdad absoluta de los especímenes científicos! ¡Y todas aquellas piedras que hubieran bastado para reconstruir la casa de Königstrasse, incluso con una hermosa habitación más, que tan bien me hubiera venido!

Pero al entrar en el gabinete no pensaba siquiera en estas maravillas. Sólo mi tío ocupaba mi pensamiento. Estaba hundido en su amplio sillón guarnecido de terciopelo de Utrecht, y tenía entre las manos un libro que miraba con la admiración más profunda.

—¡Qué libro, qué libro! —exclamaba.

Esta exclamación me recordó que el profesor Lidenbrock era también bibliómano en sus ratos perdidos; pero un libro de lance sólo tenía valor a sus ojos a condición de ser inencontrable, o por lo menos ilegible.

—Bueno —me dijo—, ¿es que no lo ves? Pues se trata de un tesoro inestimable que he encontrado esta mañana fisgoneando en la tienda del judío Hevelius.

—¡Magnífico! —respondí con fingido entusiasmo.

En efecto, ¿a qué tanto alboroto por un viejo en cuarto1 cuyo lomo y cubiertas parecían hechas de vulgar becerro, un libraco amarillento del que colgaba una cinta descolorida?

Sin embargo, las interjecciones admirativas del profesor no cesaban.

—Mira —decía, haciéndose a sí mismo preguntas y respuestas—. ¿Es bastante hermoso? Sí, es admirable. ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre el libro con facilidad? Sí, porque se queda abierto en cualquier página. ¿Y cierra bien? Sí, porque la cubierta y las hojas forman un todo perfectamente unido, sin separarse ni entreabrirse por ningún lugar. Y este lomo que no presenta ni un rasguño después de setecientos años de existencia. ¡Ah, de esta encuadernación se habrían sentido orgullosos Bozerian, Closs o Purgold!

Mientras hablaba así, mi tío abría y cerraba sucesivamente el viejo libraco. Yo no podía hacer otra cosa que interrogarle sobre su contenido, aunque no me interesaba para nada.

—¿Y cuál es el título de este maravilloso volumen? —pregunté con una solicitud demasiado entusiasta para no ser fingida.

—¡Esta obra —respondió mi tío animándose— es el Heims-Kringla, de Snorre Turleson, el famoso autor irlandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia!

—¿De veras? —exclamé lo mejor que pude—. Y sin duda es una traducción al alemán.

—¡Vamos! —respondió enojado el profesor—. ¡Una traducción…! ¿Qué iba a hacer yo con tu traducción? ¿Quién se preocupa de traducciones? ¡Es la obra original en lengua islandesa, ese magnífico idioma, rico y sencillo a la vez, que permite las combinaciones gramaticales más variadas y numerosas modificaciones de palabras!

—Como el alemán —insinué yo con bastante acierto.

—Sí —respondió mi tío encogiéndose de hombros—, sin contar con que la lengua islandesa admite los tres géneros como el griego, y declina los nombres propios como el latín.

—¡Ah! —dije, con mi indiferencia algo quebrantada—. ¿Y son hermosos los caracteres de ese libro?

—¡Caracteres! ¿Quién te habla de caracteres, desdichado Axel? ¡Vaya con los caracteres! ¡Ah! ¿Tomas esto por un impreso? Pero, ignorante, es un manuscrito, y un manuscrito rúnico.

—¿Rúnico?

—¡Sí! ¿Vas a pedirme ahora que te explique esa palabra?

—Me guardaré mucho de hacerlo —repliqué yo en el tono de un hombre herido en su amor propio.

Pero mi tío siguió, a pesar de todo, y me instruyó contra mi voluntad en cosas que apenas me interesaba saber.

—Las runas —continuó— eran caracteres de escritura usados antiguamente en Islandia, ¡y según la tradición fueron inventados por el mismo Odín! ¡Pero mira y admira, impío, estos tipos que salieron de la imaginación de un dios!

Confieso que a falta de réplica iba a prosternarme, género de respuesta que debe agradar tanto a los dioses como a los reyes, porque tiene la ventaja de no azorarlos nunca, cuando un incidente vino a desviar el curso de la conversación.

Fue la aparición de un mugriento pergamino que se deslizó del libraco y cayó al suelo.

Mi tío se precipitó sobre aquella pieza con una avidez fácil de comprender. Un viejo documento, encerrado desde tiempo inmemorial en un viejo libro, no podía dejar de tener a sus ojos alto precio.

—¿Qué es esto? —exclamó.

Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre su mesa un trozo de pergamino de cinco pulgadas de largo y tres de ancho, sobre el que se alineaban caracteres de libro de hechicería, en líneas transversales.

He aquí el facsímil exacto. Debo dar a conocer estos extraños signos porque impulsaron al profesor Lidenbrock y a su sobrino a emprender la más extraña expedición del siglo XIX:

Texto rúnico

El profesor contempló durante algunos instantes esta serie de caracteres; luego dijo, quitándose los lentes:

—Es rúnico. ¡Estos tipos son absolutamente idénticos a los del manuscrito de Snorre Turleson! Pero… ¿qué pueden significar?

Como el rúnico me parecía un invento de sabios para engañar a la pobre gente, no me preocupó ver que mi tío no comprendiese nada. Al menos eso fue lo que me pareció por el movimiento de sus dedos que comenzaban a agitarse terriblemente.

—¡Y, sin embargo, es antiguo islandés! —murmuraba entre dientes.

Y el profesor Lidenbrock debía conocer de sobra lo que decía, porque pasaba por ser un auténtico políglota. No es que hablara correctamente las dos mil leguas y los cuatro mil idiomas empleados en la superficie del globo, pero, en fin, sabía una buena parte.

En presencia de esta dificultad iba, pues, a dejarse llevar por toda la impetuosidad de su genio; y yo preveía una escena violenta, cuando sonaron las dos en el pequeño reloj de pared de la chimenea.

Al punto Marthe abrió la puerta del gabinete, diciendo:

—La sopa está servida.

—¡Al diablo la sopa! —exclamó mi tío—. ¡Y quien la ha hecho, y quienes la coman!

Marthe huyó. Yo volé tras ella y, sin saber cómo, me encontré sentado en mi lugar habitual en el comedor.

Esperé algunos instantes. El profesor no acudió. Era la primera vez, que yo supiese, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y, sin embargo, qué comida! Una sopa de perejil, una tortilla de jamón sazonada con acederas con mostaza, una chuleta de ternera con compota de ciruelas, y de postre, dulce de gambas, todo ello regado con un buen vino de Mosela.

Eso era lo que mi tío se iba a perder por un viejo papel. Y yo, desde luego, en calidad de sobrino abnegado, me creí obligado a comer por ambos al mismo tiempo. Y lo hice a conciencia.

—¡Jamás he visto nada parecido! —decía Marthe—. ¡El señor Lidenbrock no está en la mesa!

—¡Es increíble!

—Esto presagia algún acontecimiento grave —proseguía la vieja sirvienta moviendo la cabeza. En mi opinión, aquello no presagiaba nada, sino una escena espantosa cuando mi tío encontrase su comida devorada.

Estaba yo con mi última gamba cuando una voz estentórea me arrancó de las voluptuosidades del postre. Sólo necesité dar un salto para pasar del comedor al gabinete.

  • 1. Tamaño de papel usado para hacer libros. (N. del T.)