Capítulo 15. Las ruinas de Iona

Los hermanos Melvill se las ingenian para organizar una visita a las ruinas de Iona en la que participen todos los expedicionarios.

El rayo verde. Capítulo 15

Así, pues, la señorita Campbell, los hermanos Melvill y los dos jóvenes, se marcharon después de comer. Hacía un magnífico tiempo de otoño. Los rayos del sol se filtraban a cada momento a través de las nubes poco espesas. En esas intermitencias, las ruinas que rodeaban aquella parte de la isla, las rocas afortunadamente agrupadas del litoral, las casas esparcidas sobre el accidentado terreno de Iona; el mar, estriado a lo lejos por las caricias de una suave brisa, parecían renovar su aspecto un poco triste y alegrarse bajo los efectos del sol.

Aquel día no habían llegado viajeros. El barco había traído unos cincuenta la víspera y, sin duda, al día siguiente desembarcarían otros tantos. Aquel día, pues, la isla de Iona pertenecía por entero a sus habitantes, y las ruinas estarían completamente desiertas cuando llegarían los excursionistas.

Hacían el camino alegremente. El buen humor del hermano Sam y del hermano Sib se había contagiado a sus compañeros. Hablaban y reían mientras se internaban por pequeños senderos rocosos entre las bajas murallas de piedras secas.

Todo marchaba bien hasta que se detuvieron frente a la cruz de MacLean. Este hermoso monolito de granito rojo, de catorce pies de altura, es el único resto de las trescientas sesenta cruces que se levantaban en la isla hasta la Reforma, hacia la mitad del siglo XVI.

Olivier Sinclair quiso, naturalmente, tomar un croquis de aquel monumento, que produce gran efecto erigido en medio de la árida llanura cubierta de hierba amarillenta.

La señorita Campbell, los hermanos Melvill y Olivier se agruparon a unos cincuenta pasos del calvario, a fin de obtener una visión de conjunto. Olivier Sinclair se sentó en un saliente del pequeño muro y empezó a dibujar los primeros planos del terreno en el que se levanta la cruz de MacLean.

Al cabo de unos momentos les pareció que una forma humana trataba de subir los primeros escalones de la cruz.

—¡Vaya! —exclamó Olivier—, ¿qué viene a hacer aquí ese intruso? Si al menos llevara el hábito de monje no desentonaría, y podría dibujarlo postrado a los pies de esa cruz antigua.

—Es un curioso que nos molestará bastante, señor Sinclair —dijo la señorita Campbell.

—Pero ¿no es Aristobulus Ursiclos, que se nos ha adelantado? —preguntó el hermano Sam.

—¡Es él mismo! —añadió el hermano Sib.

En efecto, era el propio Aristobulus Ursiclos quien; encaramado en el basamento de la cruz, la golpeaba con un martillo.

La señorita Campbell, indignada por aquella desfachatez del mineralogista, corrió hacia él.

—¿Qué está usted haciendo, señor Ursiclos? —le preguntó.

—Ya lo ve usted, señorita Campbell —contestó Aristobulus Ursiclos—, intento arrancar un pedazo de este granito.

—Pero ¿a qué vienen estas manías? ¡Me parece que el tiempo de los iconoclastas ya ha pasado!

—Yo no soy un iconoclasta —contestó Aristobulus Ursiclos—, sino que soy un geólogo y, como tal, me interesa conocer la naturaleza de esta piedra.

Un violento golpe de martillo había acabado la obra de destrucción: una piedra de la base cayó rodando al suelo.

Aristobulus Ursiclos la cogió y, doblando el poder óptico de sus lentes por medio de una gran lupa de naturalista que sacó de su estuche, se acercó el pedazo de piedra a la nariz.

—Es exactamente lo que suponía —dijo—. Se trata de un granito rojo muy compacto, muy resistente, que debe de haber sido extraído del islote de las Monjas, en todo parecido al que los arquitectos del siglo XII usaron para construir la capital de Iona.

