En este primer capítulo conocemos a los personajes principales del relato: el profesor Otto Lidenbrock, reconocido profesor de Geología en Hamburgo, y su sobrino Axel. El profesor Lidenbrock tiene una fuerte personalidad y conocemos algunas de sus extravagancias, que no dejan de sorprender a Axel.
El 24 de mayo de 1863, domingo, mi tío, el profesor Lidenbrock, volvió precipitadamente a su pequeña casa situada en el número 19 de Königstrasse, una de las calles más antiguas del barrio viejo de Hamburgo.
Nuestra criada, Marthe, debió pensar que iba muy retrasada, porque la comida apenas había comenzado a hervir en el fogón de la cocina.
«Bueno —me dije—, si mi tío, que es el más impaciente de los hombres, tiene hambre, pondrá el grito en el cielo».
—¿Ya está aquí el señor Lidenbrock? —preguntó Marthe, estupefacta, entreabriendo la puerta del comedor.
—Sí, Marthe, pero la comida tiene derecho a no estar preparada, porque aún no son las dos. Acaba de sonar la media en Saint-Michel.
—Entonces, ¿por qué vuelve el señor Lidenbrock?
—Él nos lo dirá seguramente.
—¡Ahí está! Yo me escapo, señor Axel, hágale usted entrar en razón.
Y Marthe volvió a su laboratorio culinario.
Me quedé solo. Pero hacer entrar en razón al más irascible de los profesores era algo que mi carácter un poco indeciso no me permitía. Por eso, me disponía a volver prudentemente a mi cuartito del piso de arriba, cuando la puerta de la calle rechinó sobre sus goznes; unos enormes pies hicieron crujir la escalera de madera, y el dueño de la casa, cruzando el comedor, se precipitó inmediatamente en su gabinete de trabajo.
Durante este rápido recorrido había tirado en un rincón su bastón de cabeza de cascanueces, su amplio sombrero sobre la mesa y había lanzado a su sobrino estas sonoras palabras:
—¡Axel, sígueme!
No había tenido tiempo de moverme cuando el profesor me gritó con tono impaciente:
—Pero ¿todavía no estás aquí?
Me lancé hacia el gabinete de mi temible maestro.
Otto Lidenbrock no era un mal hombre, lo admito gustosamente; pero a menos que sucedan cambios improbables, siempre será un extravagante terrible.
Era profesor en el Johannaeum, y daba una clase de mineralogía, durante la cual, por regla general, se encolerizaba una o dos veces. No se preocupaba de tener alumnos asiduos a sus lecciones, ni del grado de atención que le otorgaban, ni del éxito que luego podían obtener; estos detalles apenas le inquietaban. Daba clase «subjetivamente», según una expresión de la filosofía alemana, para él y no para los demás. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando se quería sacar algo de él: en una palabra, un avaro.
En Alemania hay algunos profesores de este género.
Por desgracia, mi tío no gozaba de una extrema facilidad de palabra, al menos cuando hablaba en público, y ése es un defecto lamentable en un orador. En efecto, en sus demostraciones en el Johannaeum, a menudo el profesor se paraba en seco, luchaba contra una palabra recalcitrante que se negaba a salir de sus labios, una de esas palabras que se resisten, se hinchan y terminan por salir en la forma poco científica de un juramento. Y eso le enfurecía en grado sumo.
Y en mineralogía hay muchas denominaciones semigriegas, semilatinas, difíciles de pronunciar, muchos de esos rudos sustantivos que despellejarían los labios de un poeta. No quiero hablar mal de esta ciencia. Lejos de mí semejante idea. Pero cuando uno se encuentra en presencia de cristalizaciones romboédricas, de resinas retinasfálticas, de gelenitas, de fangasitas, de molibdatos de plomo, de tungstatos de manganeso y de titaniatos de circonio, hasta a la lengua más diestra le está permitido trabarse.
