La llegada de Michel Ardan y su propuesta de viajar en el interior del proyectil que se dirigirá a la Luna han despertado tal interés en la opinión pública, que el aventurero francés se ofrece para dar todas las explicaciones que se le pidan sobre sus planes ante todo aquel que quiera escucharle.
Al día siguiente, el astro diurno se levantó mucho más tarde de lo que deseaba la impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante fiesta no debía ser tan perezoso. Barbicane, temiendo por Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera querido reducir el auditorio a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por ejemplo. Pero más fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues, que renunciar a sus proyectos de protección y dejar correr a su nuevo amigo los peligros de una conferencia pública.
El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que tenían de sobra velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona se extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del día. Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante algunas horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera parte de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la otra restante ni oía ni veía, lo que, sin embargo, no impidió que fuese la más pródiga en aplausos.
A las tres apareció Michel Ardan, acompañado de los principales miembros del Gun-Club. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T. Maston, más radiante que el sol del mediodía y casi tan rutilante como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba sus miradas por un océano de sombreros negros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba allí como en su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso saludo a los hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en inglés, y se expresó muy correctamente en los siguientes términos:
—Señores —dijo—, a pesar del calor que hace aquí dentro, voy a abusar de vuestro tiempo para daros algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que os interesan. Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en público; pero mi amigo Barbicane me ha dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus súplicas. Oídme, pues, con vuestros seiscientos mil oídos, y perdonad las muchas faltas del autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho a los concurrentes, y lo demostraron con un inmenso murmullo de satisfacción.
—Señores —dijo—, podéis aprobar o desaprobar, según mejor os parezca, y empiezo. En primer lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante, pero de una ignorancia tal, que hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna metido en un proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla, más fácil y más natural del mundo. Tarde o temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género de locomoción adoptado, no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso. El hombre empezó por andar a gatas, luego utilizó los pies, enseguida viajó en carro, después en coche, más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y, por último, en ferrocarril. Pues bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir, y todo bien considerado, los planetas no son otra cosa, no son más que balas de cañón disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de vosotros, señores, creéis que la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en su movimiento de traslación alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos ejemplos, y sólo os pido que me permitáis contar por leguas, porque las medidas americanas me son poco familiares, y podría incurrir en algún error en mis cálculos.
La demanda pareció muy justa y no tropezó con ninguna dificultad. El orador prosiguió:
—Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Confieso, aunque parezca falta de modestia, que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien este insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabréis todos acerca del particular tanto como yo. Sabed, pues, que Neptuno recorre 5000 leguas por hora; Urano, 7000; Saturno, 8858; Júpiter, 11 575; Marte, 22 011; la Tierra, 27 500; Venus, 32 190; Mercurio, 52 250; ciertos cometas 1 400 000 leguas en su perigeo. En cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra velocidad no pasa de 9900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y ahora pregunto si no es evidente que todas esas velocidades serán algún día sobrepasadas por otras, de las cuales serán probablemente la luz y la electricidad los agentes mecánicos.
Nadie puso en duda esta afirmación de Michel Ardan.
—Amados oyentes míos —prosiguió—, si nos dejásemos convencer por ciertos talentos limitados (no quiero calificarlos de otra manera), la humanidad estaría encerrada en un círculo de Pompilio del que no podría salir, y quedaría condenado a vegetar en este globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios. No será así. Se va a ir a la Luna, se irá a los planetas, se irá a las estrellas, como se va actualmente de Liverpool a Nueva York, fácilmente, rápidamente, seguramente, y el océano atmosférico se atravesará como se atraviesan los océanos de la Tierra. La distancia no es más que una palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse a cero.
La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del francés, quedó como atónita ante tan atrevida teoría.
Michel Ardan lo comprendió.
—No os he convencido, insignes oyentes —añadió sonriéndose afablemente—. Vamos, pues, a razonar. ¿Sabéis cuánto tiempo necesitaría un tren directo para llegar a la Luna? No más que 300 días. Un trayecto de ochenta mil cuatrocientas leguas. ¡Vaya una gran cosa! No llega al que se tendría que recorrer para dar nueve veces la vuelta alrededor de la Tierra y no hay marinero ni viajero un poco diligente que no haya andado más durante su vida. Haceos cargo de que yo no gastaré en la travesía más que noventa y siete horas. ¡Pero vosotros os figuráis que la Luna está muy lejos de la Tierra, y que antes de emprender un viaje para ir a ella se necesita meditarlo mucho! ¿Qué diríais, pues, si se tratase de ir a Neptuno, que gravita del Sol a mil ciento cuarenta y siete millones de leguas? He aquí un viaje que, aunque no costase más que a cinco céntimos por kilómetro, podrían emprender muy pocos. El mismo barón de Rothschild, con sus inmensos tesoros, no tendría para pagar el pasaje, y tendría que quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta y siete millones.
