Los viajeros del proyectil toman las medidas necesarias para amortiguar el descenso previsto en los cálculos de trayectoria del lanzamiento. Sin embargo, aún estando ya plenamente dentro del ámbito gravitatorio lunar, observan que su viaje sigue un recorrido que no es de colisión con el astro de la noche, sino que parece que les dejará en su órbita. Se preguntan el motivo de esta imprevista desviación, y Barbicane parece encontrar la respuesta.
Barbicane, aunque preocupado todavía por el desenlace del viaje, había dejado de estarlo por la fuerza de impulsión del proyectil. Su velocidad virtual haría que sobrepasara la línea neutral; por lo tanto, no volvería a caer sobre la Tierra; por lo tanto, además, no quedaría inmovilizado en el punto de atracción. Sólo faltaba por cumplirse una hipótesis: que el proyectil alcanzara su punto de destino gracias a la atracción lunar.
En realidad, era una caída de ocho mil doscientas noventa y seis leguas, sobre un astro, bien es verdad, en el que la gravedad no equivale más que a la sexta parte de la gravedad de la Tierra. No obstante, la caída era de considerable magnitud y había que prepararse para ella sin tardanza y tomando todo tipo de precauciones.
Estas precauciones habrían de ser de dos clases: unas destinadas a amortiguar el golpe cuando el proyectil tocara suelo lunar, y otras encaminadas a demorar su caída, con el fin de que ésta fuera menos violenta.
Para amortiguar el golpe, Barbicane, desgraciadamente, no podía contar con los mismos medios que tan útiles le habían resultado cuando despegaron, es decir, el agua encerrada entre tabiques que luego se rompieron, y que había funcionado como resorte. Todavía tenían los tabiques, pero no el agua, pues no podían utilizar para este fin la que tenían como reserva, preciadísima en caso de que, durante los primeros días, no pudieran hallar agua sobre el suelo lunar.
De todas maneras, tampoco aquella reserva les hubiera bastado para el sistema de parachoques. La capa de agua que habían almacenado antes de despegar, y sobre la cual descansaba el disco estanco, ocupaba nada menos que tres pies de altura sobre una superficie de cincuenta y cuatro pies cuadrados. Tenía un volumen de seis metros cúbicos y un peso de cinco mil setecientos cincuenta kilogramos. Y en los recipientes no había más que la quinta parte de esta cantidad. De modo que había que olvidarse de ese método tan eficaz para amortiguar el choque al alunizar.
Afortunadamente, Barbicane, por si no fuera bastante el sistema de agua, había dispuesto en el disco móvil unos fuertes topes de muelle, con el fin de amortiguar el golpe contra el casquillo, una vez que se hubieran aplastado los tabiques horizontales. Todavía contaban con estos topes; sólo era menester reajustarlos y volver a colocar en su sitio el disco móvil. Y se podían volver a montar rápidamente todas estas piezas, pues no costaba trabajo manejarlas, ya que apenas pesaban.
Dicho y hecho. Reajustaron las diferentes piezas sin la menor dificultad. No era más que cuestión de pernos y de tuercas, y no les faltaban herramientas. Al poco, el disco estaba nuevamente montado sobre sus topes de acero, como una mesa con patas. Sólo había un inconveniente, y era que, una vez montado el disco, quedaba tapada la portilla inferior. Ello significaba que a los viajeros les resultaría imposible observar la Luna por esta abertura cuando cayeran perpendicularmente sobre la misma. Pero no había otro remedio. Además, por las aberturas laterales, se podían ver las anchas superficies lunares, como se ve la Tierra desde la barquilla de un aeróstato.
La colocación del disco les requirió una hora de trabajo. Era pasado mediodía cuando concluyeron los preparativos. Barbicane efectuó nuevas observaciones sobre la inclinación del proyectil; pero tuvo la contrariedad de comprobar que no había girado suficientemente para poder caer; daba la impresión de que seguía una curva paralela al disco lunar. El astro de la noche brillaba espléndido en el cielo en tanto que, desde el extremo opuesto, el astro del día lo iluminaba con su resplandor.
Aquella situación no dejaba de ser preocupante. Al fin, Nicholl dijo:
—¿Cree usted que llegaremos?
—Tenemos que actuar como si fuéramos a llegar —le respondió Barbicane.
—Sois unos miedicas —replicó Michel Ardan—. Ya veréis como llegamos, y antes de lo que quisiéramos.
Esta respuesta hizo que Barbicane reanudara los preparativos, y comenzó a disponer los cohetes destinados a retardar la caída.