Así pues, en la ciudad se conocía este perdonable defecto de mi tío, del que se burlaban, y le esperaban en las coyunturas difíciles, lo cual le enfurecía y hacía que se rieran de él, cosa que no es de buen gusto, ni siquiera para alemanes. Y si siempre había gran afluencia de oyentes en las clases de Lidenbrock, ¡cuántos seguidores asiduos sólo lo eran para reírse con los accesos de cólera del profesor!
Sea como fuere, debo decir ante todo que mi tío era un verdadero sabio. Aunque a veces rompiese sus muestras por tratarlas con demasiada brusquedad, unía al genio del geólogo el ojo del mineralogista. Con su martillo, su punzón de acero, su aguja imantada, su soplete y su frasco de ácido nítrico, era un experto. Por la rotura, por el aspecto, por la dureza, por la fusibilidad, por el sonido, por el olor, por el gusto de un mineral cualquiera, lo clasificaba sin vacilar entre las seiscientas especies que actualmente cuenta la ciencia.
Por eso el nombre de Lidenbrock sonaba con honor en los institutos y asociaciones nacionales. Los señores Humphry Davy, de Humboldt, y los capitanes Franklin y Sabine no dejaron de visitarle a su paso por Hamburgo. Los señores Becquerel, Ebelmen, Brewster, Dumas, Milne-Edwards, Sainte-Claire-Deville, gustaban consultarle sobre las cuestiones más palpitantes de la química. Esta ciencia le debía bastantes hermosos descubrimientos y, en 1853, había aparecido en Leipzig un Tratado de cristalografía trascendente, por el profesor Otto Lidenbrock, gran infolio con ilustraciones, que sin embargo no cubrió los gastos.
Añádase a esto que mi tío era conservador del museo mineralógico del señor Struve, el embajador de Rusia: una magnífica colección de fama europea.
Tal era el personaje que me interpelaba con tanta impaciencia. Imaginaos un hombre alto, enjuto, con una salud de hierro y de un rubio juvenil que le quitaba diez buenos años a los cincuenta que tenía. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de unas gafas considerables; su nariz, larga y delgada, parecía una hoja afilada; los maliciosos pretendían incluso que estaba imantada y que atraía las limaduras de hierro. Pura calumnia: sólo atraía el tabaco, pero en gran abundancia, a decir verdad.
Cuando un hombre alto, enjuto haya añadido que mi tío daba pasos matemáticos de media legua y que al caminar mantenía sus puños sólidamente cerrados, señal de un temperamento impetuoso, se le conocerá lo bastante para no sentir afición por su compañía.
Vivía en su casita de Königstrasse, morada mitad de madera, mitad de ladrillo, rematada en un frontispicio almenado; daba a uno de esos sinuosos canales que se cruzan en medio del barrio más antiguo de Hamburgo, que respetó afortunadamente el incendio de 1842.
La vieja casa se inclinaba un poco, cierto, y tendía el vientre hacia los transeúntes; tenía inclinado su techo sobre la oreja, como la gorra de un estudiante de la Tugendbund y la verticalidad de sus líneas dejaba que desear; pero, en resumidas cuentas, se mantenía bien gracias a un viejo olmo vigorosamente encastrado en la fachada, que en primavera echaba sus brotes en flor a través de los cristales de las ventanas.
Mi tío no dejaba de ser rico para lo que suele ser un profesor alemán. La casa le pertenecía por completo, continente y contenido. El contenido era su ahijada Graüben, joven virlandesa de diecisiete años; Marthe y yo. En mi doble calidad de sobrino y de huérfano, me convertí en ayudante-preparador de sus experimentos.
Confesaré que mordí con apetito en las ciencias geológicas; tenía sangre de mineralogista en las venas y jamás me aburría en compañía de mis preciosos guijarros.
En suma, se podía vivir feliz en aquella casita de Königstrasse, a pesar de las impaciencias de su propietario, porque, aun comportándose de forma algo brutal, no por ello me amaba menos. Pero aquel hombre no sabía esperar, y apremiaba incluso a la naturaleza.
Cuando en abril plantaba esquejes de reseda o de volubilis en los tiestos de loza de su salón, iba regularmente todas las mañanas a tirarles de las hojas a fin de apresurar su crecimiento.