Y Aristobulus Ursiclos no se dejó perder tan buena ocasión para engolfarse en una disertación arqueológica que los hermanos Melvill —que se habían ido acercando— no se atrevieron a interrumpir.

Pero la señorita Campbell, sin hacer cumplidos, los dejó para irse nuevamente al lado de Olivier Sinclair y, cuando éste terminó el dibujo, se reunieron todos a la entrada de la catedral.

Este monumento es un edificio compuesto por dos iglesias acopladas, de gruesos muros y pilares sólidos, que ha desafiado las injurias del tiempo durante mil trescientos años.

Los visitantes se pasearon por la primera iglesia, cuyos aros y bóvedas demuestran su origen romano, y luego por la segunda, edificio gótico del siglo XII, que forma la nave y algunas capillas de la otra. Por espacio de pocos minutos vagaron a través de aquellas ruinas, pisando las grandes losas, cuyas pinturas dejaban ver el suelo. Aquí aparecían tapas de sepulcro, allá lápidas funerarias apoyadas en los rincones, con sus estatuas yacentes, que parecían pedir una limosna al transeúnte.

La señorita Campbell, Olivier Sinclair y los hermanos Melvill no se dieron cuenta de que su sabio compañero iba quedándose atrás; y cuando estaban bajo la alta bóveda de la torre cuadrada, oyeron unos pasos enérgicos que resonaban sobre las losas como si una de las estatuas de piedra se hubiera puesto a andar pesadamente como el Comendador de Don Juan Tenorio. Era Aristobulus Ursiclos, que con sus pasos acompasados estaba midiendo las dimensiones de la catedral.

—Ciento sesenta pies de este a oeste —dijo anotando esta cifra en su carnet, en el momento en que se reunía con sus amigos.

—¡Ah, es usted, señor Ursiclos! —dijo irónicamente la señorita Campbell—. ¿Además de mineralogista es usted geómetra?

—… Y sesenta pies solamente en el crucero de las naves —prosiguió Aristobulus Ursiclos.

—¿Y cuántas pulgadas? —preguntó Olivier Sinclair.

Aristobulus Ursiclos miró a Olivier Sinclair con la expresión de quien no sabe si debe tomarse la cosa en serio. Pero los hermanos Melvill intervinieron oportunamente arrastrando a los jóvenes con ellos para terminar de recorrer el monasterio.

Aunque este edificio ha sobrevivido, a pesar del vandalismo de la Reforma, no ofrece más que ruinas incapaces de ser reconocidas. Después de aquella época sirvió de refugio a algunas religiosas de san Agustín, a las cuales se lo concedió el Estado como asilo. En la actualidad no hay más que restos lastimosos de un convento, devastado por las tempestades, que no tiene arcos ni columnas en disposición de resistir los rigores de un clima hiperbóreo.

Luego que los visitantes hubieron explorado lo que quedaba del monasterio tan floreciente en otro tiempo, admiraron una capilla mejor conservada, cuyas dimensiones interiores no midió Aristobulus Ursiclos. En dicha capilla, menos antigua o de construcción más sólida que los refectorios y claustros del convento, solo faltaba la techumbre; el coro, que está casi intacto, es un trozo de arquitectura muy celebrado por los entendidos.

En la parte oeste de la capilla se encuentra todavía en buen estado la tumba de la que fue última abadesa de la comunidad. Sobre la losa de mármol negro aparece esculpida una cabeza de mujer entre dos ángeles, y encima de ella una Virgen con el Niño en brazos.

—Igual que la Virgen de la Silla y la Madona de San Sixto, las únicas vírgenes de Rafael que no bajan sus párpados, ésta también nos mira y parece como si sus ojos sonrieran.

Este comentario tan oportuno que hizo la señorita Campbell, provocó una mueca irónica en los labios de Aristobulus Ursiclos.

—¿De dónde ha sacado usted, señorita Campbell —le dijo—, que unos ojos puedan sonreír?

Quizá la señorita Campbell tenía deseos de contestarle que, en todo caso, no sería mirándole a él que sus ojos tendrían tal expresión, pero se calló, y guardó su respuesta.