Esta lógica sui generis gustó mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Michel Ardan, muy enterado del asunto, lo trataba con un entusiasmo soberbio. No pudiendo dudar de la avidez con que se recogían sus palabras, prosiguió con admirable aplomo:
—Y ahora os diré, mis buenos amigos, que la distancia que separa a Neptuno del Sol es muy poca cosa comparada con la de las estrellas. Para evaluar la distancia de estos astros, es menester valerse de esa enumeración fascinadora en que la cantidad más pequeña consta de nueve guarismos, y tomar por unidad el millón de millones. Perdonadme si me detengo tanto en este asunto, que es para mí de un interés capitalísimo. Oíd y juzgad: la estrella Alfa, que pertenece a la constelación del Centauro, se halla a ocho mil millares de millones de leguas, a cincuenta mil millares de millones se halla Vega, a cincuenta mil millares de millones, Sirio, a cincuenta y dos mil millares de millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones la Estrella Polar, a ciento setenta millares de millones Cabra, y las demás estrellas a billones y a centenares de billones de leguas. ¡Y hay quien se ocupa de la distancia que separa a los planetas del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta distancia es tremenda! ¡Error! ¡Mentira! ¡Aberración de los sentidos! ¿Sabéis lo que yo opino acerca del mundo, que empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Queréis mi teoría? Es muy sencilla. Para mí el mundo solar es un cuerpo sólido, homogéneo; los planetas que lo componen se acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que queda entre ellos no es más que el espacio que separa las moléculas del metal más compacto, plata o hierro, oro o platino. Estoy, pues, en mi derecho afirmando y repitiendo con una convicción de que participaréis todos: la distancia es una palabra hueca, la distancia, como hecho concreto, como realidad, no existe.
—¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra! —exclamó unánimemente la asamblea, electrizada por el gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus concepciones.
—¡No! —exclamó J. T. Maston, con más energía que los otros—. ¡La distancia no existe! ¡La distancia no existe!
Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por el empuje de su cuerpo, que casi no pudo dominar, estuvo en un tris de caer al suelo desde el estrado. Pero consiguió restablecer su equilibrio, y evitó una caída, que le hubiera brutalmente probado que la distancia no es una palabra vacía de sentido. Luego, el entusiasta orador prosiguió:
—Amigos míos —dijo—, me parece que la cuestión queda resuelta. Si no he logrado convenceros a todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones, débil en mis argumentos: y echad la culpa a la insuficiencia de mis estudios teóricos. Como quiera que sea, os lo repito, la distancia de la Tierra a su satélite es, en realidad, poco importante y no merece preocupar a un pensador grave y concienzudo. No creo, pues, avanzar demasiado diciendo que se establecerán próximamente trenes de proyectiles, en los que se hará con toda comodidad el viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que temer choques, sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente al término, sin fatiga, en línea recta; y antes de veinte años la mitad de la Tierra habrá visitado la Luna.
—¡Hurra por Michel Ardan! —exclamaron todos los concurrentes, hasta los menos convencidos.
—¡Hurra por Barbicane! —respondió modestamente el orador.
Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor de la empresa fue acogido con unánimes y calurosos aplausos.
—Ahora, amigos míos —añadió Michel Ardan—, si tenéis que dirigirme alguna pregunta, pondréis evidentemente en un apuro a un pobre hombre como yo, pero, no obstante, procuraré responderos.
Motivos tenía el presidente del Gun-Club para estar satisfecho del giro que tomaba la discusión. Versaba sobre teorías especulativas, en las que Michel Ardan, en alas de su viva imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la cuestión descendiera del terreno de la especulación al de la práctica, del cual no era fácil salir bien librado. Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su nuevo amigo si era de la opinión de que la Luna o los planetas estuviesen habitados.
—Gran problema me planteas, mi amigo presidente —replicó el orador sonriendo—; sin embargo, hombres de muy poderosa inteligencia, Plutarco, Swedenborg, Bernardino de Saint Pierre y otros muchos, se han pronunciado por la afirmativa. Considerando la cuestión bajo el punto de vista de la filosofía natural, me inclino a opinar como ellos, porque en el mundo no existe nada inútil, y contestando, amigo Barbicane, a una cuestión con otra, afirmo que si los mundos son habitables, están habitados, o lo han estado o lo estarán.
—¡Muy bien! —exclamaron los espectadores de las primeras filas, que imponían su opinión a los de las últimas.
—Es imposible responder con más lógica y acierto —dijo el presidente del Gun-Club—. La cuestión queda reducida a los siguientes términos: ¿Los mundos son habitables? Yo creo que lo son.
—Y yo estoy seguro de ello —respondió Michel Ardan.
