Tanto el cañón como el proyectil están listos para ser enviados a la Luna. Pero quedan importantes detalles, como el transporte de una enorme cantidad de material explosivo que debe depositarse con el mayor cuidado en el fondo del Columbiad, y la preparación de todos los enseres y víveres que acompañarán a los viajeros en su expedición y permitirán su supervivencia.
Había llegado el 22 de noviembre, y diez días después debía verificarse la partida suprema. Sólo restaba realizar un último gran paso, pero éste era un operativo delicado, peligroso, que exigía precauciones infinitas, y contra cuyo éxito el capitán Nicholl había hecho su tercera apuesta. Tratábase de cargar el columbiad introduciendo en él 400 000 libras de fulmicotón. Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la manipulación de una cantidad tan formidable de piróxilo acarrearía graves catástrofes, y que esta masa eminentemente explosiva se inflamaría por sí misma bajo la presión del proyectil.
Aumentaban la inminencia del peligro la indiscreción y ligereza de los americanos, que durante la guerra federal solían cargar sus bombas con el cigarro en la boca. Pero Barbicane esperaba salirse con la suya y no naufragar a la entrada del puerto. Escogió sus mejores operarios, les hizo trabajar bajo su propia inspección, no les perdió un momento de vista y, a fuerza de prudencia y precauciones, consiguió inclinar a su favor todas las probabilidades de éxito.
Se guardó muy bien de mandar conducir todo el cargamento al recinto de Stone’s Hill. Lo hizo llegar poco a poco en cajones perfectamente cerrados. Las 400 000 libras de piróxilo se dividieron en paquetes de a 5000 libras, lo que formaba 800 gruesos cartuchos elaborados con esmero por los más hábiles trabajadores de Pensacola. Cada cajón contenía 10 cartuchos y llegaban uno tras otro por el ferrocarril de Tampa; de este modo no había nunca a la vez en el recinto más de 5000 libras de piróxilo. Cada cajón, al llegar, era descargado por operarios que andaban descalzos, y cada cartucho era transportado a la boca del columbiad, bajándolo al fondo por medio de grúas movidas a brazo. Se habían alejado todas las máquinas de vapor, y apagado todo fuego a dos millas a la redonda. Bastantes dificultades había en preservar aquellas cantidades de fulmicotón de los ardores del sol, aunque fuese en noviembre.
Así es que se trabajaba principalmente de noche a la claridad de una luz producida en el vacío, la cual, por medio de los aparatos de Ruhmkorff, creaba un día artificial hasta el fondo del columbiad. Allí se colocaban los cartuchos con perfecta regularidad y se unían entre sí por medio de un hilo metálico destinado a llevar simultáneamente la chispa eléctrica al centro de cada uno de ellos.
En efecto, el fuego debía comunicarse al algodón pólvora por medio de la pila. Todos los hilos, cubiertos de una materia aislante, venían a reunirse en uno solo, convergiendo de un pequeño orificio abierto a la altura del proyectil; por aquel agujero atravesaban la gruesa pared de fundición y subían a la superficie del suelo por uno de los respiraderos del revestimiento de piedra conservado con este objeto. Llegado ya a la cúspide de Stone’s Hill, el hilo, que estaba sostenido por postes, a manera de los hilos telegráficos, en un trayecto de dos millas, se unía a una poderosa pila de Bunsen pasando por un aparato interruptor. Bastaba, pues, pulsar con el dedo el botón del aparato para establecer instantáneamente la corriente y prender fuego a las 400 000 libras de fulmicotón. No es necesario decir que la pila no debía entrar en funcionamiento hasta el último instante.
El 28 de noviembre, los 800 cartuchos estaban debidamente colocados en el fondo del columbiad. Esta parte de la operación se había llevado a cabo felizmente. ¡Pero cuántas zozobras, cuántas inquietudes, cuántos sobresaltos había sufrido el presidente Barbicane! ¡Cuántas luchas había tenido que sostener! En vano había prohibido la entrada en Stone’s Hill; todos los días los curiosos armaban escándalos en las empalizadas, algunos, llevando la imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las cargas de fulmicotón. Barbicane se ponía furioso y lo mismo J. T. Maston, que echaba a los intrusos con la mayor energía, y recogía las colillas de cigarro que los yanquis tiraban de cualquier modo. La tarea era ruda, porque pasaban de 300 000 individuos los que se agrupaban alrededor de las empalizadas. Michel Ardan se había ofrecido a escoltar los cajones hasta la boca del columbiad; pero habiéndole sorprendido a él mismo con un enorme cigarro en la boca, mientras perseguía a los imprudentes a quienes daba mal ejemplo, el presidente del Gun-Club vio que no podía contar con un fumador tan empedernido, y, en lugar de nombrarle vigilante, ordenó que fuese vigilado muy especialmente.