—Es un error muy extendido —prosiguió Aristobulus Ursiclos con énfasis— hablar de la sonrisa de los ojos. Estos órganos de la vista están desprovistos precisamente de toda expresión. Por ejemplo: si tapamos un rostro con una careta les apuesto a que no podrán ustedes saber si aquel rostro expresa alegría o tristeza.

—¿Ah, sí? —contestó el hermano Sam, que parecía tomar interés por aquella lección.

—Lo ignoraba —añadió el hermano Sib.

—Pues es así —concluyó Aristobulus Ursiclos—; y si tuviera un antifaz…

Pero aquel joven erudito no tenía ninguno y no pudo hacerse el experimento para salir de dudas sobre la cuestión.

Pero ya la señorita Campbell y Olivier Sinclair habían salido del claustro y se dirigían hacia el cementerio de Iona.

Aquel sitio se llama el Relicario de Oban, en recuerdo del compañero de san Columbano, a quien se debe la edificación de la capilla, cuyas ruinas se levantan en medio del camposanto.

Aquel terreno cubierto de piedras funerarias es muy curioso. Allí reposan cuarenta reyes escoceses, ocho virreyes de las Hébridas, cuatro virreyes de Irlanda y un rey de Francia, de nombre olvidado, como el de un jefe de tiempos prehistóricos. Entre ellos, en medio de verde hierba, está la tumba del célebre Duncan, rey de Escocia, famoso por la terrible tragedia de Macbeth. ¡Cuántos recuerdos encierra esta necrópolis de Iona! Acuden a mi memoria estos versos de Ossian, que parecen haberse inspirado en estos mismos lugares:

Extranjero, estás pisando una tierra cubierta de héroes. Canta alguna vez la gloria de estos muertos célebres. Que sus sombras ligeras vengan a alegrarse a tu alrededor.

La señorita Campbell y sus compañeros contemplaban las tumbas en silencio. Como no tenían que soportar las enojosas explicaciones de un guía, podían dar rienda suelta a su imaginación poblaba de recuerdos legendarios.

—Me gustaría volver aquí al caer la noche —dijo la señorita Campbell—. Me parece que sería una hora más favorable para nuestros recuerdos. Yo vería traer el cuerpo del desdichado Duncan. Escucharía las palabras de los sepultureros, tendiéndolo en la tierra consagrada a sus antepasados. ¿No cree ustedes, señor Sinclair, que la noche sería mucho más a propósito para evocar los duendes que guardan este cementerio real?

—Sí, señorita Campbell, y creo que no rehusarían acudir a nuestra llamada.

—¡Cómo, señorita Campbell!, ¿cree usted en los duendes? —exclamó Aristobulus Ursiclos.

—¡Claro que creo en los duendes, como buena escocesa que soy! —contestó la señorita Campbell.

—Pero, realmente, usted sabe bien que todo esto es pura imaginación, que nada existe de tales fantasías.

—¿Y si me agrada creer en ellas? —contestó la señorita Campbell, excitada por aquella inoportuna contradicción—. Sabedlo, gusto mucho de creer en las brownies domésticas que protegen el mobiliario de la casa; en las hechiceras, cuyos encantos se verifican mientras declaman versos rúnicos; en las valquirias, esas vírgenes fatales de la mitología escandinava, que arrebatan a los guerreros heridos en batalla; en esas hadas familiares cantadas por nuestro poeta Burns en aquellos versos inmortales que un verdadero hijo de los Highlands no debe olvidar: «En esa noche las hadas ligeras danzan sobre Cassilis Dawnan’s, o se encaminan hacia Golzean a la pálida claridad de la luna para ir a perderse en las Coves, en medio de rocas y arroyuelos».

—¡Pero, señorita Campbell! —insistió tercamente el estúpido joven—. ¿Piensa usted que los poetas creen en estas fantasías producto de su imaginación?

—Claro que sí, señor —contestó Olivier Sinclair—; si no, su poesía sonaría a falso, como todo lo que no se hace con profunda convicción.