—Sin embargo —replicó uno de los concurrentes—, hay argumentos contra la habitabilidad de los mundos. En la mayor parte de ellos sería absolutamente indispensable que los principios de la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se abrasaría y se helaría en otros, según su mayor o menor distancia del Sol.
—Siento —respondió Michel Ardan— no conocer personalmente a mi distinguido antagonista para poder contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero creo que se la puede combatir victoriosamente, como se pueden combatir todas las teorías fundadas en la habitabilidad de los mundos. Si yo fuese físico, diría que, si bien es verdad que hay menos calórico en movimiento en los planetas próximos al Sol, y más calórico en movimiento en los que de él están lejos, este simple fenómeno basta para equilibrar el calor y volver la temperatura de dichos mundos soportable a seres que están organizados como nosotros. Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo con muchos ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la Tierra ejemplos de animales que viven en distintas condiciones de habitabilidad; unos peces respiran en un medio que es mortal para los demás animales; que algunos habitantes de los mares se mantienen debajo de capas de una gran profundidad, soportando, sin ser aplastados, presiones de cincuenta o sesenta atmósferas; le diría que algunos insectos acuáticos, insensibles a la temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de agua hirviendo y en las heladas llanuras del océano polar; le diría, por último, que es preciso reconocer en la naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja de ser real aun siendo incomprensible, a lo menos para nosotros. Si yo fuese químico le diría que los aerolitos, cuerpos evidentemente formados fuera del mundo terrestre, han revelado al análisis indiscutibles vestigios de carbono, el cual no debe su origen más que a seres organizados, y, según los experimentos de Reichenbach, ha tenido necesariamente que ser animalizado. En fin, si fuese teólogo, le diría que, según San Pablo, la Redención divina no se aplica exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las grandes leyes que rigen el universo, me limito a responder: No sé si los mundos están habitados; y como no lo sé, voy a verlos.
¿Aventuró el adversario de las teorías de Michel Ardan algún otro argumento? Es imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la muchedumbre hubieran impedido manifestarse a todas las opiniones. Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en los grupos más lejanos, el orador victorioso se contentó con añadir las siguientes consideraciones:
—Ya veis, valerosos yanquis, que yo no he hecho más que desflorar una cuestión de tanta trascendencia. No he venido aquí a dar lecciones, ni a sostener una tesis sobre tan vasto objeto. Omito otros varios argumentos en pro de la habitabilidad de los mundos. Permitidme, no obstante, insistir en un solo punto. A los que sostienen que los planetas no están habitados, es preciso responderles: Es posible que tengáis razón, si se demuestra que la Tierra es el mejor de los mundos posibles, lo que no está demostrado, diga Voltaire lo que quiera. Ella no tiene más que un satélite, al paso que Júpiter, Urano, Saturno y Neptuno tienen varios que les están subordinados, lo que constituye una ventaja que no es despreciable. Pero lo que principalmente hace nuestro globo poco cómodo, es la inclinación de su eje sobre su órbita, de lo que procede la desigualdad de los días, y las noches y la molesta diversidad de estaciones. En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado calor o demasiado frío: en él nos helamos en invierno y nos abrasamos en verano, es el planeta de los reumatismos, de los resfriados y de las fluxiones, al paso que en la superficie de Júpiter, por ejemplo, cuyo eje está muy poco inclinado, los habitantes podrían gozar de temperaturas invariables, pues si bien hay allí la zona de las primaveras, la de los veranos, la de los otoños y la de los inviernos, cada uno podría escoger el clima que más le conviniese y ponerse durante toda su vida al abrigo de las variaciones de la temperatura. No tendréis ningún inconveniente en convenir conmigo en esta superioridad de Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar de sus años, de los cuales cada uno vale por doce de los nuestros. Es, además, evidente para mí que, bajo estos auspicios y en condiciones de existencia tan maravillosas, los habitantes de aquel mundo afortunado son seres superiores, que en él los sabios son más sabios, los artistas más artistas, los malos menos malos y los buenos mucho mejores. ¡Ay! ¿Qué le falta a nuestro esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un eje de rotación menos inclinado sobre el plano de su órbita.
—¿Nada más? —exclamó una voz imperiosa—. Pues unamos nuestros esfuerzos, inventemos máquinas y enderecemos el eje de la Tierra.
Una salva de aplausos sucedió a esta proposición, cuyo autor era y no podía ser más que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido arrastrado a tan atrevida proposición por sus instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos le aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por Arquímedes, los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el mundo y enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí lo único que faltaba a aquellos temerarios mecánicos.
Con todo, una idea tan eminentemente práctica alcanzó un éxito extraordinario. Se suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora, y durante mucho, muchísimo tiempo, se habló en los Estados Unidos de América de la proposición tan enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del Gun-Club.