En fin, como hay un Dios para los artilleros, el columbiad se cargó y todo fue a pedir de boca. Mucho peligro corría el capitán Nicholl de perder su tercera apuesta.
Aún había que introducir el proyectil en el columbiad y colocarlo sobre el fulmicotón.
Pero antes de proceder a esta operación, se dispusieron con orden en el vagón proyectil los objetos que el viaje requería. Éstos eran bastante numerosos; y, si se hubiese dejado hacer a Michel Ardan, habrían ocupado muy pronto todo el espacio reservado a los viajeros. Nadie es capaz de figurarse lo que el buen francés quería llevar a la Luna. Una verdadera pacotilla de superfluidades. Pero Barbicane intervino y todo se redujo a lo estrictamente necesario.
El interior del proyectil.
Se colocaron en el cofre de los instrumentos varios termómetros, barómetros y anteojos.
Los viajeros tenían curiosidad de examinar la Luna durante la travesía, y para facilitar el reconocimiento de su nuevo mundo, iban provistos de un excelente mapa de Beer y Moedler, Mapa selenográfico, publicado en cuatro hojas, que pasa, con razón, por una verdadera obra maestra de observación y paciencia. En dicho mapa se reproducen con escrupulosa exactitud los más insignificantes pormenores de la porción del astro que mira a la Tierra; montañas, valles, circos, cráteres, picos, ranuras, se ven en él con sus dimensiones exactas, con su fiel orientación, y hasta con su denominación propia, desde los montes Doerfel y Leibniz, cuya alta cima descuella en la parte oriental del disco, hasta el mar del Frío, que se extiende por las regiones circumpolares del Norte.
Era, pues, un precioso documento para los viajeros porque les permitía estudiar el país antes de entrar en él.
Llevaban también tres rifles y tres escopetas que disparaban balas explosivas, y, además, pólvora y balas en gran cantidad.
—No sabemos con quién tendremos que habérnoslas —decía Michel Ardan—. Podemos encontrar hombres o animales que tomen a mal nuestra visita. Es, pues, preciso tomar precauciones.
A más de los instrumentos de defensa personal, había picos, azadones, sierras de mano y otras herramientas indispensables, sin hablar de los vestidos adecuados a todas las temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta el calor de la zona tórrida.
Michel Ardan hubiera querido llevarse cierto número de animales, aunque no un par de cada especie de todas las conocidas, pues él no veía la necesidad de aclimatar en la Luna serpientes, tigres, cocodrilos y otros animales dañinos.
—No —decía a Barbicane—, pero algunas bestias de carga, toros, asnos o caballos, harían buen efecto en el país y nos serían sumamente útiles.
—Convengo en ello, mi querido Ardan —respondía el presidente del Gun-Club—, pero nuestro vagón proyectil no es el arca de Noé. No tiene su capacidad, ni tampoco su objeto. No traspasemos los límites de lo posible.
En fin, después de prolijas discusiones, quedó convenido que los viajeros se contentarían con llevar una excelente perra de caza perteneciente a Nicholl y un vigoroso perro de Terranova de una fuerza prodigiosa. En el número de los objetos indispensables se incluyeron algunas cajas de granos y semillas útiles. Si hubiesen dejado a Michel Ardan despacharse a su gusto, habría llevado también algunos sacos de tierra para sembrarlas. Ya que no pudo hacer todo lo que quería, cargó con una docena de arbustos que, envueltos en paja con el mayor cuidado, fueron colocados en un rincón del proyectil.