—¿Usted también, caballero? —contestó Aristobulus Ursiclos—. Sabía que era usted pintor, pero no poeta.

—Es lo mismo —dijo la señorita Campbell—. El Arte es una sola cosa bajo formas distintas.

—¡Ah, no… no! ¡Es inadmisible! ¡Ustedes no pueden creer en toda esta mitología, creada por los cerebros ofuscados de los viejos bardos!

—¡Ah, señor Ursiclos! —exclamó el hermano Sam, herido en su amor propio—. No trate usted así a nuestros antepasados que han cantado las glorias de nuestro querido país.

—Y escúchelos usted —dijo el hermano Sib, evocando citas de sus poemas favoritos—: «Me gustan los cantos de los bardos. Me gusta escuchar los relatos de tiempos pasados. Son para mí como la paz de la mañana y el frescor del rocío que humedece las colinas…».

—«… cuando el sol no despide más que lánguidos rayos —añadió el hermano Sam— y el lago permanece tranquilo y azulado en el fondo del valle».

Sin duda, los dos tíos hubieran continuado sus poesías ossiánicas indefinidamente, si Aristobulus Ursiclos no los hubiera interrumpido bruscamente diciéndoles:

—Caballeros, ¿han visto ustedes alguna vez alguno de estos pretendidos duendes de que hablan con tanto entusiasmo? ¡No! ¿Y pueden verse? ¡Tampoco! ¿No es cierto?

—Está usted en un error, señor —dijo la señorita Campbell—, y le compadezco por no haberlos visto nunca. Todo el mundo puede verlos surgir por las altas tierras de Escocia, deslizándose por los campos abandonados, elevándose sobre la superficie de los lagos, revoloteando en medio de las tempestades. Y, mire usted, este Rayo Verde que me obstino en perseguir, ¿quién sabe si no es la banda de alguna valquiria, cuya franja se arrastra por las aguas del horizonte?

—¡Ah, no! —exclamó Aristobulus Ursiclos—. ¡Esto sí que no! Y voy a decirle lo que es su famoso Rayo Verde…

—No me lo diga usted, caballero —exclamó la señorita Campbell—; no quiero saberlo.

—Pues tiene que saberlo —exclamó Aristobulus Ursiclos, completamente fuera de sí por aquella discusión que le sacaba de quicio.

—Se lo prohíbo.

—Pues lo diré a pesar de todo, señorita Campbell. Este último rayo que lanza el sol cuando se va al ocaso en el momento en que el borde superior de su disco roza el horizonte, si es verde, es debido, quizá, a que en el momento en que atraviesa la superficie del agua, se impregna con su color…

—¡Cállese, señor Ursiclos!

—A menos que este verde no suceda naturalmente al rojo del disco, desaparecido en el mismo instante, pero del que nuestra retina conserva la impresión, porque, en óptica, el verde es su color complementario.

—¡Ah, señor Ursiclos, sus razonamientos científicos…!

—Mis razonamientos, señorita Campbell, están de acuerdo con la naturaleza de las cosas —contestó Aristobulus Ursiclos—, y precisamente me propongo publicar una memoria sobre este tema.

—¡Vámonos, tíos! —exclamó la señorita Campbell, visiblemente irritada—. ¡El señor Ursiclos, con sus explicaciones, acabaría por estropear totalmente mi Rayo Verde!

Entonces intervino Olivier Sinclair.

—Señor Ursiclos —le dijo—, creo que su memoria sobre el Rayo Verde será de lo más curioso, pero permítame que le proponga otro tema, seguramente más interesante todavía.

—¿Cuál, señor Sinclair? —preguntó Aristobulus Ursiclos con aire retador.

—Usted no debe ignorar, caballero, que algunos sabios han tratado científicamente esta cuestión tan palpitante: De la influencia de las colas de los peces en las ondulaciones del mar.

—¡Caballero…!

—Bueno, pues aquí tiene usted otra, que recomiendo muy especialmente a sus sabias meditaciones: De la influencia de los instrumentos de viento en la formación de las tempestades.