Recordarán ustedes la escena del meeting de Tampa Town, en Florida, cuando el capitán Nicholl era todavía enemigo declarado de Barbicane y adversario de Michel Ardan. Cuando el capitán Nicholl declaró que el proyectil se quebraría como si fuera de vidrio, Michel le respondió diciendo que retardaría la caída mediante unos cohetes convenientemente dispuestos.
Efectivamente, potentes artificios, apoyados sobre el casquillo y deflagrando en el exterior, podrían, al provocar un movimiento de retroceso, frenar en cierta medida la velocidad del proyectil. Bien es verdad que los cohetes tendrían que arder en el vacío, pero no les faltaría oxígeno, pues se autoabastecían de él, como los volcanes lunares, que nunca han dejado de deflagrar aunque les faltara atmósfera alrededor de la Luna.
De modo que Barbicane llevaba una buena reserva de cohetes dentro de unos cañoncitos de acero aterrajados34, que podían atornillarse en el casquillo del proyectil. Por la parte inferior, los cañones estaban a ras del suelo. Por la parte exterior, sobresalían medio pie. Había veinte. Una abertura practicada en el disco permitía encender la mecha de cada uno de ellos. Toda la operación se llevaba a cabo en el exterior. Previamente se habían introducido las mezclas deflagrantes en cada cañón, de modo que bastaba con sacar los obturadores metálicos que había en el casquillo y poner en su lugar los cañones que se ajustaban exactamente en su lugar.
Aquella operación concluyó aproximadamente a las tres de la tarde y, una vez tomadas las precauciones posibles, ya no se podía hacer otra cosa más que esperar.
Entre tanto, el proyectil iba acercándose a ojos vista a la Luna. Evidentemente, estaba sometido a un cierto grado de influencia por parte de ésta; pero al mismo tiempo, su propia velocidad lo llevaba en línea oblicua. La resultante de ambas influencias era una línea que probablemente se convertiría en tangente. Pero de lo que no cabía duda era que el proyectil no descendía normalmente hacia la superficie de la Luna, puesto que su parte inferior, precisamente por el peso que tenía, debería estar dirigida hacia ella.
Barbicane estaba cada vez más preocupado al ver que su proyectil se resistía a someterse a las leyes de la gravedad. Ante él se abría lo desconocido, la incógnita de los espacios interestelares. ¡Él, el sabio, creía haber previsto las tres hipótesis posibles: el regreso a la Tierra, el regreso a la Luna o el estancamiento en una línea neutra! Y resulta que ahora tenía ante sí, inesperadamente, una cuarta hipótesis, preñada de todos los terrores del infinito. Para ser capaz de enfrentarse a ella sin desfallecer, tenía uno que ser un sabio con decisión como Barbicane, un carácter flemático como Nicholl, o un audaz aventurero como Michel Ardan.
La conversación se centró sobre este tema. Cualquier otra persona se hubiera puesto a considerar el punto de vista práctico de aquel asunto. Se hubieran preguntado adonde irían a parar en el vagón-proyectil. Ellos, no. Ellos querían descubrir la causa que había podido producir semejante efecto.
—O sea, que hemos descarrilado —dijo Michel—. ¿Y eso, por qué?
—Me temo que, a pesar de todas las precauciones, el Columbiad no apuntaba correctamente —respondió Nicholl—. Cualquier error, por pequeño que fuera, bastaría para situarnos fuera de la zona de atracción de la Luna.
—¿Quieres decir entonces que apuntaron mal? —preguntó Michel.
—No lo creo —intervino Barbicane—. El cañón estaba rigurosamente perpendicular, su dirección sobre el cénit del lugar no dejaba lugar a dudas. Y al pasar la Luna por el cénit, teníamos que haberla alcanzado de pleno. Existe alguna otra razón, pero no acabo de dar con ella.
—¿No será que llegamos demasiado tarde? —preguntó Nicholl.
—¿Demasiado tarde? —repitió Barbicane.
—Sí —prosiguió Nicholl—. La nota del observatorio de Cambridge indica que el trayecto debía efectuarse en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos. Eso significa que antes de ese tiempo, la Luna todavía no se encontraría en el punto indicado, y después, ya se habría marchado.
—De acuerdo —respondió Barbicane—. Pero despegamos el día 1 de diciembre, a las once menos trece minutos con veinticinco segundos de la noche, y teníamos que haber llegado el día 5 a medianoche, exactamente en el momento de plenilunio. Estamos a 5 de diciembre y son las tres y media de la tarde. Ocho horas y media deberían ser suficientes para que llegáramos a nuestro punto de destino. ¿Por qué no llegamos?