Quedaba aún la importante cuestión de los víveres, pues era preciso prepararse para el caso en que se llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril. Barbicane se lo arregló de modo que reunió víveres para un año. Pero debemos advertir, para que nadie se haga cruces ni ponga en cuarentena lo que decimos, que los víveres consistieron en conservas de carnes y legumbres reducidas a su menor volumen posible bajo la acción de la prensa hidráulica, y que contenían una gran cantidad de elementos nutritivos; verdad es que no eran muy variados, pero en una expedición era preciso no andarse con dengues y zalamerías. Había también una reserva de aguardiente que se elevaba a unos 50 galones[11] y agua nada más que para dos meses, pues, según las últimas observaciones de los astrónomos nadie podía poner en duda la presencia de cierta cantidad de agua en la superficie de la Luna. En cuanto a los víveres, insensatez hubiera sido creer que habitantes de la Tierra no habían de encontrar allí arriba con qué alimentarse. Acerca del particular, Michel Ardan no abrigaba la menor duda. Si la hubiese abrigado, no hubiera pensado siquiera en emprender el peligroso viaje.
—Por otra parte —dijo un día a sus amigos—, no quedaremos completamente abandonados de nuestros camaradas de la Tierra y ellos procurarán no olvidarnos.
—¡Claro que no! —respondió J. T. Maston.
—¿En qué se funda usted? —preguntó Nicholl.
—Muy sencillamente —respondió Ardan—. ¿No quedará siempre aquí el columbiad? ¡Pues bien! Cuantas veces la Luna se presente en condiciones favorables de cénit, ya que no de perigeo, es decir, una vez al año a poca diferencia, ¿no se nos podrán enviar granadas cargadas de víveres, que nosotros recibiremos en día fijo?
—¡Hurra! ¡Hurra! —exclamó J. T. Maston, como hombre a quien se ha ocurrido una idea—. ¡Muy bien dicho! ¡Perfectamente dicho! ¡No, en verdad, queridos amigos, no os olvidaremos!
—¡Cuento con ello! Así pues, ya lo veis, tendremos regularmente noticias del globo, y, por lo que a nosotros toca, muy torpes hemos de ser para no hallar medio de ponernos en comunicación con nuestros buenos amigos de la Tierra.
Había en estas palabras tal confianza, que Michel Ardan, con su resuelto continente y su soberbio aplomo, hubiera arrastrado en pos de sí a todo el Gun-Club. Lo que él decía parecía sencillo, elemental, fácil, de un éxito asegurado, y hubiera sido necesario tener un apego mezquino a este miserable globo terráqueo para no seguir a los tres viajeros en su fantástica expedición lunar.
Cuando estuvieron debidamente colocados en el proyectil todos los objetos, se introdujo entre sus tabiques el agua destinada a amortiguar la repercusión, y el gas para el alumbrado se encerró en su recipiente. En cuanto el clorato de potasa y a la potasa cáustica, Barbicane, temiendo en el camino retrasos imprevistos, se llevó una cantidad suficiente para renovar por espacio de dos meses el oxígeno y absorber el carbónico. Un aparato sumamente ingenioso que funcionaba automáticamente, se encargaba de devolver al aire sus cualidades vivificadoras y de purificarlo completamente. El proyectil estaba, pues, en disposición de echar a volar, y ya no faltaba más que bajarlo al columbiad. La operación estaba erizada de dificultades y peligros.
Se trasladó la enorme granada a la cúspide de Stone’s Hill, donde grúas de gran potencia se apoderaron de ella y la tuvieron suspendida encima del pozo de metal.
Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas no pudiendo resistir un peso tan grande, se hubiesen roto, la caída de una mole tan enorme hubiera indudablemente determinado la inflamación del fulmicotón.
Afortunadamente nada de esto sucedió, y algunas horas después el vagón proyectil, bajando poco a poco por el ánima del cañón, se acostó en su lecho de piróxilo, verdadero edredón fulminante. Su presión no hizo más que atacar con mayor fuerza la carga del columbiad.
—He perdido —dijo el capitán, entregando al presidente Barbicane una suma de 3000 dólares.
Barbicane no quería recibir cantidad alguna de un compañero de viaje, pero tuvo que ceder a la obstinación de Nicholl, el cual deseaba cumplir todos los compromisos antes de abandonar la Tierra.
—Entonces —dijo Michel Ardan—, ya no tengo que desearos más que una cosa, mi bravo capitán.
—¿Cuál? —preguntó Nicholl.
—Ojalá pierdan las otras dos apuestas —respondió el francés—. Así estaremos seguros de no quedarnos en el camino.