—¿No será por un exceso de velocidad? —insinuó Nicholl—. ¡Ahora ya sabemos que la velocidad inicial era mayor de lo previsto!
—¡No, no y no! —replicó Barbicane—. Aunque lleváramos exceso de velocidad, si la dirección hubiera sido la correcta, tendríamos que haber llegado a la Luna. ¡No! Ha tenido que haber una desviación. Nos hemos desviado.
—Pero ¿cómo? ¿Por quién? —preguntó Nicholl.
—No lo sé —respondió Barbicane.
—Escucha, Barbicane —dijo entonces Michel—. ¿Quieres saber lo que opino de esa cuestión de querer saber el motivo de que nos desviáramos?
—Tú dirás.
—¡Ni medio dólar daría por averiguarlo! Nos hemos desviado y ya está. ¡Qué más me da adonde vamos! Ya nos enteraremos. ¡Qué diantre! ¡Si vamos por el espacio, tarde o temprano acabaremos por caer en cualquier centro de atracción!
La indiferencia de Michel Ardan no podía dejar satisfecho a Barbicane. ¡Y no porque le preocupara el porvenir! Pero su proyectil se había desviado y, por encima de todo, quería averiguar el motivo.
Entre tanto el proyectil seguía desplazándose al lado de la Luna, y con él todo el cortejo de objetos que habían lanzado al exterior. Barbicane pudo incluso comprobar, mediante puntos de referencia determinados sobre la Luna, cuya distancia era inferior a las dos mil leguas, que su velocidad se iba haciendo uniforme. Otra prueba más de que no se produciría la caída. La fuerza impulsora seguía siendo superior a la atracción lunar, pero la trayectoria del proyectil iba, sin duda alguna, acercándolo al disco lunar, y cabía esperar que, cuando estuviera algo más cerca, predominaría la fuerza de la gravedad, que acabaría por provocar la caída.
Como los tres amigos no tenían nada mejor que hacer, prosiguieron con sus observaciones. Sin embargo, todavía no podían determinar las disposiciones topográficas del satélite. Todos aquellos relieves quedaban nivelados bajo la proyección de los rayos del Sol.
De modo que estuvieron mirando por las ventanas laterales hasta las ocho de la noche. Para esa hora, la Luna se había hecho tan grande que ocupaba la mitad del firmamento. El Sol por un lado, y el astro de la noche por el otro, inundaban de luz el proyectil.
En aquel momento, Barbicane opinó que se podía cifrar en sólo setecientas leguas la distancia que los separaba de su objetivo. Le pareció que el proyectil debía de tener una velocidad de doscientos metros por segundo, es decir, unas ciento setenta leguas por hora. Debido a la fuerza centrípeta, el casquillo del proyectil se inclinaba hacia la Luna; pero la fuerza centrífuga seguía siendo superior, y parecía probable que la trayectoria rectilínea acabara convirtiéndose en una curva cualquiera, cuya naturaleza no se podía determinar.
Barbicane seguía buscando solución para su insoluble problema.
Transcurrían las horas sin resultado alguno. Era evidente que el proyectil se acercaba a la Luna, pero era igualmente evidente que ya no la alcanzaría. En cuanto al punto más cercano en que se encontraría de la misma, éste sería el resultante de las dos fuerzas, la de atracción y la de repulsión, que solicitaban al objetivo móvil.
—Yo no pido más que una cosa —repetía Michel—. ¡Que pasemos lo suficientemente cerca de la Luna para poder descubrir sus secretos!
—En ese caso, ¡maldita sea la causa que hizo que se desviara nuestro proyectil! —exclamó Nicholl.
—En ese caso, ¡maldito sea —dijo Barbicane, como si de repente se le hubiera ocurrido una idea—, maldito sea el bólido que se atravesó en nuestro camino!
—¡Qué! —gritó Michel Ardan.
—¿Cómo dice? —exclamó Nicholl.
—Digo —respondió Barbicane con toda convicción—, digo que nuestra desviación se debe exclusivamente a habernos cruzado con aquel cuerpo errante.
—Pero si ni siquiera nos rozó —intervino Michel.
—No importa. Su masa, comparada con la de nuestro proyectil, era enorme, y su atracción fue suficiente para alterar nuestra dirección.
—¡Bien poco sería! —exclamó Nicholl.
—Sí, Nicholl —respondió Barbicane—; pero por poco que fuera, en su trayecto de ochenta y cuatro mil leguas, fue suficiente para que no llegáramos a la Luna.
- 34. Que tienen rosca.